III

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Del lombardo al arzobispo

-¡Me habíais asegurado, tío -exclamó Luis el Turbulento, midiendo a grandes pasos nerviosos una de las salas de la mansión de Vincennes-, que no se trataba, esta vez, de acusar a Marigny, y lo habéis hecho! Esto es demasiado. Os habéis burlado de mí.
Al llegar al extremo de la pieza, se volvió bruscamente sobre sí mismo, y su manto corto que se había puesto en lugar del largo de ceremonia, giró en redondo a la altura de sus pantorrillas.
Carlos de Valois, sofocado aún por la lucha, y con el cuello destrozado, respondió.
-¿Qué otra cosa, sobrino, se podía hacer sino ceder a la cólera ante tamaña villanía? Parecía expresarse de buena fe, y él mismo se persuadía ahora de haber cedido a un impulso espontáneo, siendo así que su comedia estaba decidida desde hacía muchos días.
-Vos sabéis más que nadie que nos hace falta un Papa -prosiguió el Turbulento-, y también sabéis por qué no pudimos apartar a Marigny. ¡Bouville nos lo ha dicho de sobra!
-¡Bouville! ¡Bouville! Vos no creéis más que lo que os ha referido Bouville, que no ha visto nada ni comprende nada. El pequeño Lombardo que se envió con él para vigilar el oro me ha hecho saber más cosas que vuestro Bouville sobre los asuntos de Aviñón. Mañana podría ser elegido un Papa dis³puesto a declarar la anulación al día siguiente, si Marigny, sólo Marigny, no pusiera obstáculos por todos los medios. ¿Creéis vos que trabaja para apresurar vuestro asunto? Al contrario, lo retrasa, a su gusto porque sabe por qué razón lo mantenéis en su puesto. No quiere Papa angevino, ni que tengáis esposa angevina y mientras os traiciona en todo, asegura en su mano todos los poderes que le abandonó vuestro padre. ¿Dónde estaréis esta tarde, sobrino?
-He decidido no moverme de aquí -respondió Luis, arrogantemente.
-Entonces, antes de la noche os habré traído algunas pruebas que van a aplastar a vuestro Marigny, y espero que entonces acabaréis por ponerlo en mis manos.
-Os conviene que sea así, tío; porque de otro modo, tendréis que ateneros a vuestra palabra de no aparecer por la corte ni por el Consejo.
El tono de Luis X era de ruptura, Valois, muy alarmado por el giro que tomaban los acontecimientos, partió para París, llevando consigo a Roberto de Artois y a los escuderos que le servían de escolta.
-Ahora, todo depende de Tolomei -dijo a Roberto al su·bir al caballo.
Por el camino se cruzaron con el convoy de carretas que transportaban a Vincennes las camas, cofres, mesas y vajillas para la instalación del rey durante la noche.
Una hora más tarde, mientras Valois iba a su palacio para cambiarse de vestidos, Roberto de Artois irrumpía en la casa del capitán general de los Lombardos.
-Amigo banquero, ha llegado el momento de confiarme el escrito de que me habéis hablado y que denuncia los robos cometidos por el arzobispo Marigny. Ya sabéis: el bozal... Monseñor de Valois lo necesita inmediatamente.
-Inmediatamente, inmediatamente... ¡Qué bien!, monseñor Roberto. Me pedís que me desprenda de un arma que ya nos salvó una vez, a mí y a todos mis amigos. Si os sirve para derribar a Marigny, me alegro mucho. Pero si después, por desgracia, Marigny sigue en el poder, estoy perdido. Y además, he reflexionado mucho, monseñor...
A Roberto le hervía la sangre con esta conversación, pues Valois le había pedido que fuera diligente, y sabía lo que valía cada instante perdido.
