Capítulo 16

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A/N: Aviso, antes de empezar esta segunda parte, de que es una historia cargada de mucho dolor. Tendréis que ser valientes para conocer las peripecias de los personajes, los nuevos y los viejos. Y si no os rendís antes de tiempo, os esperará un final apoteósico.

SEGUNDA PARTE

La vida parece no necesitarnos para actuar o decidir con voluntad propia y total- Es capaz de elegir y esculpir nuestro camino sin ni siquiera consultarnos, pero de alguna extraña forma nosotros siempre tenemos libertad para elegir; como si ella supiera cómo vamos a actuar. Es definitivamente raro, pero algún día, sin esperarlo, sin darte cuenta, notas que de tu cuerpo tira una fuerza externa a ti y comienza a llevarte. Intentas resistirte, intentas permanecer en tu lugar; pero en cuanto el rastro de tus uñas queda grabado en la tierra mientras te arrastra, tiendes a concienciarte de dónde acabarás, y como por razón instintiva, comprendes que ese es el lugar en el que tienes que estar.

París en otoño era una de las cosas más hermosas que uno puede ver en vida. Los parques de alrededor quedan vacíos y los caminos forjados y cubiertos por hojas amarillas, anaranjadas y rojas. Podía escuchar las ramas craquear bajo mis pisadas mientras miraba el fuego cayendo de las ramas de los árboles. Bermellón. Qué hermoso color. Me traía recuerdos felices que no sabía si me hacían sonreír o me sacaban una lágrima. Me senté en un banco y le di un sorbo al café. Hace ya mucho tiempo que decidí dejar de pensar en Ella. Hace muchísimo tiempo, dos años, quizás más. Hace ya mucho tiempo, más o menos dos años, que cada mañana al abrir los ojos veo su rostro y casi puedo oler sus rizos haciéndome cosquillas en la nariz. Pienso que puedo recordar ese olor, pero es solo una proyección. Perdí el don de saber cómo huele, pero sí que sé cómo me hace sentir ese olor, y creo que es suficiente.

Decidí venir a Europa antes de que mis planes cambiaran; pero finalmente lo conseguí. Y siempre me imaginé viviendo en algún suburbio de París, dedicándome a lo que solía dedicarme cuando aún no soñaba. Pero en tu vida siempre aprendes cosas, y soñar es algo muy especial que no cualquiera puede enseñarte. A mí me enseñó Ella. Sé que dije que no volvería a pensarla, pero es que para que eso sea posible haría falta que un camión rodara sobre mi cabeza. Cuando aprendí a soñar ya jamás pude desaprenderlo. Quiero decir, todos nuestros sueños se esfumaron en un minuto de reloj, pero yo aún podía hacerlo. Y aunque Ella no está a mi lado, aún sueño. Y hoy, en vez de vivir en París, vivo en Marsella.

Para mi trabajo no se necesita mucho talento, pero sí mucho tiempo libre, que es lo que yo tengo desde que no me relaciono en exceso. Bueno, al fin y al cabo alguna vieja costumbre tenía que conservar. A veces regalo sonrisas a desconocidos que me sirven el café o que me venden el tabaco, pero ahí acaba para mí la sociedad. Es que para mí la sociedad no existe; es una simple ilusión de lo que quiero y que perdí por voluntad propia. Aún no sé si enorgullecerme u odiarme por aquello. La sociedad es un mito, y cuanto antes lo aprendas, más dolor te ahorras. Lo curioso es que necesitas mucho dolor para aprenderlo. Hay algunas necesidades que solo la sociedad puede cumplir, pero no es más que eso, un instrumento. Tienes que pedir lo que quieres comprar, tienes que sonreír a quien tienes que convencer, y tienes que escuchar a quien quieres meterte en la cama. Y a veces viene bien.

Nadie sabe cómo llegué aquí; ni de dónde vengo. Solo yo, y a veces me resulta difícil evocarlo con exactitud. Pero puedo intentarlo; me lo debo. Llevo muchos meses sin tenerlo en mente, y me vendría bien pensar en lo oportuna que fui, en lo astuto que se vuelve uno cuando todo lo que le importa está en juego.

Christopher era el único que permanecía conmigo cuando todos los demás estaban en la cámara acorazada, ciegos y maniatados. Cuando mi discurso acabó con una Oda al amor, colgué el teléfono y lo cubrí con la bolsa opaca tras esposarlo. Lo llevé al encuentro del resto de rehenes y agarré del brazo al tipo más flaco y escuálido que encontré. Le quité las ataduras de las muñecas y lo vestí con mi ropa sin descubrirle la cabeza. Sobre la bolsa coloqué mi pasamontañas y lo llevé hasta el mostrador, el pobre condenado no se atrevía ni a hacer preguntas. Respiraba con dificultad, parecía asfixiarse bajo la gruesa capa de tejido con el que había ocultado su rostro. Me escondí tras él para resultar invisible al exterior y le pedí que diera diez pasos hacia adelante, contara hasta trece y alzara las manos. Apresé mis manos bajo sus esposas deprisa, y, cuando lo vi detenerse, volví a la cámara acorazada, conté hasta trece, y apreté el botón. La bomba estaba junto con las pertenencias de los rehenes y arrasó con todo, menos con los que estaban protegidos tras el blindaje de la cámara.

La especialistaWhere stories live. Discover now