Botella tres.
Jueves disfrazado de viernes.
Despierto con la cabeza llena de su recuerdo mientras me preparo para la rutina. Cruzo la aduana del pasillo de su refugio. Con nervios la veo, envuelta en la sábanas como un cadáver recién descubierto. Alcanzo a notar como aletea sus pies contra el sofá azul como un gesto en código morse. El cadáver aún respiraba. Abrí la puerta, salí y puse mi mente en modo nopensarla mientras esperaba el ascensor. Siete treinta. El metro fue generoso esta vez y pude meterme en sus entrañas sin hacer uso de gestos contorsionistas. La viña que acompaña toda mis mañanas durante el trayecto lucía hermosa. - Otra vez tu recuerdo amenazaba con colarse. - ¡Cuidado con el cierre de puertas! - la voz del operador de metro espantó tu nombre de mi cabeza. República, destino final. Me incorporo a la oficina como quien estira el cuerpo antes de salir a una maratón. Té verde, las noticias, y ninguna novedad de ella en mi whatsapp. El día parecía querer irse sin intenciones de sobresaltos y propuestas inesperadas. Seis menos cuarto. "Te quiero ver a ti" - Disparaste sin anestesia por whatsapp. "Y yo a ti" - te respondieron mis dedos sin consultarme. En estricto rigor, nuestro trato consistía en no hacerle el trabajo fácil al otro. Una especie de persecución sin perseguirnos. Ella, en su defensa, alegaba que yo debía tener el control del freno de mano, porque sencillamente ella era un Ferrari sin frenos y sin airbags, yendo siempre a alta velocidad.. Una hermosa colision inminente. Pero lo que ella no sabía, es que por dentro quería sentirla estrellarse contra mi.Siete cuarenta y cinco.
La realidad había desocupado nuestro hábitat momentáneamente. Entre tanto, amenazabas con rebeldía hace unas horas que vendrías, y ya mi cuerpo se sentía agitado, como un niño esperando su regalo de navidad. Doce canciones después, la vi llegar. Entró haciendo alardes de su mala cabeza por haber dejado olvidado unos documentos en equis lugar. - ¿En dónde tienes la cabeza? - le pregunté con malicia. Su sonrisa de niña tierna me respondió con ambigüedad. Estaba hermosa, y quería decírselo. Quería que lo supiera. Esta vez tenía todas las intenciones de detallarla, de reconocer todas sus expresiones faciales. La veía comer, revisar su celular, ir de aquí por toda la sala con total soltura. Acto seguido, el Pisco Sour se nos une. Esta vez no hizo falta ahorcar la botella para sacar el corcho. Llenamos el vaso y acordamos beber los dos del mismo. - ¿Tu no sabes donde yo puse la boca? - replicó con picardía. - No, pero si donde quiero que la ponga - le respondí al mismo son de su entusiasmo.Juan y su Cuatro Cuarenta sonaba de fondo, mientras los dos reíamos deseosamente. Podía ver cómo entre cada trago su expresión se relajaba y turnaba la mirada entre mis ojos y mi boca. Exquisita expresión. A esa altura, nuestro acuerdo previo parecía irse desvaneciendo poco a poco al pasar los minutos. El deseo era una bomba de tiempo casera.
- Me voy a dormir - anunciaba el tercer pasajero a bordo de nuestro Ferrari. Despejada la pista, yo seguía encargado de hacer uso correcto y oportuno del freno de mano. Misión suicida. Su boca me invitaba a perderme en sus dunas. Tenía el deseo recorriendome desde el pecho hasta la entrepierna. Podría ser peor - Advirtió casi con malicia mientras se iba yendo al pasillo. La veo volver con vestido gris que dejaban ver sus muslos hermosos. La montaña rusa empieza su descenso. Me pegué a ti en un acto animal mientras mi respiración se agitaba. - ¿Donde está mi freno de mano? - me pregunté hacia mis adentros. Su rostro era una pintura ambigua que incitaba a fantasear. - La deseo, realmente la deseo. Por dentro empieza mi propia guerra mundial. Mi mano derecha quería sostener mi mano izquierda para evitar acariciar su mejilla. Poco a poco, a cuenta gotas, me voy sumergiendo en su cuello. Soy un perro callejero que la olfatea inquietamente. Oigo su respirar agitado mientras mi mano izquierda consigue liberarse y va mapeando sus labios. Mis dedos índice y medio se sumergen en apnea en su lengua.Una parte de mi quiere desgarrarla a besos y caricias. Otra, un poco más negociadora, intenta convencerme de que me detenga. El cielo y el infierno coexistiendo en ese preciso instante. De pronto, algo detiene al Ferrari. Su rostro ahora intenta darme señales hacia el camino correcto. El hombre lobo, en su último aullido, se hizo miniatura ante su mirada peregrina y la alegría agridulce de querer poseerla y no poder. Puta vida.