-Sí, he reflexionado mucho -prosiguió Tolomei-. Las costumbres y ordenanzas de monseñor San Luis que están por restablecerse son excelentes de verdad para el reino; pero desearía que se exceptuaran las ordenanzas sobre los Lombardos, por las que primero fueron expoliados y luego desterrados de París. Aún no lo han olvidado. Nuestras compañías han tardado muchos años en levantar cabeza. Entonces, San Luis... San Luis... mis amigos estAn inquietos, y yo quisiera poder tranquilizarlos.
-Vamos, banquero, monseñor de Valois os lo dijo. El os sostiene yos protege.
-Sí, sí, con buenas palabras; pero desearíamos que todo eso quedara escrito. Así, hemos preparado un memorial para el rey, solicitando que confirme nuestros privilegios consuetudinarios; y en estos tiempos en que el rey firma todas las cartas que se le presentan, veríamos con buenos ojos que también firmara la nuestra. Después de lo cual, con mucho gusto, monseñor, os pondría en las manos el medio de hacer colgar, quemar o torturar, según vuestra elección, al menor o al mayor de los Marigny, o a ambos a la vez. Una firma, un sello; es cosa de un día, de dos a lo sumo. Ya lo hemos redactado.
El gigante descargó su mano sobre la mesa, y tembló cuanto había en la habitación.
-Ya habéis jugado bastante, Tolomei -exclamó-. Os he dicho que no podemos esperar. Dadme vuestra petición, yo me comprometo a hacérosla firmar; pero dadme al mismo tiempo el pergamino. Estamos del mismo lado y será necesario que por una vez tengáis confianza en mí.
-¿Monseñor de Valois no puede esperar un día?
-No.
-Eso significa que ha perdido mucho en el favor del rey y muy de improviso -dijo lentamente el banquero moviendo la cabeza-. ¿Qué ha sucedido, pues, en Vincennes?
Roberto le relató brevemente el desarrollo de la asamblea y sus consecuencias. Tolomei escuchaba moviendo todavía la cabeza. «Si Valois es apartado de la corte, pensaba, y Marigny se afirma en el poder, entonces adiós carta, franquicias y privilegios. El peligro ahora es grave...» Se levantó y dijo:
-Monseñor, cuando un príncipe enredador, como lo es el nuestro, se encapricha realmente de un servidor, ya se le pueden denunciar sus fechorías, él lo perdonará, le encontrará excusas y se unirá más a él cuanto más le haya engañado.
-A menos que se pruebe al príncipe que las fechorías han sido cometidas contra él. No se trata de denunciar al arzobispo, se trata de hacerlo cantar... el bozal a la nariz.
-Entiendo, entiendo. Queréis serviros de un hermano contra el otro. Puede resultar. El arzobispo, por cuanto ya sé, no tiene espíritu férreo... Bueno... Hay que correr el riesgo. Y entregó a Roberto de Artois el documento que Guccio había traído de Cressay. Juan de Marigny, aunque era arzobispo de Sens, vivía más frecuentemente en París, principal diócesis de su jurisdicción, y tenía reservada una parte del palacio episcopal. Allí fue, en una bella sala abovedada y entre perfume de incienso, donde lo sorprendió la súbita aparición del conde de Valois y de Roberto de Artois.
El arzobispo tendió a los visitantes la mano para que le besaran el anillo. Valois fingió no haber advertido el gesto y de Artois levantó hasta sus labios los dedos del arzobispo con tal descaro que se habría dicho que lo iba a arrojar por encima de su hombro.
-Monseñor Juan -dijo Carlos de Valois-, sería necesario que nos dijerais por qué motivo os oponéis, vos y vuestro hermano, tan obstinadamente a la elección del cardenal Duèze de Aviñón, de tal modo que ese cónclave parece realmente un colegio de fantasmas. Juan de Marigny palideció un poco y con voz plena de unción contestó:
-No comprendo vuestro reproche, monseñor, ni el motivo. Yo no me opongo a ninguna elección, y estoy seguro de que mi hermano hace lo que considera más conveniente para ayudar al rey, y yo mismo le sirvo en todo cuanto puedo, dentro de los limites de mi sacerdocio. Pero el cónclave depende de los cardenales y no de nuestros deseos.
