El hambre
Desde hacía cien años no se había conocido una miseria tan grande como la de aquel año entre el pueblo de Francia. Reapareció el flagelo de pasados siglos: el hambre. En París, el precio del celemín de sal llegó a alcanzar los diez sueldos de plata y la media fanega de trigo se vendió a sesenta sueldos, precio jamás alcanzado. La primera causa de este encarecimiento había sido la desastrosa cosecha del verano anterior, pero también se debía en buena parte a la desorganización de la administración pública, a la agitación sembrada por las ligas de la nobleza en numerosas provincias, lo cual dificultaba el comercio, al pánico de las gentes que habían acaparado por miedo a que les faltara, y, por fin, a la avidez de los especuladores.
Febrero es el mes más terrible de atravesar en los años de escasez. Las últimas provisiones del otoño están agotadas, del mismo modo que la resistencia de los cuerpos y de las almas. El frío se añade al hambre. Es el mes en que se produce mayor número de fallecimientos. Las gentes desesperan de volver a ver la primavera y esta desesperación conduce a unos al abatimiento, y a otros, al odio. Al tomar con demasiada frecuencia el camino del cementerio, cada cual se pregunta cuando llegará su turno.
En la campiña se habían comido hasta los perros que ya no podían alimentar, y cazaban a los gatos, que se habían vuelto salvajes. El ganado se moría por falta de forraje, y la gente se batía por los despojos del descuartizamiento. Había mujeres que arrancaban la hierba helada para devorarla. Se descubrió que la corteza de haya producía mejor harina que la corteza de encina. Algunos adolescentes se ahogaban a diario bajo el hielo de los estanques por haber querido coger algún pescado. Casi no quedaban ancianos. Los carpinteros, demacrados y sin fuerzas, clavaban ataúdes sin descanso. Los molinos estaban parados. Madres enloquecidas mecían el cadáver de sus hijos. A veces asediaban un monasterio; pero la misma limosna de nada servía, pues nada quedaba por comprar fuera de los sudarios. Hordas titubeantes subían de los campos a los burgos con la vana ilusión de procurarse allí el pan; pero se encontraban con otras hordas de esqueletos que volvían de las villas y parecían marchar hacia el juicio final.
Esto sucedía tanto en las regiones consideradas ricas como en las regiones pobres, en Artois como en Auvernia, en Poitou como en la Champaña, en Borgoña y en Bretaña, y hasta en Valois, Normandía, y lo mismo en Beauce y en Brie, y hasta en la Isla-de-Francia. E igual era la situación de Neauphle y de Cressay.
Parecía que la maldición que aplastaba a la familia real se había extendido aquel invierno a todo el país.
Guccio, volviendo de Aviñón hacia París con Bouville, bien había podido observar esta penuria. Pero alojándose en los prebostazgos o en los castillos reales, y llevando buen dinero en la bolsa para satisfacer los precios desmesurados de las posadas, había visto el desastre desde muy alto. Tampoco se preocupaba por ello cuando, tres días después de su regreso, trotaba por el
camino de París a Neauphle. Su abrigo, forrado de pieles, era una bendición; su caballo, fogoso, y él corría hacia la mujer amada. Pulía las frases que iba a pronunciar ante la bella María: cómo había hablado de ella con madame Clemencia de Hungría, futura reina de Francia, y cómo su pensamiento nunca la había abandonado, lo que, en efecto, era verdad. Pues las infidelidades fortuitas no impiden pensar, sino al contrario, en aquel a quien se es infiel; y hasta es la manera más frecuente que tienen los hombres de ser constantes. Luego descubriría a María los esplendores de Nápoles... Se sentía revestido con el prestigio del viaje, y de la alta misión cumplida y estaba seguro de que iba a conquistar su amor.
Sólo en las cercanías de Cressay, ya que conocía bien el país y le guardaba afecto, comenzó Guccio a darse cuenta de la existencia de algo que no fuera él mismo.
Lo desierto de los campos, el silencio de los caseríos, las escasas humaredas que se elevaban de las chozas, la ausencia de animales, el estado de flaqueza y de suciedad de los hombres que encontraba, y sobre todo sus miradas, crearon en el joven toscano un sentimiento de malestar y de inseguridad. Y cuando penetró en el patio de la vieja casa solariega, por encima del arroyo del Mauldre, intuyó la desgracia. Ni un gallo por el corral, ni un mugido por la parte de los establos, ni siquiera un ladrido. El j¡oven avanzó sin que nadie, siervo o señor, apareciera mientras se aproximaba. La casa parecía muerta. « ¿Se habrán marchado todosh, se preguntaba. «¿Les habrán embargado y desahuciado durante mi ausencia? ¿Qué ha sucedido? ¿O quizá la peste habrá hecho estragos por aqui?»
Anudó las riendas de su caballo en una anilla del muro y entró en la mansión. Así se encontró frente a la viuda de Cressay.
-¡Oh! ¡Señor Guccio! -exclamó la señora-. Me alegro..., me alegro..., otra vez aquí...
Las lágrimas acudieron a los ojos de doña Eliabel, y se apoyó en un mueble, como si la sorpresa le hiciera vacilar. Había adelgazado unos diez kilos y había envejecido diez años. Parecía flotar dentro del vestido, que antes le apretaba en las caderas y en el pecho; tenía la cara grisácea, y las mejillas hundidas bajo la toca de viuda.
Guccio, para disimular su sorpresa al verla tan cambiada, miró la gran sala en torno suyo. Antes se percibía en ella cierta dignidad de vida señorial a pesar de los pocos medios; ahora, todo en ella expresaba la miseria sin defensa posible, y la desnudez desordenada y polvorienta.
-No estamos en las mejores condiciones para acoger a un huésped -dijo con tristeza doña Eliabel. -¿Dónde están vuestros hijos, Pedro y Juan?
-De caza, como todos los dias.
-¿Y madame María? -preguntó Guccio.
-¡Ay de mí! -dijo doña Eliabel bajando los ojos.
-¿Qué ha pasado?
Doña Eliabel alzó los hombros, con gesto de desolación.
-Está tan mal -dijo-, tan débil que no espero que se levante más, ni siquiera que llegue a Pascua. -¿Que tiene? -dijo Guccio con impaciente ansiedad.
-¡ Pues el mal que todos sufrimos y del que muere la gente a montones por aquí! Hambre, señor Guccio. Si cuerpos ya hechos, como el mío, han quedado agotados, pensad en los estragos que puede hacer el hambre en las jóvenes todavía en desarrollo.
-¡Pero, por Dios, doña Eliabel! -exclamó Guccio-, ¡yo creía que la penuria no alcanzaba más que a los pobres!
-¿Y qué creéis que somos nosotros -respondió la viuda-, sino pobres? No porque seamos nobles y poseamos una casa solariega que se hunde, somos más afortunados. Los pequeños señores no tenemos más bienes que nuestros siervos y su trabajo. ¡Cómo podemos esperar que nos alimenten, cuando ellos mismos no tienen qué comer y vienen a morir delante de nuestra puerta tendiéndonos la mano! Hemos tenido que matar nuestro ganado para compartirlo con ellos. Añadid a esto que el preboste nos ha obligado a entregarle víveres, de orden del rey, según él, sin duda para alimentar a sus gentes, pues éstos siguen bien lustrosos... Cuando todos nuestros lugareños hayan muerto, ¿qué nos quedará, sino hacer lo mismo? La tierra no vale nada; no vale si no se la trabaja, y no son los cadáveres los que la harán producir... Ya no tenemos ni criados ni siervos. Nuestro pobre cojo...
-¿Al que llamabais vuestro escudero trinchante?
-Sí, nuestro «escudero trinchante»... -dijo ella con una triste sonrisa- lo enterramos la semana pasada. Y todo por el estilo.
Guccio agachó la cabeza, compasivo. Pero del drama le importaba una sola persona.
-¿Dónde está María? -preguntó.
-Allá arriba, en su cuarto.
-¿Puedo verla?
-Venid.
Guccio la siguió a la escalera, ella subió penosamente, de peldaño en peldaño, ayudándose con la cuerda de cáñamo que corría a todo lo largo.
María de Cressay reposaba en una estrecha cama pasada ¿ de moda, con una cubierta nada lujosa y cuyos colchones y almohadas estaban muy alzados de la parte de la cabecera, de tal modo que el cuerpo parecía deslizarse hacia el suelo.
-Messire Guccio... messire Guccio... -murmuró María. Sus ojos aparecían agrandados por las ojeras, sus largos cabellos castaño claro estaban esparcidos sobre la almohada de terciopelo. En sus enjutas mejillas y en su frágil cuello, la piel tenía una transparencia inquietante. Y la impresión de resplandor que daba antes, había desaparecido, como si un blanco nubarrón hubiera cubierto su rostro.
Doña Eliabel los dejó, para que no vieran sus lágrimas.
-María, mi bella María -dijo Guccio acercándose al lecho.
-Al fin aquí, al fin estáis de regreso. He tenido tanto miedo, ¡oh! tanto miedo de morir sin volver a veros.
Miraba intensamente a Guccio, y su mirada contenía el mensaje de una terrible pregunta. Inclinada como estaba por el amontonamiento de los colchones, no parecía absolutamente real, sino arrancada de algún fresco, o mejor, de una vidriera, con la perspectiva cambiada.
-¿De qué sufrís, María? -dijo Guccio.
-De debilidad, mi bien amado, de debilidad. Y además, del gran temor de que me hubierais abandonado.
-He estado en Italia en servicio del rey, y tuve que partir tan apresuradamente que no pude avisaros. -En servicio del rey... -murmuró ella.
La enorme y muda interrogación seguía en el fondo de su mirada. Y Guccio se sintió bruscamente avergonzado de su buena salud, de sus vestidos guarnecidos con pieles, de las despreocupadas semanas que había pasado viajando; avergonzado incluso del sol de Nápoles, avergonzado, sobre todo, de la vanidad que le inundaba hasta una hora antes por haber vivido entre los poderosos de este mundo.
María le tendió su bella mano enflaquecida y Guccio la tomó entre las suyas; y sus dedos volvieron a encontrarse, se interrogaron y acabaron por unirse, entrecruzados en ese gesto con que el amor se ofrece con más seguridad que con un beso, como si las manos de dos seres se juntaran para una misma plegaria.
El mudo interrogante desapareció entonces de los ojos de María. Cerró los ojos, y quedaron así un momento sin hablar.
-Me parece que cobro nuevas fuerzas al tener vuestra mano -dijo ella al fin.
-María, ¡ved lo que os he traído!
Sacó de su monedero dos broches de oro labrado incrustados de perlas y cabujones, pues entonces estaba de moda, entre las clases ricas, coserlos a los cuellos de las capas. María tomó los broches y los llevó a sus labios. Guccio se sintió angustiado, pues una joya aun cincelada por el más hábil orfebre veneciano o florentino no calma el hambre. «Un tarro de miel o de frutas confitadas hubiera sido mejor presente en esta ocasión», pensó. Y le dominó la prisa por hacer algo inmediatamente.
-Voy en busca de algo con qué curaros -exclamó.
-Que estéis aquí, que penséis en mí, no pido otra cosa. ¿Os marcháis ya?
-Dentro de unas horas estaré de regreso. Iba a franquear la puerta.
-Vuestra madre... ¿lo sabe? -preguntó él sin alzar la voz. María le hizo con los ojos un signo negativo.
-No he querido obligaros -respondió-. Vos podéis disponer de mí, si Dios quiere que viva.
Al bajar a la gran sala, encontró a doña Eliabel en compañía de sus dos hijos, que acababan de volver. Con las mejillas hundidas y los ojos brillantes de fatiga, con los vestidos des garrados y mal remendados, Pedro y Juan de Cressay mostraban también las señales de la miseria. Expresaron su alegría de ver de nuevo a su amigo. Pero no pudieron librarse de un poco de envidia y de amargura al contemplar el próspero aspecto del joven lombardo. «La banca, sin ningún género de dudas, se defiende mejor que la nobleza», pensaba Juan de Cressay.
-Nuestra madre os ha contado, y además habéis visto a María... -dijo Pedro-. Mirad nuestra caza de hoy: un cuervo y una rata de campo, he aquí toda nuestra caza de esta mañana. ¡Poco caldo darán para toda una familia! ¿Qué queréis? Los campos están llenos de trampas. Han amenazado con apalear a los lugareños si cazan para ellos mismos, pero prefieren el palo y comerse la caza. Yo haría otro tanto. Ya no nos quedan más que tres perros.
-¿Os son, al menos, de utilidad los halcones milaneses que os traje el otoño pasado? preguntó Guccio.
Los dos hermanos desviaron la mirada con gesto embarazado. Después, Juan, el mayor, se decidió a responder:
-Tuvimos que cederlos al preboste Portefruit, para que nos dejara el último cerdo. Por otra parte, no teníamos con qué alimentarlos.
-Habéis hecho muy bien -dijo Guccio-. En la primera ocasión, trataré de procuraros otros.
-Ese perro de preboste -exclamó Pedro de Cressay encolerizándose- no ha mejorado, os lo juro, desde que nos librasteis de sus garras. Por sí solo es peor que la miseria y dobla el mal.
-Me avergüenzo, señor Guccio, de la humilde comida que voy a ofreceros para que la compartáis con nosotros -dijo la viuda.
Guccio rehusó con mucha delicadeza, alegando que lo esperaban en su factoría de Neauphle.
-Voy a ver si encuentro algunos víveres -añadió-. No podéis continuar así y sobre todo vuestra hija.
-Os agradecemos de corazón vuestro deseo -respondió Juan de Cressay-, pero no encontraréis nada, fuera de la hierba a lo largo de los caminos.
-¡Ya veremos! -exclamó Guccio haciendo sonar la bolsa-. Dejaría de ser Lombardo si no lo lograra. -Incluso el oro carece de utilidad -dijo Juan.
-Probaremos.
Se podría decir que Guccio, siempre que visitaba a aquella familia, hacía el papel de caballero salvador y no el de acreedor. Ya ni se acordaba de la deuda de trescientas libras todavía no pagadas, desde la muerte del señor de Cressay.
Guccio cabalgó hacia Neauphle, persuadido de que los empleados de la factoría Tolomei lo sacarían de apuros. «Conociéndolos, sé que prudentemente han debido de hacer buen acopio o bien ellos sabrán a dónde hay que dirigirse teniendo con qué pagar.»
Pero encontró a los tres empleados apiñados alrededor de un fuego de turba; tenían el rostro del color de la cera y la nariz tristemente dirigida hacia el suelo.
-Desde hace dos semanas, todo el tráfico está paralizado, señor Guccio -le dijo el jefe-. Ni siquiera se hace una operación al día. Los créditos no se cobran y no se adelanta nada con ordenar el embargo; la nada no se puede embargar... ¿Provisiones de boca? Se encogió de hombros.
-Nosotros vamos a darnos un festín en seguida con una libra de castañas -prosiguió-, y nos lameremos los labios durante tres días. ¿Hay todavía sal en París? Es la falta de sal lo que, sobre todo, hace que la gente se debilite. ¡ Si pudierais hacernos enviar, aunque sólo fuera un celemín! El preboste de Montfort tiene, pero no quiere distribuirla. Ese no carece de nada, os lo juro; ha saqueado los alrededores como si fuera un país en guerra.
-¡Es una verdadera peste, ese Portefruit! -exclamó Guccio-. Voy a su encuentro, yo mismo. Ya domé una vez a ese ladrón.
-Señor Guccio... -dijo el jefe de la factoría aconsejándole prudencia. Pero Guccio ya estaba fuera y volvía a montar a caballo.
Un sentimiento de odio como jamás había conocido acababa de estallarle en el pecho. Porque María estaba en trance de morir de hambre, él se pasaba al lado de los pobres y de los que sufrían; y en eso hubiera podido advertir que su amor era verdadero.
El, el Lombardo, el hijo del dinero, se colocaba de repente al lado de la miseria. Ahora se daba cuenta de que los muros de las casas parecían transpirar la muerte. Se sentía solidario con aquellas familias vacilantes que seguían a los ataúdes, con aquellos hombres de piel pegada a los pómulos, cuyas miradas se habían transformado en miradas de bestias.
Clavaría su daga en el vientre del preboste Portefruit. Vengaría a María, vengaría a toda la provincia y realizaría un acto de justicia. Luego, de seguro, sería detenido; lo deseaba y el asunto tomaría altos vuelos. Su tío Tolomei removería cielo y tierra; iría a buscar a monseñor de Bouville y a monseñor de Valois. El proceso se llevaría ante el Parlamento de París, e incluso ante el rey. Y entonces Guccio exclamaría: «Sire, he aquí por qué he matado a vuestro preboste...»
Legua y media de galope le calmó un poco la imaginación. «Recuerda, muchacho, que un cadáver no paga intereses», había oído repetir a sus tíos banqueros, desde su infancia. Y además, a fin de cuentas, uno no se bate bien más que con las armas que le son propias, y aunque Guccio, como todo buen toscano, sabía manejar con bastante maestría las hojas cortas, ésta no era su especialidad.
Así, pues, se detuvo a la entrada de Monfort-l'Amaury, tranquilizó a su caballo, calmó su espíritu y se presentó en el prebostazgo. Como el sargento de guardia no le mostrara la atención debida, Guccio sacó de su abrigo el salvoconducto marcado con el sello privado de Luis X, que Valois le había entregado para su misión de Nápoles.
Los términos en que estaba redactado eran bastante amplios... «Yo requiero a todos mis administradores, senescales y prebostes a que presten ayuda y asistencia...», para que Guccio pudiera usarlo todavía.
-¡Servicio del rey! -dijo Guccio.
A la vista del sello real, el sargento del prebostazgo se deshizo en cortesía y celo, y corrió a abrir las puertas.
-Da de comer a mi caballo -le ordenó Guccio.
Las gentes a las que hemos dominado una vez se sienten generalmente vencidas de antemano cuando se vuelven a encontrar en nuestra presencia. E incluso, aunque pretendan revolverse, no les sirve de nada, pues las aguas corren siempre en el mismo sentido. Esto era lo que sucedía entre el señor Portefruit y Guccio.
Con las cejas redondas, las mejillas redondas y la panza redonda, el preboste, vagamente inquieto, rodó, más que anduvo, hacia su visitante.
La lectura del salvoconducto no hizo más que aumentar su turbación. ¿Cuáles podían ser las funciones secretas de aquel joven Lombardo? ¿Venía a informarse, a inspeccionar? Felipe el Hermoso disponía de agentes secretos que, so pretexto de otros cometidos, recorrían el reino y daban sus informes; luego, de improviso, se abría la reja de una prisión...
-¡Ah! Señor Portefruit, ante todo quiero haceros saber -dijo Guccio- que no he hablado en las altas esferas de aquel asunto de la tasa de sucesión de los Cressay, que hizo que nos encontráramos el año pasado. Desde luego, he admitido que se trataba de un error. Esto os lo digo para tranquilizaros.
¡Buen comienzo, en efecto, para tranquilizar al preboste! Era decirle claramente, desde el principio: «Os recuerdo que os cogí en flagrante delito de prevaricación, y que puedo darlo a conocer cuando quiera.»
La cara grande y redonda del preboste palideció un poco; lo cual acentuó, por contraste, el color vinoso de la fresa de nacimiento que le cubría la sien y parte de la frente.
-Os agradezco, señor Baglioni, vuestra opinión -respondió-. En efecto, fue un error. Por otra parte, he hecho corregir las cuentas.
-¿Había, pues, necesidad de corregirlas? -observó Guccio.
El otro comprendió que acababa de decir una necedad. Decididamente aquel joven Lombardo tenía el don de trastornarle las ideas.
-Precisamente iba a ponerme a comer -dijo para cambiar rápidamente de tema-. ¿Me haréis el honor de compartir...?
Comenzaba a mostrarse obsequioso. La habilidad aconsejaba a Guccio que aceptara: donde mejor se entrega la gente es en la mesa. Además, desde la mañana, no había comido nada y había corrido mucho. Así, pues, aun cuando había partido de Neauphle para matar al preboste, se encontró confortablemente sentado a su lado, y no se sirvió de la daga más que para ¿trinchar un cochinillo, asado en su punto, y bañado por un apetitoso jugo graso y dorado.
La comida con que se regalaba el preboste en medio de un país asolado por el hambre era verdaderamente escandalosa. «¡Cuando pienso», se decía Guccio, «que he venido aquí para encontrar con qué alimentar a María, y que soy precisamente yo quien se está hartando!» Cada bocado aumentaba su odio, y como el otro, creyendo congraciarse con su visitante, hacía servir sus mejores provisiones y sus vinos más añejos, Guccio, cada vez que le forzaba a aceptar algo, se repetía: «¡Me pagará todo esto, ese puerco! No pararé hasta que lo envíen a la horca.» Nunca fue devorada una comida con tanto apetito y con tan poco beneficio para el anfitrión. Guccio no desperdiciaba ocasión para incomodar a su huésped.
-Me he enterado de que habéis adquirido unos halcones -dijo de repente-. ¿Tenéis derecho a cazar como los señores?
El otro se ahogó con su cubilete.
-Cazo con los señores de la comarca, cuando ellos tienen a bien convidarme -respondió vivamente.
De nuevo trató de cambiar el curso de la conversación, y añadió, por decir algo:
-Viajáis mucho, según me parece, señor Baglioní.
-Mucho, en efecto -respondió Guccio con despreocupación-. Vengo de Italia, donde he llevado a cabo un asunto por cuenta del rey acerca de la reina de Nápoles.
Portefruit se acordó de que, en su primer encuentro, volvía de realizar una misión cerca de la reina de Inglaterra. Debía de ser muy poderoso aquel joven que parecía destinado a servir de enviado ante las reinas. Además, siempre sabía lo que hubiera sido preferible que no se supiera...
-Señor Portefruit, los empleados de la factoría que mi tío posee en Neauphle se hallan reducidos a la miseria. Los he encontrado muertos de hambre, y me han asegurado que no pueden comprar nada -declaró súbitamente Guccio-. ¿Cómo explicáis vos que en un país tan asolado por la miseria, impongáis diezmos en especie y permitáis tomar y embargar todo cuanto queda por aquí de comer?
-¡Ah! Señor Baglioní, es un enojoso asunto para mí, y me causa un gran dolor, os lo juro. Pero debo obedecer órdenes de París. Me obligan a enviar cada semana tres carretas de víveres, como a todos los prebostes de por aquí, porque monseñor de Marigny teme un motín y quiere tener en sus manos a la capital. Como siempre, el campo es el que sufre.
-Y cuando vuestros sargentos recogen lo necesario para llenar tres carretas, toman también lo suficiente para llenar otra, que guardáis para vos.
La angustia refluyó al corazón del preboste. ¡Ah, qué almuerzo más penoso!
-¡De ningún modo, señor Baglioni, de ningún modo! ¿Qué estáis pensando?
-¡Vamos, vamos, preboste! ¿De dónde proviene todo esto? -exclamó Guccio mostrando la mesa-. Que yo sepa, los jamones no caen por la chimenea. Y vuestros sargentos no tendrían tan buen aspecto si sólo lamieran la flor de lis de sus bastones.
«De haberlo sabido», pensó Portefruit, «no lo habría tratado tan bien».
-Es que, sabéis -respondió-, si se quiere el orden en el reino, es preciso alimentar decentemente a los que han de mantenerlo.
-De seguro -dijo Guccio-, de seguro. Habláis muy razonablemente. Un hombre sobre el que pesa tan alto cargo como el vuestro no debe pensar como el común de las gentes, ni obrar de la misma manera.
De pronto, Guccio empleó un tono de aprobación, amigable, y parecía estar enteramente de acuerdo con el punto de vista del interlocutor. El preboste, que había bebido a placer, para darse ánimo, cayó en la trampa.
-Ocurre como en el asunto de las tasas de impuestos -prosiguió Guccio.
-¿Las tasas? -repitió el preboste.
-¡Sí, las tasas! Las tenéis en arriendo; ahora bien, habeis de vivir, tenéis que pagar a vuestros empleados. Por ello, for zosamente debéis descontar más de lo que os exige el Tesoro. ¿Cómo lo hacéis? Dobláis las tasas, ¿no es eso? Es lo que hacen, según tengo entendido, todos los prebostes.
-Poco más o menos -dijo Portefruit dejándose ganar por la confianza, porque creía tener ante él a uno que estaba enterado del asunto-. Nos vemos obligados a ello. Primero, para conseguir mi cargo tuve que untar la mano a un secretario de Marigny.
-¿Un secretario de Marigny? ¿De verdad?
-Claro, y continúo mandándole una bonita bolsa cada San Nicolás. Además debo repartir con mi recaudador, sin hablar de lo que me regatea el bailo que está por encima de mí. Con lo que, al fin de cuentas...
-No os queda nada para vos mismo, lo comprendo... Entonces, preboste, me vais a ayudar, y yo voy a proponeros un convenio en el que no saldréis perjudicado. Necesito alimentar a mis empleados. Cada semana les entregaréis en sal, harina, habas, miel y carne fresca o curada lo que necesitan para alimentarse. Ellos os lo pagarán al mejor precio de París y además con un aumento de tres sueldos por libra. Incluso puedo dejaros de adelanto veinte libras -dijo haciendo sonar su bolsa. El tintineo del oro acabó por adormecer la desconfianza del preboste. Discutió un poco, por
pura fórmula, los pesos y los precios. Se admiraba de las cantidades pedidas por Guccio.
-Vuestros empleados son tres solamente. ¿Necesitan tanta miel y tanta ciruela? ¡Oh, si, se la puedo entregar!
Como Guccio quería llevar al instante algunas provisiones, el preboste lo condujo a su despensa, que más bien parecía un almacén.
Una vez que había hecho el trato, ¿para qué disimular? Incluso experimentaba cierta satisfacción enseñando impunemente, creía él, sus tesoros alimenticios. Con la cara redonda, la nariz hacia arriba y los brazos cortos, se movía entre los sacos de lentejas y de guisantes secos, olía sus quesos, acariciaba con la mirada sus ristras de salchichas. Aunque había pasado dos horas en la mesa, parecía que el apetito le hubiera vuelto de nuevo.
«Este bribón merecía que vinieran a saquearlo a horcazos y a bastonazos», pensaba Guccio. Un criado preparó un gran paquete de vituallas que envolvió en un lienzo para disimularlo, y que Guccio hizo acoplar en su silla.
-Y si por ventura -dijo el preboste acompañándolo- os hiciera falta algo en París...
-Os lo agradezco, preboste, lo tendré presente; pero sin duda, no tardaréis en verme de nuevo. De todos modos estad seguro de que hablaré de vos como merecéis.
A continuación, Guccio partió para Neauphle y entregó a los empleados, aturdidos y con la boca que se les hacía agua, el ansiado botín.
-Así, cada semana -les dijo-. Está convenido con el preboste. De lo que os entreguen, haréis dos partes; una para vosotros, y la otra que vendrán a buscar de Cressay, o que vos les llevaréis con todo secreto. Mi tío se interesa mucho por esta familia, que es mejor de lo que aparenta; cuidad que no les falte nada.
-¿Deben pagar al contado o bien será preciso añadir a su cuenta? -preguntó el jefe de la factoría. -Haréis una cuenta aparte que yo vigilaré.
Diez minutos más tarde, Guccio llegaba a la casa solariega y ponía a la cabecera de María de Cressay, miel y frutos secos y confitados.
-He dado a vuestra madre cerdo salado, harina... Los ojos de María se llenaron de lágrimas.
-¿Cómo habéis podido...? messire Guccio. ¿Sois mago? ¡Miel, oh, miel!
-Mucho más haría con tal de veros recuperar las fuerzas, y por el gozo de ser amado por vos. Cada ocho días recibiréis otro tanto... Creedme -añadió sonriendo-, esto es menos difícil que encontrar un cardenal en Aviñón.
Esto le recordó que no había ido a Cressay solamente para alimentar a hambrientos. Como estaban solos, aprovechó la ocasión para preguntar a María si el depósito que le había confiado el pasado otoño seguía en el mismo escondrijo de la capilla.
-Yo no lo he tocado -respondió ella-. Sentía gran inquietud de morir sin saber lo que debía hacer con él.
-No os apuréis más, voy a recogerlo. Y, por favor, si me amáis, no penséis más en la muerte. -Ahora no -dijo ella sonriendo.
El la dejó saboreando la miel a cucharaditas, con aire de éxtasis.
«¡Todo el oro del mundo, todo el oro del mundo por ver feliz esa cara! Vivirá, estoy seguro. Está enferma de hambre; pero sobre todo está enferma de mí», pensó con la bella fatuidad de la juventud. Cuando bajó a la gran sala, le dijo a doña Eliabel que había traído de Italia excelentes
reliquias, muy eficaces, y que deseaba rezar ante ellas, en la soledad de la capilla, para obtener la curación de María. La viuda se maravilló de que aquel joven tan afectuoso, tan desenvuelto y tan hábil, fuera al mismo tiempo tan piadoso.
Guccio, tras recibir la llave, fue a encerrarse en la capilla; detrás del pequeño altar, encontró sin dificultad la piedra que giraba sobre si misma, la quitó, y entre la polvorienta osamenta de un lejano señor de Cressay, encontró el estuche de plomo que contenía además del duplicado de las cuentas del rey de Inglaterra y de monseñor de Artois, el recibo firmado por Marigny el arzobispo. «He aquí una buena reliquia para curar el reino», se dijo.
Volvió a poner la piedra en su lugar, la recubrió de un poco de polvo, y salió, adoptando un aire devoto.
En seguida, tras los abrazos, las gracias y los buenos deseos de la castellana y de sus hijos, emprendió el regreso a París.
Aún no había pasado el Mauldre, cuando los Cressay se precipitaron a la cocina.
-Esperad, hijos míos, esperad a que os prepare una comida-dijodoñaEliabel. Pero no pudo evitar que los dos hermanos cortaran gruesas lonchas de embutido.
-¿No os parece que Guccio está enamorado de María, para preocuparse tanto por nosotros? -dijo Pedro de Cressay-. No nos reclama la deuda ni los intereses, y por lo contrario, nos colma de regalos.
-Pues no -respondió doña Eliabel-. Nos aprecia a todos, eso es, y se honra con nuestra amistad. -No sería mal partido -prosiguió Pedro.
Juan, el mayor, gruñó profundamente. Para él, como jefe de la familia, conceder la mano de su hermana a un Lombardo, chocaba con todas las tradiciones de nobleza.
-Si esa fuera su intención, yo jamás...
Pero como tenía la boca llena no acabó de expresar su pensamiento. Y es que ciertas circunstancias adormecen un momento los escrúpulos y los principios; y Juan, masticando, se quedó pensativo.
Entretanto Guccio, cabalgando hacia París se preguntaba si no había hecho mal al marcharse tan pronto y no aprovechar la ocasión para pedir la mano de María.
«No, no hubiera sido delicado. No se presenta semejante petición a gente hambrienta. Parecería que quería aprovecharme de su miseria. Esperaré que María esté buena.»
En realidad, le había faltado valor para decidirse y buscaba excusas a su falta de audacia. La fatiga, a la caída del día, le obligó a detenerse. Durmió unas horas en Versalles, pueblecito triste y aislado entre insalubres pantanos. Los campesinos, también allí, se morían de hambre. A la mañana siguiente llegó a la calle de los Lombardos; inmediatamente se encerró con su
tío, al cual contó, indignado, todo lo que acababa de ver. Una hora larga duró su relato, que maese Tolomei escuchó calmosamente, sentado ante el fuego.
-¿He hecho bien con la familia Cressay? ¿Lo apruebas, verdad, tío?
-Cierto, cierto, lo apruebo. Y tanto más de buen grado cuanto que nada sirve discutir con un enamorado... ¿Has traído el recibo del arzobispo? -preguntó Tolomei.
-Desde luego, tío -respondió Guccio tendiéndole el estuche de plomo.
-Así, pues, tú me aseguras que ese preboste -prosiguió Tolomei- ha declarado él mismo que percibe el doble de las tasas, de lo cual entrega una parte a un secretario de Marigny? ¿Sabes tú a quién?
-Puedo saberlo. Ese Portefruit me tiene ahora por muy amigo suyo.
-¿Y afirma que los otros prebostes hacen otro tanto?
-Sin duda. ¿No es una vergüenza? Comercian con el hambre, y engordan como puercos mientras a su alrededor el pueblo se muere. ¿No debería ponerse todo esto en conocimiento del rey? El ojo izquierdo de Tolomei, ojo que nadie veía nunca, se abrió bruscamente, y todo su
rostro tomó una expresión distinta, a la vez irónica e inquietante. Al mismo tiempo, el banquero se frotaba, lentamente, sus manos gordas y puntiagudas.
-¡Está bien! Me has traído muy buenas noticias, mi pequeño Guccio; muy buenas noticias dijo sonriendo.
ESTÁS LEYENDO
Los reyes malditos II - La reina estrangulada
Historical FictionDERECHOS RESERVADOS A MAURICE DRUON