III

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El palacio de Valois
El rudo ajetreo que reinaba en la orilla izquierda, en el palacio de Marigny no era más que un suave vaivén en comparación con lo que pasaba en la orilla derecha, en el palacio de Valois. Allá, se cantaba victoria, se exaltaba el triunfo, y por poco ponen colgaduras en las ventanas.
«Marigny ya no tiene el Tesoro». La noticia, susurrada al principio, ahora se proclamaba a gritos. Todos sabían, y querían demostrar que sabían, comentaban, suponían, todo era un tejido de jactancias, de conciliábulos y de pedigüeñas lisonjas. El más bajo aspirante adoptaba autoridad de condestable, para maltratar a los pinches. Las mujeres mandaban con más exigencia, y los críos gritaban con más energía. Los chambelanes, dándose importancia, se transmitían solemnemente fútiles consignas, y hasta el más insignificante aprendiz del escritorio quería darse la importancia de un dignatario.
Las damas de compañía parloteaban en torno a la condesa de Valois, alta, seca, altiva. El canónigo Esteban de Mornay, canciller del conde, pasaba ante la concurrencia como un navío entre dos olas de cabezas inclinadas respetuosamente. Toda una «clientela» efervescente, agitada y cautelosa, entraba, salía, se pegaba al derrame de las ventanas, y daba su parecer sobre los asuntos públicos. El perfume del poder se había expandido por París y todos se apresuraban a olfatearlo de más cerca...
Así fue durante toda una semana. Venían fingiendo haber sido llamados o con la esperanza de serlo; pues monseñor de Valois, encerrado en su gabinete, se entregaba a verdaderas consultas. Incluso se había visto llegar, cual fantasma de otro siglo, y sostenido por un escudero de barba blanca, al viejo señor de Joinville, hecho una verdadera ruina y consumido por la edad. El senescal hereditario de Champaña, compañero de San Luis en la cruzada de 1248, y que se había constituido en su funcionario, tenía noventa y un años. Medio ciego, con los párpados húmedos, achacoso, y con el entendimiento debilitado, aportaba al Conde de Valois todo el prestigio de la antigua caballería y del viejo mundo feudal.
El grupo de los barones, por primera vez desde hacía treinta años lo sostenía; y cualquiera hubiera dicho, al contemplar el ajetreo de los que se apresuraban a llegar hasta él, que la corte no estaba en el palacio real sino en el de Valois.
Mansión de rey, por lo demás. No había viga en el techo que no fuera labrada, no había chimenea cuya campana monumental no se adornara con los escudos de Francia, de Anjou, de Valois, de la Perche, del Maine o de Romaña, y hasta de las armas de Aragón, o del emblema imperial de Constantinopla, pues Carlos de Valois había llevado, fugaz y nominalmente, la corona aragonesa y la del Imperio Latino de Oriente. En todas partes el pavimento desaparecía bajo alfombras de Esmirna; y las paredes, tras de tapices de Chipre. Las consolas y los aparadores sostenían relumbrante orfebrería de esmaltes y de plata sobredorada y labrada.
Pero detrás de esta fachada se escondía una lepra: el mal del dinero. Las tres cuartas partes de todas esas maravillas estaban empeñadas para cubrir el fabuloso gasto que se hacía en aquella casa. A Valois le gustaba aparentar. Con menos de sesenta comensales la mesa le parecía vacía; y con menos de veinte platos se creía reducido a una minuta de penitencia. Lo mismo que con los honores y los títulos, le sucedía con las joyas, vestidos, caballos, muebles y vajillas; necesitaba tener demasiado de todo para juzgar que tenía suficiente.
Todo el mundo a su alrededor se aprovechaba de este lujo. Mahaut de Châtillon, su tercera esposa, se dedicaba a acumular costosas ropas y adornos, y no había princesa en Francia que se exhibiera con tantas piedras y perlas. Felipe de Valois, su primogénito, habido de una Anjou-Sicilia, no cesaba de comprar armaduras paduanas, botas de Córdoba, lanzas de madera del Norte y espadas de Alemania. Ningún comerciante, que viniera a ofrecerle un objeto raro o suntuoso, y tuviera la habilidad de dar a entender que otro señor podía comprarlo, se volvía con su mercancía. Las bordadoras de la casa más otras que empleaban de la ciudad no bastaban para proveer de cotas de armas, oriflamas, alfombras de silla, caparazones, ropas del señor y sobrecotas de la señora. El escanciador robaba el vino; los escuderos, el forraje; los chambelanes, las velas; y el especiero, las especias. Como se robaba en la lencería, se hurtaba en las cocinas. Y esto no era más que lo de cada día. Porque el conde de Valois tenía que atender a otras necesidades.
Hombre prolífico, monseñor de Valois tenía innumerables hijas que le habían dado sus tres esposas. Las ya casadas habían obligado a Carlos a cargarse de deudas para que sus esponsales estuvieran a la altura de los tronos de cuyos aledaños provenían los yernos. Su fortuna se había evaporado en esta red de alianzas. Ciertamente, poseía inmensos dominios, los más grandes después del rey, pero los ingresos apenas cubrían los intereses de los préstamos. Los prestamistas se mostraban más difíciles de mes en mes. Si hubiera tenido menos urgencia en apuntalar su crédito, habría mostrado menos prisa en aferrarse a los negocios del reino.
Pero algunos combates dejan al vencedor en mayores dificultades que al vencido. Al echar mano al tesoro, Valois no agarraba más que viento. Los comisionados que había despachado a los prebostazgos y bailías a fin de recoger algunos fondos, volvían con la cara afligida. Se les habían adelantado los enviados de Marigny, y no quedaba ni un denario en los cofres de los prebostes, los cuales habían saldado los créditos hasta donde pudieron para presentar las «cuentas bien limpias».
Y mientras en la planta baja toda una multitud se calentaba y bebía a su costa, Valois, en su despacho, recibía visita tras visita, buscando los medios de alimentar no ya solamente sus arcas, sino también las del Estado.
Una mañana al final de aquella semana, estaba cerrado en su despacho con su primo Roberto de Artois y esperaban un tercer personaje.
-Y el banquero ese, ese Lombardo, ¿lo citasteis para esta mañana? -dijo Valois-. Os confieso que tengo alguna prisa en verlo.
-¡Claro! primo mío -respondió el gigante- y creed que mi impaciencia no es menor que la vuestra. Porque según la respuesta que os dé Tolomei, viejo bergante silos hay, pero que entiende un rato de finanzas, me propongo haceros una petición.
-¿Cuál?
-Los atrasos, primo mio, los atrasos de las rentas del condado de Beaumont, que me entregaron hace cinco años, para aparentar que me pagaban el Artois, pero de los cuales no me ha llegado ni el olor.8 Son ya más de veinte mil libras lo que se me debe, y Tolomei me presta sobre ello con usura. Pero puesto que ahora vos disponéis del Tesoro... Valois levantó las manos al cielo.
-Primo mio, -dijo- lo que apremia hoy es encontrar lo necesario para enviar a Bouville a Nápoles, porque el rey me martillea las orejas incesantemente sobre este viaje. Después, el primer asunto del que me ocuparé será el vuestro.
¿A cuántas personas, en los últimos ocho días, no les había hecho la misma promesa?
-...Pero la mala pasada que Marigny acaba de jugarnos, será la última, os lo prometo también -prosiguió-. Lo haré colgar, y vuestros atrasos los sacaremos de sus bienes. Porque ¿ adónde creéis que han ido a parar las rentas de vuestro condado? ¡...A su bolsa, mi querido primo, a su bolsa!
Y monseñor de Valois, paseando por la habitación, expelía una vez más sus quejas contra el coadjutor, lo cual era una manera de evitar preguntas.
A sus ojos, Marigny llegó a ser responsable de todo. ¿Se cometía un robo en París? La culpa era de Marigny que no controlaba su policía y que tal vez incluso se repartiría el botín con los malhechores. ¿Que un decreto del Parlamento perjudicaba a un gran señor? Marigny lo había dictado. Lo más grande y lo más pequeño: los caminos enfangados, la rebelión de Flandes, la escasez de trigo, todo tenía el mismo autor; todo, el mismo origen. El adulterio de las princesas, la muerte del rey, hasta el invierno precoz eran imputables a Marigny. ¡Dios castigaba al reino por haber aguantado a un ministro tan malvado!
El de Artois, ordinariamente tan ruidoso y charlatán, miraba a su primo en silencio y sin cansarse. Verdaderamente para cualquier persona cuyo carácter se originara de principios similares, monseñor de Valois tenía que ser fascinante.
¡Asombroso personaje aquel gran señor a la vez impaciente y tenaz, vehemente y tortuoso, valeroso físicamente, y débil ante la lisonja, animado siempre por ambiciones extremas, siempre lanzado a gigantescas empresas, y siempre fracasado por falta de justa apreciación de la realidad. La guerra era su elemento más que la administración de la paz.
A los veintisiete años, puesto por su hermano a la cabeza de los ejércitos franceses, asoló la Guyena, que se había sublevado; el recuerdo de aquella expedición lo dejó exaltado para siempre. A los treinta y uno, llamado por el Papa y por el rey de Nápoles para combatir a los Gibelinos * y para pacificar la Toscana, logró hacerse otorgar por el Papa las indulgencias de cruzado, y al mismo tiempo, los títulos de vicario general de la Cristiandad y de conde de la Romaña. Ahora bien, él empleó su «cruzada» para hacerse pagar rescate por los pueblos italianos, y arrancar sólo de los florentinos, doscientos mil florines de oro, por hacerles el honor de marcharse a pillar a otra parte.
* Las luchas entre güelfos, partidarios del Papa, y gibelinos, partidarios del Emperador, ensangrentaron una parte de la Italia medieval y particularmente la Toscana. El ilustre poeta Dante y el padre de Petrarca, que eran gibelinos, fueron desterrados de Florencia por carlos de valois.
Este gran señor megalómano tenía temperamento de aventurero, comportamiento de advenedizo y aspiración de fundador de dinastía. Ningún trono en el mundo se hallaba vacante, ningún cetro libre, sin que inmediatamente Valois tendiera la mano, y siempre sin éxito. Ahora, pasados los cuarenta años, se lamentaba:
-¡No me he gastado tanto, más que para perder mi vida! ¡No he tenido suerte!
Es que recordaba entonces todos sus sueños fracasados: sueño de Aragón, sueño del reino de Arlés, sueño bizantino, sueño alemán, y aún añadía la gran ilusión de un gran reino que se hubiera extendido de España al Bósforo, igual que años antes el mundo romano bajo Constantino.
Había fracasado en dominar al mundo. Le quedaba al menos Francia para desplegar su turbulencia.
-¿Creéis, verdaderamente, que aceptará vuestro banquero? -preguntó inesperadamente al de Artois.
-Desde luego; exigirá garantías; pero aceptará.
-¡Ya veis, primo, a qué me veo reducido! -exclamó con desesperación fingida-. ¡A depender de la buena voluntad de un usurero sienés para poder comenzar a poner algo de orden en este reino!

Los reyes malditos II - La reina estrangulada Donde viven las historias. Descúbrelo ahora