-¿Así os lo tomáis? Está bien -exclamó Valois-. Pero, puesto que la Cristiandad puede pasarse sin Papa, ¡la archidiócesis de Sens tal vez podría pasarse también sin arzobispo!
-No comprendo vuestras palabras, monseñor, a no ser que estéis profiriendo una amenaza contra un ministro de Dios.
-¿Ha sido Dios, por casualidad, señor arzobispo, quien os ha mandado malversar ciertos bienes de los Templarios? -dijo entonces el de Artois-. ¿Y creéis que el rey, que también es representante de Dios en la tierra, puede tolerar en la sede episcopal de su principal ciudad a un prelado sin honradez? ¿Reconocéis esto? -concluyó el de Artois, poniéndole ante las narices el documento confiado por Tolomei.
-¡Es falso! -exclamó el arzobispo.
-Si es falso -replicó Roberto-, apresurémonos entonces a poner de manifiesto la verdad. ¡Presentad, pues, una demanda ante el rey para que se descubra el falsario!
-La majestad de la Iglesia no ganaría nada con ello...
-...y vos lo perderíais todo, según creo, monseñor.
El arzobispo se había sentado en un gran sillón. «No retrocederán ante nada», se decía. La fecha de su acto reprobable se remontaba a más de un año, y su beneficio ya había sido consumido. Dos mil libras que había necesitado... e iba a estar hundido toda su vida. El corazón le golpeaba agitado en el pecho y notaba que le corría el sudor bajo las moradas vestiduras.
-Monseñor Juan -dijo entonces Carlos de Valois-, todavía sois muy joven, y tenéis ante vos un gran porvenir en los asuntos de la Iglesia y del reino. Lo que hicisteis en aquella ocasión (tomó con altivez el pergamino de las manos de Roberto de Artois), es un error excusable en tiempos en que toda moral se deshace, y pienso que obrasteis bajo la influencia de malos ejemplos. Si no os hubieran obligado a condenar a los Templarios, no hubierais tenido ocasión de traficar con sus bienes. Sería una verdadera lástima que esta falta, que no es más que pecuniaria, apagara el brillo de vuestra posición y os obligara a desaparecer del mundo. Pues si llegara al Consejo de los Pares
o al tribunal de la Iglesia, os llevaría derecho, por mucho que nos pesara, a la celda de unconvento. Mi parecer, monseñor, es que habéis cometido una falta mucho más grave siguiendo los manejos de vuestro hermano contra los deseos del rey. Para mí, ésta es la falta que os reprocho ante todo, y si aceptáis denunciar este segundo error, yo os libraré del castigo del primero.
-¿Qué me exigís? -preguntó el arzobispo.
-Abandonad el partido de vuestro hermano, que ya no tiene ningún valor, y venid a revelar al rey Luis todo cuanto sabéis de sus criminales órdenes referentes al cónclave.
El prelado era blando de carácter. La cobardía se apoderó de él. El miedo ni siquiera le dejó tiempo para pensar en su hermano, al que se lo debía todo; no pensó más que en sí mismo, y esta ausencia de duda le permitió guardar cierta aparente dignidad en el aspecto.
-Habéis despertado mi conciencia -dijo-, y estoy dispuesto, monseñor de Valois, a redimir mi error en el sentido que me digáis. Sólo desearía que ese pergamino me fuera devuelto.
-Con mucho gusto -dijo el conde de Valois entregándole el documento-. Basta que el conde de Artois y yo mismo lo hayamos visto; nuestro testimonio vale ante todo el reino. Vos vais a acompañarnos al instante a Vincennes; un caballo os espera abajo.
El arzobispo hizo que le dieran su manto, sus guantes bordados y su bonete, y descendió con lentitud, majestuosamente, precediendo a los dos nobles.
-Jamás he visto -murmuró Roberto de Artois a Valois- a un hombre humillarse con tal altanería.

Los reyes malditos II - La reina estrangulada Donde viven las historias. Descúbrelo ahora