53.

1.2K 187 21
                                    

Regrese a la oficina al día siguiente. Me puse lo poco que me había quedado de mi guardarropa y me enfrente al mundo que me juzgaría.

Nadie hablo conmigo.

Supongo, mi aspecto era lo suficiente siniestro para alejarlos. Me encerré y trabaje hasta que fue la hora de salir. Sentí la aspereza de mis labios, el rugir en mi vientre. Compre comida tailandesa. Yo odiaba ese tipo de comida. Pero trague en medio de ascos, aguante el vómito y me obligue a comer. Lo mismo con el jugo de piña.

Comencé a bañarme con agua fría, a no taparme en las noches heladas, en no cubrirme de la lluvia. Dormí en el suelo. Deje de conducir y caminé hasta que el sol o el frío me quemara la cara. Cerré con llave la habitación de mis hijas cuando recogí el apartamento y quite todas sus pertenencias de las áreas comunes.

Me dediqué a auto-flagelarme día y noche, aún así nada quitó la rabia, la culpa y la tristeza.

Llevaba así tres semanas. Me rasguñaba el las manos, las piernas, me arrancaba las cejas. Me negué a visitar a cualquiera de las niñas, evite llamadas, no pregunte por ellas. Mientras más alejado estuviese de sus vidas mejor.

Preferí vivir con incertidumbre, con anhelo, extrañando cada segundo sus gestos que estar con ellas. Yo no merecía estar bien.

No merecía ser feliz o arruinar la vida de los que me rodeaban. No merecía un abrazo ni consuelo. No merecía el amor de una madre. Ni el cuidado de Josefa y Clementina. No merecía que me llamaran padre. Tampoco merecía que alguna sustancia me permitiese sedar mis sentidos. No merecía olvidar. Por no merecer, no merecía ni respirar.

Pero acepté la penitencia. Acepté que el oxígeno llenará mis pulmones cada segundo solo si era para verme miserable. La miseria que viviría desde dentro por ser Izan. Por estar vivo.

Me sorprendió ver al padre de Marisa en la puerta, venía solo.

—Mauro, ¿qué haces aquí?

—Bueno, la cuarta vez que te negaste a ver a mi nieta, me dejó claro que las cosas no serían como pensé.

—Yo te la entregué, ¿a que viene esto ahora?

—Déjame pasar Izan. Necesitamos hablar.

Inspeccionó el lugar donde su hija paso sus últimas horas. No le ofrecí nada por qué no tenía que ofrecer. Tener hambre y sed era parte de mi castigo.

—Hijo, necesitas ayuda.

—Si ya no quiere tener a Zoé puedo hablarlo con mis tías y ellas...

—Calma —espero a me sentará frente a él y siguió—, Marisa me pidió cuidar de ti y siento que no lo he hecho muy bien. ¿Sabes? para mí ha sido difícil también, sigo esperando que mi niñita un día me llame y..., te descuide. Pensé que estarías bien.

—Señor, hoy más que nunca se que no podemos someternos a la voluntad de un muerto. Permítase librarse de cualquier responsabilidad.

—Te has ganado mi odio y mi respeto, Izan. Ningún padre querría lo que mi hija vivió, lo sabes por qué tienes tres —dijo firme—. Aunque te hayas deshecho de ellas y parezca lo peor de cara al mundo, sé que no es por falta de amor. Te vi las suficientes veces con ellas para saberlo. La culpa, sin embargo, puede ser más fuerte.

—No es la culpa.

—Hijo, yo también perdí al amor de mi vida.

—No es por culpa. No solo es eso —había llegado el momento de confesarme, tal vez así, si lo decía en voz alta pudieran meterme preso y dictarme una condena. Tal vez lo mínimo era una pena de muerte. Tenía que decirlo para que fuera real—. Yo las mate.

—¿Pero qué dices, muchacho? Yo estuve ahí cuando Marisa dejo de respirar, te vi a su lado, te vi incapaz de soltar su mano por si tenía miedo.

—Si ellas no me hubiesen conocido estarían vivas. Yo las mate. Yo fui el cáncer de Marisa, yo detuve el corazón de Gala, yo arrase con la vida de Lucía. ¡Fui yo! Pero no puedo matar a mis hijas. No puedo. Si yo supiera que sucedería me hubiera matado desde antes. Yo tuve que salir ese día y que me disparan a mí, no mi madre —me comencé a golpear la cabeza intentando olvidar el momento en que me dieron la noticia, un asalto, ella negándose a soltar el bolso, mi cumpleaños cerca, aquella bicicleta por la que le rogué semanas–. Yo las mate. Mauro, yo las mate. ¡Yo soy el único asesino! Murieron por mi. Fue mi culpa ¡Mi culpa! Yo merezco morir. Por favor, llévame a la cárcel. ¡Yo las mate! ¡Ayúdame!

Ni siquiera sentí el momento en el que llegue al piso. Mauro estaba sobre mí, pidiendo calma. Estaba asustado. Pidió ayuda a los vecinos y ellos me sujetaron para que dejará de hacerme daño.

No fui consciente de las marcas, de las sangre o el dolor en mi cuerpo. No sentí la aguja entrar en mi cuerpo ni el tiempo que luché conmigo mismo.

Lo último que vi, fueron mis manos manchadas de sangre.

Las chicas de IzanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora