Prefacio

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Te busco,  te encuentro.

Te miro,  me miras.

Verde esmeralda, lavanda.

A veces azul como el cielo, pero siempre lavanda.

Tus ojos y los míos, cruzados por segundos.

Desapareces. Pero yo continúo.

Tú ya no estás.

.

Todo era fuego y calor. Aún cuando se tratara de un vacío incipiente, lleno de la nada, que estaba siendo consumido por gruesas llamaradas azules que arrasaban con todo. Ella, al borde de una gran montaña, se aferraba con sus últimas fuerzas para no caer. Pero sus pupilas lilas se fijaron profundamente en aquel chico a su lado. No lo conocía, ni su nombre ni su edad, solamente tenía la certeza de que no era normal. Ella extendió la mano para alcanzarlo, alargando los dedos hasta donde su cuerpo le permitió; pero por más que lo intentara, no consiguió tocarlo. Su delgada boca se abrió con horror, sabía que ya nada podía hacer. Y entonces el joven de cabellos completamente blancos, se dejó caer. Caía, caía, caía y caía hacia el abismo, y las llamas lo cubrieron todo.

Él no gritó, pero ella sí. Era un horror, porque le dolían hasta los huesos verlo sucumbir, aún cuando no sabía quién era. No obstante, a través del infierno, pudo distinguirlo, sonriente. Con esos ojos verdes que la contemplaban de pies a cabeza, esos ojos resplandecientes como hechos de neón, y juró que por pequeños segundos pudo ver que se volvían celestes y sin brillo. 

Su corazón se agitó. Él le dijo algo, pero no pudo escuchar su voz, ni nada. El lugar en donde estaban no existía el sonido.

Y entre las sombras se acercaba algo, podía sentir su presencia asechándola. Una corriente de terror atravesó todo su cuerpo, y percibió la desesperación agolpándose en su cabeza. ¿Qué podía hacer?¡¿Qué diablos podía hacer?! Todo era una mierda.

Despertó de golpe, con la respiración muy acelerada y la frente empapada por pequeñas gotas de sudor. Odiaba sudar. Diablos. Odiaba ese maldito tormento. Era la sexta vez consecutiva de ese sueño, donde nada parecía tener coherencia, y pese a ello, siempre despertaba temblando. No sabía por qué razón le causaba tanto temor, si ni siquiera conocía al chico que veía dentro de sus pesadillas.

Pero la sensación de incomodidad no podía borrarse de su mente.

¿Quién era él? Ese joven, quizá de su edad, con el cabello cubierto todo de plata, y esos bonitos e inquietantes ojos verdes. ¿Por qué le sonreía? Un gesto que únicamente lograba irritarla.

Se masajeó las sienes, sentándose sobre la cama. ¡Oh, no! Hizo las sábanas a un lado con violencia y descubrió lo que se temía. Húmedas. ¡Estaban húmedas! Hace mucho que no le sucedía aquello. Ella gruñó, aventando las sábanas al piso. ¿Hasta dónde la llevarían el horror de sus sueños? Estaba por volverse loca. Era el colmo que a los dieciocho años sufriera ese tipo de incidente. Seguramente su terapeuta se burlaría en las narices de ella, seguramente lo haría, pero ella lo mandó bien al diablo hace más de seis meses.

Suspiró, todavía enajenada. Su móvil vibró y ella bufó con molestia, contestando de mala gana.

—Habla Sam.

Juntó las rodillas al pecho. Sus ojos se iluminaron un poco al escuchar la voz masculina tras la línea. Entonces permitió sentirse aliviada. 

—Ya sé que no tengo que repetir mi nombre cada vez que contesto. Es tonto, ya lo sé.

Rodó los ojos.

—¿Que si estoy bien? Por supuesto. Como un mono en un triciclo... No, no me preguntes qué rayos hace un mono en un triciclo. 

Se pasó una mano por la larga y negra melena, haciendo un gesto de dolor al reparar en un nudo, intentando deshacerlo con los dedos.

—Claro, claro. Te veo en la escuela... También yo.

Habló quedito, como si deseara que la otra persona no la escuchara.

—Te quiero.

Colgó, con una sensación amarga en su boca, y poniéndose de pie al momento. De una mesita sacó una libreta mal cuidada que tenía las hojas amarillentas y la pasta decorada con dibujos góticos de murciélagos y calaveras. Repasó la textura con la yema de los dedos, sintiéndose nostálgica y miserable al mismo tiempo.

Leyó las primeras hojas, avergonzada por las faltas de ortografía que encontró. Todas las páginas tenían fecha de hace cuatro años, y en todas escribía sobre mil aventuras vividas junto a un tipo llamado Tucker y otro Danny. Y le sabía muy mal, porque recordaba perfectamente su vida en Amity Park, y sus días como estudiante en la secundaria del pueblo, pero todo lo que se hallaba escrito en esa libreta, eran como infinitos enigmas, como si nada de eso hubiera sido real.

¿Por qué no podía recordar nada de su vida pasada? Es decir, específicamente a esos chicos llamados Danny y Tucker. Cada día se persuadía que ellos y sus pesadillas guardaban una fuerte conexión.

Sam chasqueó la lengua, lamentándose no conseguiría atar cabos, ni nada. Con un lápiz que tenía la punta chata, comenzó a relatar el terrible suceso del sueño, antes de que fuera olvidado en un rincón de su cabeza. Solía hacer eso cada vez que despertaba, y ni siquiera comprendía por qué lo hacía.

Luego, con el mismo lápiz, trazó unas líneas hasta formar un dibujo sobre cómo ella creía que lucía el aspecto del joven de cabello blanco. Hizo su traje negro, rellenándolo con grafito. Llevó la punta a su boca, pensando en sus ojos, después los dibujó. 

Cuando el boceto estuvo finalizado, notó un enorme hueco en el vientre. Y se quedó examinándolo, casi perdida.

¿Qué estaba sucediendo exactamente con su vida? 

ACÉFALO |Danny Phantom|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora