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Te has de imaginar lo que sucedió después, déjame decirte que estás en lo correcto, pero yo por un momento no quise pensar en el futuro que nos esperaba.

Decidí luchar día a día su propia batalla.

La algarabía.
El llanto nocturno.
Las vacunas.
Los estudios.
El hora del baño.
Mi trabajo.
La cena.
Los resultados.
La colada.
El estreñimiento.
El trabajo.
Las visitas.
Las opiniones.
Los doctores.
Las sonrisas.
El cansancio.
Las medicinas.
Los abrazos.
Las noticias.

Nos prometimos enfrentar cada obstáculos juntos. Lo cumplimos.

Lo más difícil de mi día era llegar a casa.

Llegaba a esperar más de un minuto detrás de la puerta y me permitía tomar fuerzas para entrar.

Echaba atrás los pensamientos del mundo que se nos derrumbaba y valiente cruzaba el umbral.

Regrese al trabajo quince días después, mi casa estaba invadida de manos que trataban de ayudar. Tuve que ser humilde cuando admití que no podía solo. Incluso el papá de Marisa permaneció ahí, sin juzgarme una sola vez.

Y en todo este cuadro solo faltaba algo, ¿Lo notas?

Yo sí.

Recibí su llamada treinta días después y tuve que tragarme la rabia y morderme la lengua para que no colgará está vez.

Mi bebé había nacido. Sano y hace díez días. Y yo, yo apenas me enteraba que esa parte de mi compartía ya el mismo mundo que yo.

Que había decidido hacerlo hasta el último momento, a las tres de la mañana y se había negado a llorar.

Que cada parte de su cuerpo estaba completa y que no se me permitiría conocerle aún.

Todavía no quiero verte, había dicho. Y ese nudo que se me atoraba en la garganta y se asentaba en el estómago me empapó las mejillas.

Rogué, le rogué hasta que me cansé. Suplique hasta que mis palabras dejaron de tener sentido. Le lloré aún sabiendo que había colgado otra vez.

Pedir perdón no le bastaba, quería verme sufrir, dijo. Y yo, sabiendo lo vulnerable que se encontraba, me resigné a lo que daba.

Lo hablé con Marisa esa noche, me consoló y mientras cada uno arrullaba a una nena pidió paciencia.

—No es fácil, Izan. Son tus hijos, pero entiende que el daño está ahí. ¿Tú crees que a mí aún no me duele?

Si lo sabía, pero a veces me convertía en experto fingiendo que no.

—Esta sola. Lucía no tiene a nadie. Está sola y no me deja ayudarle.

—Entonces ve.

Y obediente, fuí.

Las chicas de IzanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora