Capítulo 32

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Sí, Albert Granchester, mi amnésico vagabundo-pirata-hijo-de-un-duque-príncipe-de-la-colina, salió de mi vida de la misma forma repentina en la que entró. Sin procurarme siquiera un poquito de tiempo para darme cuenta.

Después de leer su correo intenté llamarlo en incontables ocasiones, pero su teléfono parecía estar apagado. Le mandé miles de mensajes y correos, pero no respondió ni uno solo. Y así continué hasta que cada uno de mis correos, mensajes y llamadas comenzó a ser regresado por falta de espacio en sus buzones. Desesperada y asustada, busqué los números de personas que podrían saber algo de él: su jefe en el zoológico, Thomas, el Doctor Leonard..., y al abrir uno de mis cuadernos encontré una larga lista de números que me permitirían hablar con la persona más adecuada: el Duque. Marqué el primer número y él mismo me contestó, desafortunadamente para mí, al escuchar mi nombre me preguntó inmediatamente si Albert también se había despedido de mí como lo había hecho de él y de Terry, y entonces supe que ya no habría forma de encontrar al príncipe, porque él así lo había decidido. Porque como dije antes, él había querido poner tierra de por medio.

Creo que siempre supe que Albert, siendo el hombre bueno y obstinado que era, no dejaría que su familia y yo estuviéramos a su lado durante esta nueva prueba a la que se enfrentaba, no porque no nos quisiera, sino porque después de cuatro intentos fallidos por recuperar su memoria, él sabía perfectamente el peso que cada intervención y cada estancia en el hospital ponía sobre los hombros de las personas a las que amaba; el miedo que sentían cada vez que entraba al quirófano; y la decepción que los inundaba cuando regresaba a casa con un ánimo aún más lúgubre que el que tenía cuando lo ingresaban a las clínicas, aun sin saber nada de su pasado. Sabía también el temor que ellos sentían cuando ponían su nombre al lado de la palabra «ejército», y conociéndolo como lo conocía, era lógico pensar que preferiría hacerlos pasar por la preocupación de ignorar su paradero antes que hacerlos sufrir una vez más, al verlo a él postrado en una cama de hospital, con tubos y cables pasándole medicamentos y drogas experimentales, o convaleciente después de alguna intervención quirúrgica, sin tener él siquiera la energía para ofrecerles una palabra de consuelo porque él mismo estaba mucho más nervioso y aterrado que ellos. Prefirió cortar con todos desde el principio, antes que permitir que nuestras esperanzas crecieran, sabiendo que no había ni una sola garantía que pudiese darnos. ¡Vamos, que era incluso posible que nos olvidara también a nosotros en el proceso! Por eso se alejó: para protegernos.

Pero se suponía que conmigo tenía que ser diferente. Yo no había estado a su lado antes. Yo no lo había visto sufrir ni convalecer como su padre o su hermano lo habían hecho. Yo tenía el entrenamiento, la energía y la fuerza de carácter para enfrentarme a todo lo que estaba por venir, y apoyarlo. Sin embargo él había decidido alejarme y sumirme en la preocupación de ignorar su paradero y su estado de salud. Y eso me llenó de rabia, porque apenas unos días antes, cuando la RAF confirmó la muerte de Stear, le había comentado lo aliviada que me sentía al finalmente saber cuál había sido el sino de mi amigo. ¡Y ahora él me ponía en la misma situación! Se marchaba sin decirme a dónde y sin darme siquiera la tranquilidad de tener un contacto al cuál dirigirme para preguntar por él.

Pasé la noche en vela, intentando hacerlo responderme; haciendo que, con cada «bip» que me autorizaba dejarle un mensaje de voz y con cada «enviar» que presionaba, mi ira creciera. Y cuando los primeros rayos de sol se colaron entre las cortinas de mi habitación tenía una resolución tomada: iría a Londres de inmediato, lo buscaría por cielo, mar y tierra y una vez que lo encontrara lo haría escuchar cada una de las palabras que en ese momento se me anudaban en la garganta y se desbordaban como furiosas lágrimas por mis ojos.

Cuando papá preguntó «¿cuándo volverás?», respondí que no lo sabía. Cuando Annie me dijo que era una egoísta por irme cuando ella más me necesitaba, la mandé al demonio y prometí hacer mi mayor esfuerzo para regresar a Chicago cuando mi sobrino naciera, pero sin asegurar nada. Cuando Archie me llevó al aeropuerto y me pidió que intentara ser feliz (porque lo merecía) casi me pongo a llorar y dejo salir contra él todas las emociones que me inundaban.

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