Aún me sacudía la resaca del año viejo
cuando me despeinó la vida la triste noticia de tu partida.
Me arden los ojos de pensarte, de imaginarte frágil y sin alma, de llorarte con la tristeza mía y de mi madre.
Un accidente de automovil
había puesto fin a tu carisma eterno.
Solo un par de días te había visto por Skype, un poco más flaco y menos alegre, reflejo de una revolución fracasada y populista
que me alejo de ti
y de todos.
(Me cago mil veces en la política y sus políticos).
Me rehuso a recordarte con esa última imagen que no le hace justicia
a tu alegría de bronce,
a esa festival que siempre se hallaba en tu forma de ser cuando te veía.
No eras perfecto, en lo absoluto, pero te equivocabas siempre a tu manera y eso lo admiraba, tanto como la forma en que sacabas criaturas hermosas al mármol y al granito.
Eras el único que siempre me saludaba con un beso en la mejilla, y un abrazo de algodón antes de irse.
Ahora ni siquiera puedo darte la despedida que te mereces, no veré tu cuerpo hundirse con el mundo, no podre regar de flores tu humanidad, no podré devolverte el abrazo que siempre me diste.
Cuatro mil cuatrocientos kilómetros de distancia me separan de tu cuerpo, pero me llevo conmigo en el pecho tu irremediable forma de hacernos feliz.
Descansa en paz, querido Tío Mon.