Capítulo 21

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«Los demonios corren con furor cuando un buen hombre va a la guerra. Hacen caer la noche y a su paso ahogan al sol. Dejan agonizante a la amistad y lentamente logran que desfallezca el amor. Sí, son enormes los costos a pagar, ya que aunque la victoria lo acompañe en cada batalla, la inocencia del joven se pierde si tras ella los demonios corren, y poco a poco la esperanza se apaga cuando un buen hombre va a la guerra».

La expresión de felicidad que brillaba en los ojos de Stear cuando volvimos a tierra es una de las cosas más maravillosas que he visto en toda mi vida, y uno de los recuerdos suyos que atesoro con especial cuidado en un espacio muy privado de mi corazón. Lo había visto sonreír miles de veces, lo había escuchado reír con todas sus fuerzas en millones de ocasiones, pero jamás lo había observado así de feliz y pleno y libre.

Él era una de esas almas que habían nacido para no tener los pies unidos a la tierra y cuando la ciencia le regaló sus alas de acero pudo finalmente realizar aquello para lo que había venido al mundo: volar. Hubiera solo deseado que sus alas no estuvieran unidas a un uniforme que a cambio del cielo le pidió entregar la pureza de su alma.

Pasamos el resto de la noche charlando como si ni el tiempo, ni la distancia, ni el ejército se hubieran interpuesto entre nosotros; con el mismo candor y confianza de siempre, como los mejores amigos que éramos. Después de un rato los sirvientes vinieron a atendernos, y comimos, y bebimos, y seguimos pasando una velada inolvidable.

Cuando era casi media noche, me dijo que tenía que llevarme a casa porque al día siguiente debía regresar muy temprano a Francia y aún le quedaban algunas cosas por hacer en Inglaterra. Subí a su coche y mientras tomábamos el camino vi la hermosa silueta de la casa Ardlay desaparecer detrás de una curva.

Hicimos el viaje casi en un completo silencio, porque aunque parezca extraño, llega un momento en una amistad en el que los silencios dejan de ser incómodos y pueden ser una de las mejores formas de brindar compañía.

Muchas veces me descubrí observando su perfil mientras manejaba, con la mirada fija al frente y un aire sereno rodeando cada uno de sus movimientos. En muchos sentidos, Stear ya no era el mismo muchacho que se había enrolado a la Real Fuerza Aérea unos años atrás, se había vuelto más fuerte, más varonil y atractivo, sus hombros se habían ensanchado, su mandíbula había perdido un poco de su angulosidad, y su mirada había ganado un poco de tristeza, pero su sonrisa seguía siendo la misma, honesta y franca, que lograba llenar de calidez un corazón apesadumbrado.

―¿Sabes que logré dibujar un arcoíris con mi avión? ―se sabía observado pero no se notaba incómodo.

―¿En el aire? ―lo miré con mucha más intensidad y giré mi cuerpo hacia él para hacerle evidente la emoción que sentí al imaginarme el cielo surcado por siete colores creados por él.

―Sí, Candy, en el aire ―sonrió recordando―. Fue después de que nos pidieran hacer una incursión que ocasionó pérdidas ―¡cuánto le dolía arrancar vidas! ―, los ánimos en la base estaban por el suelo y se me ocurrió que algo hermoso y sencillo podía ayudarnos un poco, así que esperé el momento justo, cargué unos recipientes de agua con aspersores a mi avión y, por primera vez, sin grandes esfuerzos, mi invento funcionó ―adoraba esas líneas que salían alrededor de sus ojos cuando reía.

―Me habría encantado verlo.

―La próxima vez que volemos juntos, me ayudarás y lo verás conmigo desde el cielo.

―Me hará muy feliz. Pero dime una cosa, ¿por qué intentaste algo tan sencillo para hacer reír a tus compañeros? No me lo tomes a mal, pero siempre haces cosas mucho más elaboradas.

―Después de que mi suero de la paz le causara alergias a casi toda la escuadrilla, mi comandante me prohibió rotundamente intentar algo elaborado.

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