42.

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Permanecí en el pasillo esperando que se arrepintiera. Que llegásemos a un acuerdo, yo aceptaría lo que quisiese. No pasó.

Caminé hasta que sentí que podía hacerlo sin tropezar, me sentía débil, un golpe tras otro venía siendo rutina desde hace meses, aguanté por qué traían consigo una recompensa; mis hijas.

Y ahora estaba renunciando a una de ellas. No. Nunca podría llenar de mimos o abrazos a Abi o a Zoé sin pensar en los que le debía a esa bebé. Mi bebé.

Todo el camino fuí ideando soluciones. Al llegar a casa transferí lo más que pude a la cuenta de Lucía. No le diría nada, pero lo haría semana a semana para que recordara que no las olvidaba. Que estarían siempre en mi mente. Que esperaría a que pudiese lidiar conmigo.
 
Aunque eso me dejará en el mismo nivel que los hombres que solo sabían dar dinero como sinónimo de paternidad, no importaba. No es que yo fuera el padre del año, pero había aprendido que tener un hijo significaba dar más de tí. Incluso lo que no tenías.

Ya lo demás era decisión suya.

Dormían cuando me acerque a la habitación. Olía a bebé, a leche, a medicina y a suavizante. Me desvestí en silencio, aunque no el suficiente porque la más pequeña de la casa despertó. La tomé en brazos antes de que le siguiera su hermanita y el caos se desatara. Marisa dormía profunda como venía siendo hace ya unos días.

Salí al pasillo encontrando a mi tía Clementina con la bata puesta, había escuchado el chillido y venía a ayudar pensando que no estaba en casa .

Le hice saber que yo estaba a cargo por ahora y que le avisaría cuando me fuera a trabajar.

Pregunto por Lucía y negué. No había nada que se pudiese hacer. Bueno, si había. Existía una ley que me respaldaba, pero yo no quería hacerlo. Vernos envueltos en un juicio, haciéndonos pruebas, peleando las horas, acumulando odio, despedazándonos.

Me negaba a seguir destruyendo su vida.

Apreté a mi hija contra mí pecho y comencé a balancearla, necesitaba algo a que aferrarme, sentir menos angustia, menos miedo, menos culpa. Por primera vez le pedí ayuda a mi madre. No podría hacerlo. No podría darle la espalda a mi propia hija. Pero no quería lastimar más a su mami.

Mi vida, como siempre, siendo una absurda contradicción.

Le pregunté entonces por qué ella si había podido abandonarme. Por qué un día se marchó sin advertirme que no la abrazaría de nuevo, que me haría falta, que necesitaría su consuelo en noches cómo está. Que estaría muy decepcionada de ver el hombre en quien me había convertído en su ausencia.

Abigail durmió, yo no pude hacerlo.

Tuve una novia en la preparatoria que, al acabar el curso, se marcharía a estudiar fueras y sabíamos que lo nuestro tenía un fin, me pidió que no la olvidara cuando nos despedimos. Hoy daría lo que fuera para que Lucía me olvidara. Para que no recordara que un día tropezó con un Izan que le destrozó la vida. Que se llevó sus alegrías. Que le arrancó más de lo que tenía y que había dejado entre sus brazos el recordatorio eterno de que si se podía ser más ruin.

Un cáncer, me había llamado y está vez tenía que darle la razón.

¿Y si esa maldición alcanzaba a mis hijas? Ya lo había hecho, me recordé. Pero seguía aquí, aferrándome a su vida, tal vez por puro egoísmo o porque deseaba verlas feliz.

Tal vez solo quería demostrarme a mi mismo que está vez podría hacerlo bien.

Yo, como padre, hombre, hijo, solo deseaba decirle a la vida: jaque mate.

Las chicas de IzanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora