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El cero es la nada. Lo que yo tenía en casa para recibir a mi bebé.

Por suerte tenía dos ángeles que sabían tirar de mis orejas y se encargaron de cubrir lo básico: pañales, biberones, leche, ropita y cobijas. Me ayudaron los primeros días, me enseñaron a bañarla, cuidar de su cordón y a sacarle los gases.

Yo no sabía nada y del miedo me temblaban las manos.

¿Y si la tiraba? ¿Y si me quedaba dormido y se ahogaba? ¿Y si se quedaba con hambre? ¿Y si nunca aprendía a ser padre?

Gala me hizo falta esos días, y los siguientes, cuándo nos quedamos solos, en las madrugadas cuándo Zoe lloraba, en las mañanas al surgir el alba y mi ojos ardían. Por las noches, cuándo tenía que bañarla y la imaginaba ahí, hablándole a su pequeña sobre tiburones y peces.

Hacia falta en todo.

Recibí una llamada que trajo un poco de luz. Regina, la mejor amiga de Gala había ayudado a su familia a limpiar el departamento que había ocupado mi pequeña.

Los convenció de traerme todas las cosas que ella había comprado para su bebé, y entre ellos algunos recuerdos que nos pertenecían.

Fue clara cuando me los entregó «No lo hago por tí, Izan. Lo hago por qué se lo debo a Gala y a esa bebé. Cuídala».

Y no hacía falta que me lo pidiera.

Mi licencia de paternidad estaba por agotarse, poco había explicado a mi jefa, era padre, si, pero de otro bebé que ella desconocía. Así que cuándo tocaron el timbre esa tarde no imaginé a quien encontraría tras la puerta.

Las chicas de IzanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora