El Turbulento celebra su primer Consejo
Durante dieciséis años, Marigny se había sentado en el Consejo privado, siete de ellos a la derecha del rey. Durante dieciséis años, había servido al mismo príncipe y para hacer prevalecer la misma política. Durante dieciséis años, estuvo seguro de contar con amigos fieles y subordinados diligentes. Pero aquella mañana, en el momento de pisar el suelo de la Cámara del Consejo, supo que todo había cambiado.
Alrededor de la larga mesa, había aproximadamente el mismo número de personas que de costumbre; la chimenea crepitaba y expandía por la pieza el mismo olor familiar de encina quemada. Pero los sitios estaban distribuidos de otra forma, u ocupados por nuevos personajes.
Aparte de los miembros por derecho o tradición, tales como los príncipes de sangre o el condestable Gaucher de Châtillon, Marigny no veía ni a Raúl de Presles ni a Nicolás le Loquetier ni a Guillermo Dubois, legistas eminentes, y fieles servidores de Felipe el Hermoso. Habían sido reemplazados por hombres tales como Esteban de Mornay, canciller del conde de Valois o Berardo de Mercoeur, gran señor turbulento y, desde años, uno de los más hostiles a la administración real. En cuanto a Carlos de Valois, él mismo se había asignado el puesto habitual de Marigny.
De los viejos servidores del rey de hierro sólo quedaba, aparte del condestable, el exchambelán Hugo de Bouville, sin duda porque pertenecía a la alta nobleza. Los consejeros de la burguesía habían sido eliminados.
Marigny se percató de un golpe de vista de la intención de ofensa y desafío que demostraban la composición y disposición de tal Consejo. Permaneció inmóvil un momento, la mano izquierda sobre la vuelta de su ropa, bajo el amplio mentón, y el brazo derecho cerrado sobre un fajo de documentos, como si pensara: «¡Vamos! ¡Tendremos pelea! », y reunía sus fuerzas.
Luego, dirigiéndose a Hugo de Bouville, le preguntó alzando la voz para que todos le oyeran: -¿Está enfermo messire de Presles? ¿Se hallan indispuestos los señores de Bourdenai, de
Briançon y Dubois que no veo a ninguno de ellos? ¿Se han excusado por su ausencia? El corpulento Bouville vaciló un instante y respondió, bajando los ojos:
-Yo no he sido el encargado de reunir el Consejo. Ha sido messire de Mornay quien se ha ocupado de todo.
Inclinándose sobre el asiento del que acababa de apropiarse, Valois dijo entonces, con insolencia apenas disimulada:
-No habréis olvidado, messire de Marigny, que el rey cita el Consejo que quiere, como quiere, y cuando quiere. Es derecho de soberano.
Marigny estuvo a punto de responder que si el rey tenía, en efecto, el derecho de convocar el Consejo que le agradara, también tenía el deber de elegir hombres que entendieran los asuntos, y que la competencia no se adquiría de la noche a la mañana. Pero prefirió reservar sus fuerzas para mejor ocasión y se instaló, aparentemente tranquilo, frente a monseñor de Valois, ocupando el asiento que habían dejado vacío a la izquierda de la silla real.
Abrió su bolsa de documentos y sacó pergaminos y tablillas, que colocó delante de sí. Sus manos contrastaban, por su nerviosa finura, con la pesadez de su persona. Buscó maquinalmente bajo el tablero de la mesa el gancho del que ordinariamente colgaba su bolsa; no lo encontró y reprimió un movimiento de irritación.
Valois conversaba con aire misterioso, con su sobrino Carlos de Francia. Felipe de Poitiers leía, acercándose a sus ojos miopes, un escrito que le había entregado el condestable, referente a uno de sus vasallos. Luis de Evreux callaba. Todos iban vestidos de negro; solamente monseñor de Valois, a pesar del luto de la corte, iba vestido más lujosamente que nunca. El terciopelo negro de su vestido estaba ricamente guarnecido e iba adornado con bordados de plata y con colas de armiño que le hacían parecer un caballo de pompas fúnebres. No tenía papeles delante de él, ni nada para tomar notas. Dejaba a su canciller Esteban de Mornay el oficio subalterno de leer y de escribir; él se contentaba con hablar.
Se abrió la puerta que daba a las habitaciones reales y Mathieu de Trye anunció:
-Messires, el rey.
Valois se levantó el primero, con una deferencia tan marcada que resultó majestuosamente protectora. El Turbulento dijo:
-Excusad, messires, mi retraso...
