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Gala por fin había sorteado los ascos, los mareos y los vómitos, ahora solo era un vendaval hormonal que me dejaban con muchas horas de sueño. 

Horas que recuperaba a lado de mi Marisa, la preciosa Marisa que no había tenido molestia alguna que unos párpados que se le cerraban solos. Me recostaba junto a ella y dormía acariciando su pequeño vientre. Eso me daba paz, de alguna forma me quitaba alguna culpa que llegaba a sentir.

¿Quién podría arrepentirse de traer un hijo al mundo? Yo no. Nunca. Jamás. Mis hijos serían los seres más amados, más esperados, más ansiados. Mis hijos tenían todo el amor del mundo por​ parte de su padre, aunque esté cometiera muchos, demasiados, errores.

Errores que me pesarían hasta el día de hoy.

Mi desastre personal, llamado Lucía, estaba más distraída que nunca. La pobre tenía todos los males del mundo, un hambre voraz que al dar la primera mordida le provocaba un vomito inmediato, ella decía que ninguna mujer debería padecer la misma tortura que ella. 

Tenía demasiado sueño, pero insistía que tenía que trabajar, sus estados de ánimo eran una montaña rusa, asustaba. Pero en el fondo yo sabía que Lucía lo único que quería era estar en mis brazos y olvidarse de todos los demás, eso hasta que le daba asco mi loción y corría al baño.

Yo disfrutaba cada etapa, cada día de sus embarazos. Me embriague de información, hablé con médicos y escuché cuanto remedio casero de mis tías para ayudarles con sus males (que por ese entonces sospechaban que había embarazado a mi novia, aunque no solté prenda).

Éramos un equipo. Siempre tuve claro que ninguna mujer es igual a otra y volví a confirmar que en los embarazos era igual. No quería sentirme un inútil, un simple espectador, seriamos padres (si, en plural), aunque ellas llevaran la carga mas pesada, por ahora, yo buscaría hacer bien mi papel. Eran mis hijos, eran ellas, mis chicas.

Y si supieras cuánto ame cada segundo junto a ellas...

Mi tiempo estaba contado y bien dividido, aunque a veces sentía que me faltaban horas, que no debía dormirme o me perdería de algo. Era agotador, preguntar si habían ingerido alimentos y si estos no tenían la intención de regresar, si la presión de cada una estaba controlada, si los dolores de cadera o el mal humor las habían atacado de nuevo. A veces hasta me confundía y volvía a preguntar lo mismo o cumplía el antojo de otra, ellas me tachaban de despistado y paranoico. 

No pase una noche solo desde entonces y eso solo lo volvió más complicado...

Las chicas de IzanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora