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Quería cargarme al mundo entero. Hundirlo y hundirme yo con el. Quería gritar y sacarme la rabia a puñetazos. Correr sin voltear atrás. Quería morirme por segunda vez en mi vida. Despertar un día antes de cruzar con ellas y girar en dirección contraria.

Tenía un puñado de incertidumbre entre las manos, como si la mochila cargada de problemas no pesará demasiado.

¿Así jugaba Dios?

¿Por qué de pronto el infierno no me parecía tan malo?

Quería salir, tallar mi rostro hasta arrancarlo y quedar irreconocible. Por qué poco a poco dejaba de ser Izan y me convertía en la peor versión de mi mismo.

En un Izan que daría lo que fuera con tal de no estar en ese hospital.

Cuando quise soltar su mano con el pretexto de ir por un café, Marisa no lo permitió.

—No te vayas—dijo, y comenzó a dejarme instrucciones. La cuenta en el banco, el seguro de vida para cobrar, las joyas que tenía en casa, la ropa que estaba acomodada en cajas mes por mes. Las cartas que le había escrito a su hijo en cada cumpleaños.

Se despedía. Y con cada palabra el estómago se me revolvía y subía hasta la cabeza que comenzaba a colapsar.

—¡Basta! Escúchame bien, vas a estar en ese quirófano y vas a luchar por tu vida cada segundo que permanezcan ahí. Vas a tener que ser valiente y conocerás a tu bebé cuando salgas. No te permitidas ser débil hasta que abras de nuevo los ojos y regreses a mi. ¡Lo oíste! —le suplique con los ojos llenos de impotencia, me negaba a perder a otras de mis chicas así—. Te prohíbo dejarme solo, Marisa. No sé hacerlo sin ti.

—Eres un desastre cambiando pañales— respondió con una sonrisita.

—Lucha, mi vida, lucha.

Estuve a su lado hasta el último segundo que se me permitió, no me quite de la sala de espera hasta que un doctor salió a darnos noticias.

Su padre y yo nos abrazamos cuando dijeron que el bebé había nacido sano. Dos kilos, ochocientos gramos de pura felicidad.

Lo tendrían en observación mientras la cirugía de Marisa continuaba.

Me permitieron ver a mi bebé por cinco minutos. Le harían una serie de análisis, pero hasta el momento todo era positivo en torno a él.

Tenía que contarle muchas cosas, explicarle por qué su mami no se encontraban junto a él, pero las palabras se escaparon de mi boca al encontrarme frente a su cunero.

La confusión me hizo revisar sus brazaletes, le destape para confirmar lo que el gorrito rosa me señalaba.

Una niña.

Pregunte de nuevo a la enfermera si aquel bultito rosado era mío y ella me confirmo que sí.

Que era mía. Mi niña.

Mi nueva chica.

Lo tome con seguridad y la besé. Mi bebé. Mi pequeñita. Mi esperanza.

Mi Abigaíl.

Las chicas de IzanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora