En la vida, hay algunas imágenes que se quedan grabadas a fuego en tu memoria, como la primera vez que observas un edificio o una escultura o pintura que habías deseado ver desde tu más tierna infancia. Y a veces tus recuerdos son tan maravillosos, que si cierras los ojos y te esfuerzas de verdad, puedes incluso evocar los sonidos, los aromas y las emociones que sentiste al ver por vez primera, por ejemplo, el Coliseo, una calurosa tarde de julio, cuando, después de haberte perdido por una callecita romana y pedido indicaciones a italianos que te hacían sentir aún más extraviada, volteaste la cabeza a la izquierda para cruzar una avenida y ahí, erguido, poderoso y bello te esperaba el monumento que con tanto ahínco buscabas, escondido a medias en el horizonte.
Una emoción similar a aquella recorre mi cuerpo cada vez que cierro los ojos y lo recuerdo a él, recargado contra el muro de mi edificio, en una fresca noche londinense, iluminado por la amarilla luz de la calle, vistiendo jeans, una camisa negra, una chaqueta café y protegiendo su cuello con una bufanda blanca; con una pequeña flor amarilla en una mano; un libro y una bolsa de papel con pan y vegetales en la otra, y una radiante sonrisa adornando su rostro al verme.
Exactamente como cuando descubrí el Coliseo, quise soltar un gritillo y correr como una adolescente emocionada a su encuentro, pero también quise tomarme un poco más de tiempo para disfrutar cada segundo y asegurarme de guardar cada detalle en mis recuerdos. Su porte, los colores, la iluminación, el aroma del pan y la fría frescura del viento. Él me esperó sonriente, y estoy segura de que hacía exactamente lo mismo que yo, porque me miraba sin dejar que nada lo distrajera.
Al estar a unos cuantos pasos de distancia, extendió su mano y me entregó la flor, una parte de mí intentó bromear acerca de lo cursi y cliché de su detalle, pero la otra disfrutaba de verdad la idea de que un hombre como Albert me llevara un regalo tan sencillo y lindo. Tomé la flor, tomé su mano y lo saludé con un ligero beso.
―Pensé que estarías con Terry ―había algo en él que hacía que la vocecita criticona de mi cerebro se apagara casi por completo.
―¿Y perderme la oportunidad de estar contigo? ―sus ojos tenían una chispa de complicidad y picardía―. Terry es demasiado feo y aburrido comparado contigo ―reí―. Además siempre que viene a Londres él y Richard cenan juntos, y a lo largo de los años he aprendido a no entrometerme en ese primer encuentro entre ellos. Espero que no hayas comido aún, traigo provisiones ―levantó la mano en la que llevaba la bolsa de papel.
―Muero de hambre y creo que tengo vino para acompañar.
Lo invité a pasar y nomás escuchar la puerta cerrarse tras nosotros, sentí su mano tirar de la mía, me giré para verlo y de inmediato me vi encerrada entre su cuerpo y el muro, y todo a mi alrededor se volvió lejano y borroso al perderme en la intensidad de su beso.
―Lo lamento ―murmuró, con respiración acelerada, pero sonreía y no se escuchaba para nada avergonzado o arrepentido―. Era así como pensaba despedirme de ti esta mañana, y era así como había planeado recibirte esta noche al verte, pero... ¡el honor! ―suspiró―. No es de caballeros exponer a una dama a las murmuraciones de los demás ―reí con ganas y lo besé de nuevo, tomándome el tiempo necesario para acariciar su barba y jugar con su cabello.
―Si tú lo dices, «abuelo». Pero te aseguro que las murmuraciones de todo Londres me tienen sin cuidado. Ahora vamos que todavía me tienes que preparar la cena.
Subimos las escaleras tomados de la mano, entramos a mi departamento y nos dirigimos directamente a la cocina. Creo que nunca antes en mi vida, me había sentido tan cómoda con un hombre después de pasar la noche con él, pero con Albert no sentí la necesidad inmediata de intentar saber si la había pasado bien conmigo; no hubo momentos incómodos, ni sonrisas forzadas, porque desde el inicio no hubieron promesas que podían romperse y porque para mí, estar a su lado resultaba la cosa más normal de todo mi día.
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Pura Imaginación.
FanficLa vida tiende a cumplir nuestros deseos de forma distinta a la que pensábamos. Y ahora al observar la fotografía que tengo frente a mí, me sorprende recordar la delicadeza de su mano al acariciar mi cuello; el calor de su frente apoyada en la mía;...