Capítulo 3

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Me encantaría decir que hubo un poco más de misterio entre nosotros, que después de aquella noche en que lo conocí tuvieron que pasar muchísimos días para que por casualidad tropezáramos el uno con el otro gracias a algún extraordinario albur del destino, pero no. La magia que hubo entre él y yo no tenía absolutamente nada que ver con nuestros espontáneos encuentros, sino con la sencilla y sincera complicidad que se desarrolló entre dos extraños que sin darse cuenta se hicieron amigos, e ignorando su autoimpuesta censura se amaron con todo el corazón.

Nuestro primer encuentro fue un regalo de la vida, pero el segundo se lo debo a mi falta de atención.

Cuando lo conocí estaba en shock, ese fue mi pretexto para esconder mi distracción y torpeza, porque aunque un ladrón había intentado fallidamente arrebatarme el bolso, mi brillante atolondramiento hizo que amable y voluntariamente dejara olvidada la pieza de la discordia en casa de un desconocido, y lo peor fue que no me di cuenta de que lo había hecho hasta que la mañana siguiente llegué a casa y tuve que llamar al portero de mi edificio, quien a su vez se comunicó con mi casero para que se me diera de forma temporal una llave de repuesto para poder entrar al departamento que mi padre había rentado para mí. ¡Brillante!

De más está decir que ese mismo día tuve que prometerle a mi madre que no volvería a caminar sola por callejones oscuros; asegurarle a papá que estaba bien y que solo había recibido un susto; y jurarle a mi hermana que no, la herida de mi ceja no dejaría en mi rostro ninguna marca visible que pudiera romper con la armónica estética de «El Matrimonio». (Ella siempre tan considerada).

Dormí un par de horas porque había cubierto el horario nocturno del hospital y estaba muerta de cansancio y por la tarde tenía que trabajar en la casa de té. Después de despertarme, comí algo, me di una ducha y pasé un buen rato frente al espejo intentando ocultar con maquillaje el moretón que tenía en el ojo, aunque no tuve mucho éxito. Así que resignada, me acomodé el cabello con una caída muy poco natural para ocultar mi herida, me puse unas gafas oscuras enormes y salí de casa.

Como el sol aun brillaba con fuerza decidí pasar a saludar a Albert (sin romper la promesa que había hecho a mi madre) para pedirle mi bolso, pero no me fue posible recuperarlo porque no recordaba cuál de todos los edificios era el suyo y todos los timbres que vi, que fueron demasiados, referían un apellido y no había ni uno solo que llamara al departamento del Señor Albert-ojos-azules-Príncipe-de-la-calle-Hill.

Derrotada partí, esperando que alguna idea se me ocurriera para poder recuperar mis cosas, pero para mí fortuna, encontré a mi rubio salvador de pie frente a la puerta de la casa de té, mirando atentamente la marquesina que anunciaba con letras elegantemente diseñadas el nombre: «Lakewood».

―¿Albert? ―al escuchar su nombre volteó a verme y aunque me sonrió con franqueza, se lo notaba ligeramente distraído.

―Hola, Candy.

Ahora, viéndolo a la luz del día, pude identificar en él muchas cosas que había pasado por alto la noche anterior: aunque vestía de forma casual (con ropas muy sencillas), su porte y presencia eran refinados; su cabello largo, rubio y ligeramente alborotado, le llegaba a la altura de los hombros; su barba estaba pulcramente cuidada y aunque era tan rubia como su cabello, logré entrever algunos destellos rojizos en ella; sus ojos azules tenían una calidez reconfortante, aunque cuando no sonreía reflejaban algo muy similar a la melancolía o la tristeza; su piel tostada hablaba de horas bajo el sol.

―¿Qué haces aquí afuera? ―pregunté quitándome las gafas oscuras y dejando de analizarlo para no parecer grosera.

―Estaba esperándote ―dijo―. Ayer olvidaste tu bolso.

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