Santiago amaneció extraño, diferente, gris, casi triste. Como si hoy no quisiera despertar de su entusiasmo ni abrir sus ojos de metrópolis, sus ojos de ciudad turbulenta, y sólo quiere quedarse en la cama todo el día arropado entre su smog y su cansancio. Como si hoy no tuviese ganas de ser ciudad, de ser tierra ni calles, ni estaciones de metro ni edificios ni semáforos ni plazas de armas. Como si solo quisiera mirarse a si mismo desde la cordillera, observando toda esa masa de gente que la recorre por las entrañas con caras largas e indiferentes, siempre con afán o apuro, yendo hacia ningún lado. Y la verdad es que lo entiendo, en el fondo lo entiendo. Yo también me siento extraño, con una tristeza casi distraída, casi descuidada. De pronto empiezo a sentir pesada tu no presencia. Un extraño hormigueo en el cuerpo me lleva a aborrecer todos los caminos existentes a casa. Ninguno me lleva a ti. O a un lugar que se parezca a ti, o que te haya visto caminar por sus calles, que te haya oído hablar, en el que hayas dejado la más mínima huella de tu aroma en el aire flotando a la espera de que alguien pase, se detenga a olerla con suma añoranza y le otorgue un nombre, un rostro, y al hacerlo te reconozca. Ninguna de estas calles me lleva a ti. A veces suelo creer que si elijo otra ruta de regreso, alterna a la ya conocida por mis pies que parecen tener memoria, quizá un atajo, otro autobús, quizá si doblo una calle antes, encuentre un camino nuevo con semáforos, y edificios, y arboles, y señales de tránsito que sepan a ciencia cierta de tu existencia. Que comprendan la utópica urgencia por hallarte sin hallarte. Como queriendo reconocerte en otras cosas, en otro cuerpo que no es tu cuerpo, en otra especie que no es tu especie, en otra existencia ajena de tu existencia. ¿Te pasará lo mismo? Me pregunto.