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Pasamos una tarde ajetreada. Zoé ya tenía dos dientitos, pero Abi comenzaba a sufrir el brote de estos. Pensé en llevarla al pediatra, pero salir con tres bebés era una misión imposible para mi, así que me confirme con una llamada de este y seguí sus instrucciones.

Fue una tarde entretenida, claro, para quien lo entiende como significado de ocupada o agotador.

Después de las cuatro comencé a fijarme cada vez más en el reloj. Decidí dormirle en la cama cuando dieron las seis, tal vez así la haría pasar hasta mi habitación y me ganaría un gramo de empatía. Tal vez así comenzaría a hacerla parte de mi vida.

Para las ocho estaba vuelto loco, con una Abigail llorosa y que sólo pedía ser paseada en mis brazos.

Nervioso marque su número sin respuesta. Al principio lo dude, no quería interrumpir, pero los minutos fueron una agonía para mí que termine llenando su buzón de mensajes.

Si ella quería que la cuidase la noche completa mientras se iba a enamorar por ahí, no tenía problema, pero mínimo que me avisase.

No contestó.

Me paseaba por toda la casa estresando a mis hijas, el caos se desató y no hubo quien lo parase. Estaba muy alterado. Desesperado también podía describirme. Las tres no dejaban de llorar a la vez y olvidaban que papá solo tenía dos brazos y la cabeza en otro sitio.

Sonó el teléfono.

Levante la bocina.

La voz en el auricular trataba de hacerse oír con los llantos del fondo.

Contuve el aire.

Me negué a registrar lo que acaba de oír.

Pedí que repitiera lo dicho.

Volví a negar.

Eso no era posible.

La vida no podía hacerme eso.

No. 

No.

NO.

¡NO!

Yo no conocía a a una mujer de veintiséis años llamada Lucía Bernal con múltiples fracturas y una muerte cerebral. Yo no la reconocería ni hoy ni mañana ni nunca.

El pitido que se escuchó en mi cabeza duro horas. Oía los sonidos amortiguados. Como si una capa los cubriese. Deseaba mi sábana de aviones rojos, quería resguardarme en ella. Quería sentir el refugio que me proporcionó aquellos dos meses en los que me negué a salir después del funeral de mi madre.

¿Acaso yo también la había matado?

Era verdad lo que los labios de Lucía tanto pronunciaron, Izan era un cáncer, una maldición, la certeza de una vida infeliz o una muerte inminente. Era yo el virus que mataba desde dentro, que se instalaba entre tus células y lo consumía todo. Era la plaga, la llaga, la infección. La tortura.

¿Era yo sinónimo de muerte?

Los toques en la puerta me sacaron de mis cavilaciones. Me di cuenta que llevaba paseando la carriola de un lado a otro sin resultado alguno. La vecina había escuchado a mis hijas llorar y venía a saber en qué podía ayudar. No era la primera vez. Me encontró tan roto como lo estaría siempre.

Llamé a mis tías, ¿a quien más? Yo no tenía a nadie. Lucía menos.

Tome mi cartera, las llaves y salí dejando un momento a mis hijas en manos de una mujer mayor de cinco décadas. Mis tías ya venían de camino.

Llegué al hospital buscando al amor de mi vida para encontrarla sin ella.

No necesitaron mi firma para sacarle los órganos que seguían intactos. Ella había tomado esa decisión desde antes, incluso se la había tatuado en la muñeca.

No quería. No quería verla. Me negaba a aceptar que volvería a pasar lo mismo.

No quería, pero si no entraba yo, alguien mas lo haría.

Mis manos temblaron al ver su cuerpo en la mesa de metal.

Su mano caía inerte.

Olía a muerte.

No, Lucía. Mi vida. Tu no.

Tome su rostro sabiendo que era ella desde que me llamaron. Su esencia ya no estaba ahí, pero ella, era mi último amor.

—Despídase, ya nos la vamos a llevar. Necesito que vaya a preparar el papeleo para entregarle el cuerpo. Lo siento mucho.

Pero su pésame no significaba nada para mí.

Con mis manos en sus mejillas aparte el cabello de su rostro.

—Perdóname. Perdona por esta vida. Perdóname. Perdóname Perdóname Sirena. Perdóname.

Por más que suplicará nada salió de sus labios. Moje su boca con mis lágrimas y deposite un beso ahí. El último.

Salí a preparar todo. No tenía fuerzas. Aún así lo hice solo.

En la funeraria esperamos su cuerpo. Fuimos muy pocos. Sus compañeros, yo, mis tías y mis hijas. ¿Cómo le explicaba a Noelle que yo había condenado a su madre? Que ella no estaría para sostenerle cuando diera sus primeros pasos, para consolarla cuando todo fuera mal. Que no existiría quien le explicará el funcionamiento del mundo con la calidez que manaba de su boca.

¿Cómo podía ganarme su perdón?

Si hubo algún pretendiente, este nunca llegó. Durante la noche que permanecí ahí no hubo alguien que me confirmara que mi Lucía había sido feliz.

Nadie se acercó a mí.

Quiénes conocieron nuestra historia no me dieron ni una mirada, me ignoraron. Nadie vino a pelear por mi bebé. Mi Noni estaba tan sola como yo.

Fue el funeral más triste de mi vida. La soledad se palpaba en cada segundo que transcurría. El entierro fue peor. Tenía montones de culpa clavados entre pecho y espalda.

Cuando llegamos a casa deje a todas en la sala y cerré de un portazo mi habitación.

Mis manos quemaban, odie mi rostro, mire hastiado mi cuerpo. Rompí el espejo de un puño. Rompí las almohadas, la cama y el colchón. Yo no merecía ninguna comodidad. Desgarre las camisas una a una. ¿Cuántas veces no me dijeron lo guapo que me veía con ellas? Me talle el rostro con fuerza, con rabia. Me agarré a puños contra la pared, quería deshacerme las manos. Arrancarme las uñas. ¿No las había clavado en sus muslos entregado a ellas por completo? Rompí la lámpara, me quité lo zapatos. Pise vidrios. Tome la rasuradora y la pasé por toda mi cabeza. Tome lo mechones recordando cuántas veces lo tuvieron entre sus dedos. Desee cortarme la cabeza. Desangrarme vivo. Abrirme en canal y extirpar todo el daño que había causado. Golpe mi cara con las palmas abiertas hasta dejarme la piel irreconocible. Me rasguñe los brazos, las piernas hasta hacerme sangrar. Me aparte las lágrimas a manotazos. Me di golpes en el cráneo, una y otra vez contra el muro, me mordí los labios hasta arrancármelos.  Y cuando me cansé, me tiré en el piso deseando nunca haber existido.

Las chicas de IzanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora