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Movía impaciente los pies, de un lado a otro, sin despegar la mirada de su reloj de pulsera. Y mientras aguardaba por el sonido de la campana, sus ojos viajaron por su delgada muñeca, retorciéndose ligeramente sobre su asiento al recordar el día que compró ese reloj con pequeños y graciosos murciélagos. Tenía catorce años en ese momento, y ahora le parecía totalmente ridículo pensar que alguna vez se creyó gótica.

Ya no era gótica, ella ya no era especialmente nada. Es decir, ¿para qué catalogarse con una sola palabra si podía ser todo y nada al mismo tiempo? Adoraba el color negro y el color violeta, la literatura negra (siempre disfrutaba de una tarde tranquila con un buen libro), la lluvia, el café amargo por las mañanas, las películas de terror sangrientas, los vampiros y cualquier cosa raramente oscura.  Adoraba muchas otras cosas más y no necesariamente tendría que llamarse gótica.

Sam suspiró pesadamente. Últimamente su mente vagaba siempre hacia su antigua vida. Levantó los ojos en dirección a la pizarra, donde un profesor de abultada barba parecía no tener ninguna intención de dejar de hablar. Ella bufó, aburrida.

Y fue el toque del timbre lo que la hizo despertar finalmente de su letargo. Enderezó el cuerpo y contempló a sus compañeros abandonar el sitio, hasta que el salón quedó casi vacío.

Sam no lograba entender por qué deseaba tanto que las clases terminaran si de todas formas no tenía ningún amigo con quien reunirse después por las tardes. Y tampoco le apetecía volver a casa.

Con la carga de su mala dicha tuvo que obligarse a caminar pasillo tras pasillo, con la mochila pesándole en los hombros.

—¡Sam!

Escuchó su nombre, fuerte y claro, pero ella no tenía ganas de responder. Será por la fatiga del día, o por la fatiga de su insomnio. 

Quizás no tenía amigos, pero tenía algo más que eso.

—Sam, cielo. Uhm.

—Casper. Hey, hola.

—Luces horrenda, cielo.

Él la besó suavemente en los labios y Sam sonrió.

—Eso es un gran halago. Gracias.

—Lo sé, como siempre, uhm —la abrazó—. Y no sé por qué; dime telépata o lo que quieras, pero tengo una ligera sospecha de que has estado pensado nuevamente en eso.

Ella lo observó, sólo entonces se percató de lo pequeña que seguramente se veía a su lado. Casper era un muchacho demasiado alto, y su cabello castaño caía revuelto por su frente en un peinado muy alocado, típico de un joven de diecinueve años. Y descubrió que sus iris cafés la examinaban con sincera preocupación.

—Estoy bien. Perfectamente bien —le palmeó la espalda en un gesto amistoso, y luego lo besó—. No hay de qué preocuparse.

—Sé que mientes, Sam. Se ve la mentira en tus ojos.

Ella se encogió de hombros, como si de pronto se sintiera avergonzada.

—Es sólo que odio este pueblo. Lo único que agradezco de Ghost City es haberte conocido, Casper. Sin ti me sentiría un poco peor.

—Cielo —acarició el largo cabello de Sam—. Uhm. Quisiera hacer que la palabra peor desapareciera por completo de tu vocabulario.

—Pero qué dices, tonto —rio tenuemente, apenas se curvaron sus labios por arriba—. La vida tiene cosas buenas, muy buenas, y otras cosas increíblemente peores.

—Y tú eres esa cosa muy buena en mi vida. Uhm —la besó como respuesta.

Aunque hubiese deseado, no pudo reprimir el sonrojo en sus mejillas. Sam tomó la alargada mano de Casper y caminó con él rumbo a ningún sitio. Le gustaba esa rutina, con el sol poniéndose y pintando de naranja el cielo, perdiéndose en cualquier lugar de la ciudad. Se sentía tranquila y despejada de todo.

ACÉFALO |Danny Phantom|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora