Capítulo 22

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«Todos los días, al despertar el alba, dejo que el pensamiento y mi memoria vuelen alrededor de esta maravillosa tierra. Temo por mi pensamiento, porque no vuelva más, pero mi angustia se centra en la memoria, porque si la perdiera ¿qué sería de mí sin ella?»

Varios días pasaron antes de que volviera a ver a Albert, en parte porque ambos teníamos trabajos que atender (y que habíamos descuidado un poco, al menos yo); y en parte porque él así me lo pidió.

Después de nuestra tarde en la mansión Ardlay, regresé a casa para recibir del guardia del edificio una nota sencilla y lacónica, con una caligrafía elegante y pulcra (que reflejaba la gentileza de su escritor), en la que el Duque me decía que Albert debía quedarse en su casa por el resto de la semana y me dejaba el número de celular del rubio para poder contactarlo si necesitaba algo.

No me sorprendió en nada que Sir Richard intentara alejar a su hijo de mí, a final de cuentas yo había vuelto a ponerlo (aunque sin quererlo) en el banquillo de los sospechosos. Después de su accidente, el príncipe había sido acusado de cosas impensables y terribles que lo atormentaban profundamente y que hasta antes de conocerme había logrado ocultar y olvidar a medias, pero gracias a mí, todo eso había resurgido de aquel lugar oscuro en que lo había escondido con la intención de proteger su cordura.

El Duque de Granchester era un hombre sensato y le tenía legítimo aprecio a Albert, evitar que me viera era una clara muestra de lo mucho que se preocupaba por él, y supongo que yo estaba de acuerdo con él. A mí también me importaban la salud y tranquilidad del príncipe. Y muy en el fondo sabía que quizá yo no era la mejor opción para alguien cuya vida se encontraba en un estado tan endeble.

Respiré profundamente, consciente de que lo mejor que el rubio podía hacer para preservar su tambaleante existencia era obligarme a desaparecer de ella, y recordé que parte de nuestro acuerdo inicial para estar juntos era dejar que las cosas fluyeran solas y que no habría un «nosotros» de por medio, así que saqué mi teléfono, le escribí un mensaje corto en el que le decía que esperaba que estuviera bien, me disculpaba por la terapia de shock de Stear, y le dejaba claro que nos veríamos cuando el tiempo así lo decidiera.

Después de eso me refugié en mi trabajo, para evitar que mi pensamiento regresara tan constantemente a él y, en mi tiempo libre, me dediqué a sacar del cajón de los recuerdos todos los momentos felices que había pasado en mi vida, acompañando cada segundo con música de la cajita de la felicidad que Stear había hecho especialmente para mí, hasta que una noche al salir de la casa de té, mientras caminaba rumbo a mi casa me lo encontré sentado en una banca mirando con detenimiento el cielo.

Por un momento la idea de dar la vuelta y escapar antes de que él pudiera verme me pareció realmente tentadora, pero me di cuenta de lo mucho que echaba de menos el sonido de su voz, así que agradecí al destino por su necia providencia y me encaminé hacia él.

―¿Ves algo que te guste?

Un hola me pareció completamente innecesario. Él no se había dado cuenta de que yo estaba ahí y se sobresaltó al escuchar mi voz, pero se recompuso con presteza.

―Te veo a ti ―respondió cuando desvió la vista del cielo hacia mí. Me guiñó un ojo y yo sonreí agradeciendo que las cosas pudieran ser tan sencillas entre nosotros.

Cada vez que nos veíamos podíamos comenzar a charlar de cualquier cosa sin sentir esa necesidad de amabilidades superfluas o llenar vacíos incómodos. Estar a su lado era como estar con alguien con quien hubiese compartido una vida entera o una amistad de años.

―Volvemos al lado cursi ―bromeé. Como respuesta él me sonrió de vuelta y tocó la banca al lado suyo invitándome a sentarme―. ¿Estás bien?

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