Inmediatamente se interrumpió, contrariado por aquella tonta declaración. Había olvidado que era rey, y que le tocaba entrar el último en el Consejo. Se sintió de nuevo embargado por la angustia, como la víspera en Saint Denis y como la noche pasada en el lecho paterno.
Había llegado el momento de mostrarse rey. Pero la prestancia real no es cosa que se adquiera milagrosamente. Luis, con los brazos caídos, enrojecidos los ojos, no se movía; se olvidaba de sentarse y de hacer sentar al Consejo.
Pasaban los segundos y el silencio se hacía penoso.
Mathieu de Trye tuvo el gesto preciso; acercó ostensiblemente la silla real. Luis se sentó y murmuró:
-Sentaos, messires.
Recordó a su padre en este mismo lugar y adoptó maquinalmente su postura: poniendo las dos manos extendidas sobre los brazos del sillón. Esto le dio un poco de seguridad. Volviéndose entonces al conde de Poitiers, le dijo:
-Hermano mío, mi primera decisión os concierne. Cuando acabe el luto de la corte, os conferiré la dignidad de par por vuestro condado de Poitiers, a fin de que os contéis entre los pares y me ayudéis a llevar el peso de la corona.
Luego dirigiéndose a su hermano segundo:
-A vos, Carlos, os concederé en feudo y usufructo el condado de la Marche, con los derechos y patrimonio consiguientes.
Los dos príncipes se levantaron y fueron uno a cada lado del asiento real, a besar cada uno una mano de su hermano mayor, en señal de gratitud. Estas medidas no eran excepcionales ni inesperadas. Era costumbre hacer par al primer hermano del rey; por otro lado, se sabía desde hacía mucho tiempo, que el condado de la Marche, rescatado de los Lusignan por Felipe el Hermoso, iría al joven Carlos.4
Monseñor de Valois se regodeaba como si la iniciativa hubiera partido de él; dirigió a ambos príncipes un leve gesto que quería decir: «Ya veis cuánto he trabajado por vosotros.»
Pero Luis X, por su parte, no estaba tan satisfecho, pues se había olvidado de comenzar por rendir homenaje a la memoria de su padre y de hablar de la continuidad del poder. Las dos bellas frases que había preparado, salidas del corazón, no sabía cómo meterlas ahora.
Pronto volvió a pesar el agobiante silencio. Era demasiado evidente que alguien faltaba en esta asamblea: el muerto.
Enguerrando de Marigny miraba al joven rey, esperando visiblemente que éste anunciara: «Señor, os confirmo en vuestros cargos de coadjutor y regente general del reino...»
Al no oir nada, Marigny lo dio por supuesto, y preguntó:
-¿De qué asuntos desea el rey ser informado? ¿De los ingresos de ayudas y tasas, del estado del Tesoro, de las decisiones del Parlamento, de la penuria que aflige a las provincias, de la posición de las guarniciones, de la situación en Flandes, de las reivindicaciones y demandas de las ligas baroniales de Borgoña y de Champaña?
Lo que claramente significaba: «Sire, he aquí las cuestiones de que me ocupo, amén de otras cuyo rosario podría desgranarse largo y tendido. ¿Os consideráis capaz de pasaros sin mí?»
El Turbulento se volvió hacia su tío Valois con una expresión que mendigaba apoyo.
-Messire de Marigny, el rey no nos ha reunido para esos asuntos -dijo el conde de Valois-. Los atenderá en otra ocasión.
-Si no se me advierte del objeto del Consejo, monseñor, yo no puedo adivinarlo -respondió Marigny. -El rey, señores -prosiguió Valois sin dar la menor importancia a la interrupción-, desea oir
nuestra opinión sobre el primer cuidado que, como sabemos, le compete: el de su descendencia y la sucesión al trono.
-Precisamente es eso, señores -dijo el Turbulento, esforzándose en dar un tono de grandeza. Mi primer deber es proveer la sucesión del trono, y para esto me hace falta una mujer...
Después se quedó cortado. Valois reemprendió:
-El rey considera, por consiguiente, que debe, desde este momento, aprestarse a volver a tomar esposa, y su atención se ha centrado en doña Clemencia de Hungría, hija de Carlos Martel y sobrina del rey de Nápoles. Deseamos oír vuestro consejo antes de enviar una embajada.
Este «deseamos» sorprendió desagradablemente a algunos miembros de la asamblea. ¿Era pues Monseñor de Valois quien reinaba?
Felipe de Poitiers inclinó la cabeza hacia el conde de Evreux.
«¡He aquí, pues» -dijo en voz baja- «por qué se ha comenzado por acariciarme el oído con la dignidad de par!»
Luego, en voz alta:
-¿Cuál es el parecer de messire de Marigny sobre este proyecto? -preguntó.
Al decir esto, cometía a sabiendas una gran incorrección con su hermano mayor, pues era el rey, y solamente él, quien invitaba a los consejeros a emitir su opinión. Nadie se hubiera atrevido a semejante falta en un Consejo del Rey Felipe. Pero ahora todos parecían mandar, y puesto que el tío del nuevo rey se daba aires de dominar el Consejo, bien podía el hermano tomarse la libertad de hacer otro tanto.
Marigny adelantó un poco su macizo busto.
-Doña Clemencia de Hungría posee, con seguridad, elevadas cualidades para ser reina dijo-, puesto que el pensamiento del rey se ha fijado en ella. Pero aparte de ser la sobrina de monseñor de Valois, lo que es sobradamente suficiente para que la amemos, no veo con demasiada claridad lo que su alianza aportaría al reino. Su padre, «Charles»-Martel, murió hace tiempo, no siendo rey de Hungría más que de nombre; su hermano «Charobert» (a diferencia de monseñor de Valois, Marigny pronunciaba los nombres a la francesa-, logró por fin el año pasado, después de quince años de intrigas y de expediciones, ceñir esa corona magiar que no está demasiado segura en su cabeza. Todos los feudos y principados de la de Anjou están ya distribuidos entre esa familia tan numerosa que se extiende sobre el mundo como el aceite sobre el mantel. Pronto se creería que la familia de Francia no era más que una rama de la progenie de Anjou. De semejante matrimonio no se puede esperar ningún aumento de nuestros dominios, cosa que siempre deseó el rey Felipe, ni ayuda alguna para la guerra, si fuera necesaria, pues todos esos príncipes lejanos tienen bastante quehacer con mantenerse en sus posesiones. En otras palabras, Sire, estoy seguro de que vuestro padre se habría opuesto a una unión cuya dote estaría formada por nubes más que por tierras.
Monseñor de Valois había enrojecido de cólera y su rodilla se agitaba con violencia bajo la sa. Cada frase de Marigny contenía una perfidia a su costa.
-¡Bonito juego el vuestro, señor de Marigny -exclamó-, haciendo hablar a los que ya están en la tumba! ¡Yo os responderé que la virtud de una reina vale más que una provincia! Las provechosas alianzas de Borgoña que vos urdisteis tan bien, no han sido tan ventajosas como para que vos podáis consideraros juez en la materia. Vergüenza y tristeza, eso son los resultados.
-¡Sí, eso ! -gritó bruscamente el Turbulento.
-Sire -respondió Marigny con un leve matiz de cansancio y desprecio-, vos erais todavía muy joven cuando vuestro enlace fue decidido por vuestro padre; y entonces monseñor de Valois no se mostraba tan opuesto a que se efectuara, ni tampoco después, ya que se apresuró a casar a su propio hijo con la hermana de doña Margarita, para aproximarse más a vos.
Valois acusó el golpe y el color de sus mejillas se acentuó marcadamente. El, en efecto, había creído muy hábil casar a Felipe, su primogénito, con la hermana menor de Margarita, que se llamaba Juana la Pequeña, o la Coja, porque tenía una pierna más corta que la otra.
-La virtud de las mujeres es cosa incierta, Sire; y su belleza, pasajera -prosiguió Marigny-, pero las provincias quedan. En este tiempo, se ha agrandado el reino más por bodas que por guerras. De este modo monseñor de Poitiers tiene el Franco-Condado; así...
-¿ Se va a pasar este Consejo escuchando las alabanzas que el señor de Marigny se prodiga a sí mismo, o bien se van a atender los deseos del rey? -dijo brutalmente el de Valois.
-Para hacerlo, monseñor -replicó Marigny, vivamente también-, sería conveniente al menos no soltar los perros antes que el ganado. Se puede soñar, para el rey, con todas las princesas de la tierra, y bien comprendo que la impaciencia lo consuma; sin embargo, es preciso comenzar por desligarlo de la esposa que tiene. Y no parece que el conde de Artois os haya traído de ChâteauGaillard la respuesta que esperabais. La anulación requiere, pues, que haya un papa...
-En ese papa que nos venís prometiendo desde hace seis meses, Marigny, pero que aún no ha brotado de ese cónclave fantasma. Vuestros enviados han hecho uso de tantas trapacerías y han forzado tanto a los cardenales en Carpentras que ¿stos han huido a campo traviesa con las sotanas remangadas, y no se les ha podido volver a encontrar. ¡En ese asunto no podéis hacer ostentación de vuestro genio! Si hubierais ordenado más moderación, y exigido un mayor respeto hacia los ministros de Dios, cosa que os es muy extraña, estaríamos menos preocupados.
-Hasta hoy he evitado que se eligiera un papa a hechura de los príncipes romanos, o de los de Nápoles, porque el rey Felipe quería precisamente un papa que fuera partidario de Francia.
Los hombres con voluntad de poder se mueven, ante todo, por el deseo de actuar sobre el universo, de originar los acontecimientos, y de haber tenido razón. Riqueza, honores y distinciones, no son otra cosa a sus ojos que instrumentos para su acción. Marigny y Valois eran de esta clase. Siempre se habían enfrentado, y sólo Felipe el Hermoso había podido mantener a raya a estos dos adversarios, sirviéndose lo mejor que podía de las cualidades militares del uno y de la inteligencia política del otro. Pero Luis X estaba sobrepasado por el debate, y totalmente imposibilitado de arbitrar. Monseñor de Evreux intervino, tratando de calmar los ánimos, y expuso una fórmula que
podía conciliar las dos posiciones.
-¿Si a cambio del matrimonio con la princesa Clemencia, obtenemos del rey de Nápoles que acepte para papa un cardenal francés?
-En tal caso, monseñor -dijo Marigny más pausadamente-, un acuerdo semejante tendría en verdad sentido; pero dudo mucho que se consiga.
-Nada arriesgamos con probar. Enviemos una embajada a Nápoles, si así lo desea el rey.
-No veo inconveniente, monseñor.
-Bouville, ¿qué aconsejáis? -dijo bruscamente el Turbulento para darse aire de volver a tomar las riendas de la discusión.
El grueso Bauville se sobresaltó. Había sido un excelente chambelán, atento administrador de la despensa y mayordomo exacto, pero era un hombre de cortos alcances, y Felipe el Hermoso apenas se dirigía a él, en Consejo, a no ser para mandarle que hiciera abrir las ventanas.
-Sire -dijo-, es una noble familia la que habéis elegido para tomar esposa. En ella se mantienen muy arraigadas las tradiciones de la caballería. Nos sentiríamos honrados de servir a una reina...
Se detuvo, interrumpido por una mirada de Marigny que parecía decirle: « ¡Me traicionas, Bouville!» Entre Bouville y Marigny había antiguos y sólidos lazos de amistad. Fue en casa del padre
de Bouville, Hugo II, que había de morir en Mons-en-Pévèle ante los ojos de Felipe el Hermoso, donde Marigny había empezado a servir en calidad de escudero, y a lo largo de su extraordinaria ascensión, se mantuvo siempre fiel al hijo de su primer señor.
Los Bouville pertenecían a la alta nobleza. El cargo de chambelán, si no el de gran chambelán, era para ellos casi hereditario desde hacía un siglo. Hugo III, sucesor de su hermano Juan, que a su vez había sucedido a su padre Hugo II, era por naturaleza y por atavismo, tan devoto servidor de la corona, y tan deslumbrado por la grandeza real, que cuando el rey le hablaba, no sabía más que aprobar. Nada importaba que el Turbulento fuera tonto y enredón; era el rey, y Bauville estaba dispuesto a volcar sobre él todo el celo que había testimoniado a Felipe el Hermoso.
Este celo recibió inmediatamente su recompensa: el Turbulento decidió que sería Bouville quien se encargaría de la embajada a Nápoles. Todos se sorprendieron, pero nadie se opuso. El conde de Valois, imaginándose que lo arreglaría todo por carta, creía que un hombre mediocre, pero dócil, era precisamente el embajador que le hacia falta. En cambio, Marigny pensaba: «Enviadlo, pues. Tiene tanta aptitud para negociar como un niño de cinco años. Ya veréis los resultados.»
El buen servidor, rojo hasta las orejas, se encontró así con el peso de una alta misión que no esperaba.
-No os olvidéis, Bouville, que necesitamos un papa -dijo el joven rey.
-Sire, no pensaré en otra cosa.
Luis X se puso autoritario de golpe. Hubiera deseado que su mensajero estuviera ya en camino, y prosiguió:
-Al regreso pasaréis por Aviñón, y procuraréis apresurar ese cónclave. Y puesto que los cardenales son, al parecer, gentes que se dejan sobornar, el señor de Marigny os proveerá de oro suficiente.
-¿Dónde encontraré ese oro, Sire? -preguntó este último.
-¡En el Tesoro, evidentemente!
-El Tesoro está vacío, Sire, es decir, en él no queda más que lo preciso para asegurar los pagos de aquí a San Nicolás, y esperar nuevos ingresos, nada más.
-¿Cómo, el Tesoro está vacío? -exclamó Valois-. ¡Y no lo habéis dicho antes!
-Yo quería comenzar por ahí -monseñor-, pero me lo habéis impedido.
-¿Y por qué, en vuestra opinión, está vacío?
-Porque, monseñor, los impuestos se cobran mal cuando hay que percibirlos de un pueblo hambriento. Porque los barones, como vos sabéis mejor que nadie, se niegan a pagar las ayudas a que se habían comprometido. Porque el empréstito hecho por las compañías lombardas se ha agotado pagando a los mismos barones las soldadas de la guerra con Flandes, esa guerra que vos recomendasteis tanto...
-...y que vos acabasteis antes de que nuestros caballeros se hubieran podido cubrir de gloria y nuestras finanzas sacaran provecho -exclamó el de Valois-. Si el reino no salió ganando con los apresurados tratados que concluisteis en Lille, me imagino que vos, Marigny, no corristeis la misma suerte, pues no tenéis la costumbre de olvidaros de vos en los convenios que realizáis. Yo lo he aprendido padeciéndolo en mi propia carne.
Con estas últimas palabras aludía a una permuta de sus respectivos señoríos de Gaillefontaine y de Champrond que habían efectuado cuatro años antes, a petición de Valois y en la cual éste se sentía engañado. Su enemistad provenía de esto.
-Ello no impide -dijo Luis X- que Bouville se ponga en camino cuanto antes.
Marigny no pareció haber oído las palabras del rey. Se levantó y todos tuvieron la certeza de que iba a suceder algo irreparable.
-Sire, desearía que monseñor de Valois aclarara lo que acaba de decir respecto a los tratados de Lille, a no ser que retire sus palabras.
Pasaron unos momentos de silencio absoluto en la Cámara del Consejo. Luego, Monseñor de Valois se levantó, haciendo oscilar las colas de armiño que le adornaban hombros y pecho.
-Yo digo a vuestra cara, señor de Marigny, lo que todos dicen a vuestra espalda, que los flamencos os pagaron para que hicierais retirar nuestro ejército y que vos os habéis quedado cantidades que debieron llegar al Tesoro.
Con las mandíbulas apretadas, el rostro lívido de cólera y los ojos desorbitados como mirando más allá de las paredes, Marigny parecía su estatua de la Galería Merciére.
-Sire -dijo- he oído hoy más de lo que un hombre de honor podría oír en toda su vida. Mis bienes proceden de las bondades de vuestro padre, de quien en todo fui servidor y segundo durante dieciséis años. Acabo de ser acusado en vuestra presencia de robo y de tratos con los enemigos del reino, y puesto que ninguna voz, ni la vuestra, señor, ante todo, se ha levantado para defenderme contra tal villanía, yo os ruego que nombréis una comisión que verifique mis cuentas, de las cuales soy responsable ante vos, y sólo ante vos.
Los príncipes mediocres no toleran a su alrededor más que a aduladores que les disimulen su mediocridad. La actitud de Marigny, su tono, su misma presencia, le recordaban demasiado evidentemente al joven rey que era inferior a su padre.
Luis X, dejándose llevar también de la cólera, gritó:
-¡Sea! Será nombrada esa comisión, messire, puesto que vos mismo lo pedís.
Con estas palabras, se apartaba del único hombre capaz de gobernar en su lugar, y de dirigir su reino. Francia iba a pagar durante muchos años este momento de mal humor.
Marigny cogió su bolsa de documentos, la llenó, y se dirigió hacia la puerta; su gesto aumentó la irritación del Turbulento, quien le lanzó:
-Hasta entonces guardaos de ocuparos de nuestro Tesoro.
-Yo me guardaré bien, Sire -dijo Marigny atravesando el umbral.
Y se oyó cómo sus pasos se alejaban por la antecámara. Valois saboreaba su triunfo, casi sorprendido por la rapidez con que lo había alcanzado.
-Habéis cometido un error, hermano -le dijo el conde de Evreux-, no se debe forzar a tal hombre ni de esa manera.
-He hecho exactamente lo que debía -replicó el de Valois-, y pronto me lo agradeceréis. Ese Marigny es un mal para el reino, y era necesario apresurarse en hacerle saltar.
-Entonces, tío -preguntó el Turbulento volviendo impacientemente a su única preocupación-, ¿cuándo haréis partir la embajada a la corte de Nápoles?
Inmediatamente después de que Valois le prometió que Bouville se pondría en camino aquella misma semana, levantó la sesión. Estaba descontento de todo y de todos, porque, en realidad, estaba descontento de sí mismo.
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Los reyes malditos II - La reina estrangulada
Historical FictionDERECHOS RESERVADOS A MAURICE DRUON