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Fue uno de esos días que sientes raros, el cuello de la camisa pica, el pantalón se desajusta o simplemente te dejas de sentir tú mismo.

No le di importancia y dejé que el reloj me consumiera por completo. Mi novia llegó con malas noticias y aunque no quería darme más trabajo insistí en ayudarla, decidimos marcharnos del ambiente estresante de la oficina y trabajamos en mi hogar.

Por horas nos concentramos en el proyecto, separados éramos buenos, pero juntos, juntos éramos invencibles. No había gigante que no supiéramos vencer, o eso siempre creímos.

Marisa se había quitado los zapatos, se había aflojado la blusa y la forma en que mordisqueaba sus labios mientras leía llevaba horas volviendome loco.
Cuando me di cuenta la tenía debajo de mí haciéndose mantequilla, la besé por todos los minutos que no lo había hecho y siempre sentí que salí debiendo.

Nos relajamos en la alfombra, nos olvidamos del mundo y creamos el nuestro. Susurramos mil historias, le hablé con besos y ella me respondió con rasguños; jamás terminaría mi viaje al centro de Marisa y a decir verdad no quería hacerlo.

Se quedó esa noche en casa y al buscar una playera para dormir encontró un osito que olía a mí, pero que me recordaba otro aroma, a otra chica.

Un muñeco ajeno a nuestra historia.

—¿Y esto? —preguntó entrando a la cocina.

Casi me dio un infarto ahí mismo, los caminos de ellas jamás debían coincidir. 

Al diablo el Área 51, quién carajos mató a Kennedy o si el hombre nunca llegó a la luna, ellas eran ese secreto que nadie debía develar, por su bien y por el mío. 

Sonreí, como si no estuvieran llevando los mil demonios y pensé una respuesta que tapara aquella grieta que comenzaba a formarse.

Me creí lo suficientemente astuto, pero la vida apenas comenzaba a demostrarme lo contrario...

Las chicas de IzanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora