Botella dos.
El día había sido un caldero hirviendo a fuego alto. El calor me hacía transpirar mi mal humor por todos los poros. Tenía sueño, cansancio, hambre, pesadez. Todo un pack variado de malestares que me provocaba jaqueca, mientras intentaba sacarle mentiras a una planilla excel atestada de números. Cada cuanto, de manera disimulada espío mi celular esperando encontrar un mensaje de ella. - "Tren al suuuuur" - resuenan en modo estéreo de fondo el playlist en el computador. Su expresión de miedo la noche anterior aún se me traspapelaba en la cabeza entre el chillido mecanico de la fotocopiadora. ¿Era miedo, decepción o un instinto de autodefensa que habían alertado sus ojos? - Se me lanza la incertidumbre mientras mi jefe me habla de proveedores y activos fijos.
Seis treinta, por fin. Salgo despavorido a adentrarme al micro universo del metro de Santiago para llegar a casa. Pienso en escribirle. - ¿Otra botella de vino? - le escribo al WhatsApp directo y sin emoticones. - Esta bien - devolviste la pelota a mi cancha sin vacilar. Veinticinco empujones anónimos y por fin llego a mi destino. En una parada exprés al supermercado, rescato un Gato Negro Carmenere que parecía susurrarme hechizos al oído. Calle, acera, rotonda, ascensor.
Abro la puerta del departamento y está vez eran sus cabellos alborotados que me daban la bienvenida como un cartel luminoso a mitad de una carretera. Cruzo la aduana del pasillo para desprenderme de mi armadura rutinaria. Vuelvo a incorporarme a su hábitat donde la veo descorchar la botella con una torpeza adorable.. Logro desbloqueado.
La vid sana y salva ahora reposan en nuestras copas. La veo inquieta desde el primer sorbo, como si estuviese planeando un atentado en su cabeza. Intento seguir su mirada a todos lados, que me esquiva como animal temeroso. Fingiamos los nervios con naturalidad olímpica. Acto seguido, mi horizonte era su espalda ensayando sofritos caribeños. Mentalmente me desprendi, la envolvi con mis brazos, y nos hicimos uno, como una amalgama confitada de deseo. Se me iba muriendo el Gato Negro entre su belleza culinaria y mis nervios disimulados, y todavía no descifraba el calendario Maya de su silencio.
Las copas se vaciaron, y los habitantes avisaban su despedida. - Es ahora - vuelve a escena mi voz interior. Solo necesitaba cinco minutos a solas con ella. Solo cinco. Necesito otra vez hundirme en su pecho y olerla, olerla como a un libro nuevo, pegarme a ella como esas estampillas de las cartas antiguas. Amago a irme. - Detente - esta vez la voz es un golpe seco que me paraliza y me hace girar.
En dirección opuesta a mi cueva la veo tendida nuevamente en ese sofa azul. Sus pupilas café vuelven a mirarme como a un faro a medianoche. Mis brazos repiten el gesto ya conocido y se extienden ante ella. Esta vez el encuentro hizo miniatura la sala, un acto de magia hermoso. Nuevamente su abrazo me sana de todas las batallas del día. Acaricio su cabello. La siento. Otro minuto infinito contigo que no quiero que muera nunca.