Capítulo 28

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Es impresionante la cantidad de recuerdos que pueden venir a tu mente mientras observas una sola fotografía. Los sonidos, los colores, las sensaciones. Lo único que aun no logro evocar mientras veo la imagen que tengo frente a mí son los aromas, esos que nos rodeaban en aquel momento. El de las personas que caminaban alrededor nuestro. El particular olor que sale de un tren que está a punto de partir. No recuerdo siquiera como olía él en aquel momento. Aunque en ocasiones me he encontrado a mí misma cerrando los ojos cuando camino por la calle y, por sorpresa, mi nariz reconoce las notas de su perfume. Entonces busco como loca entre quienes caminan a mi lado, una cabellera rubia, una barba con brillos rojizos, sus ojos azules y su sonrisa sincera. Pero sé que es en vano. La vida me lo prestó solo por unos momentos, inesperados y fantásticos, y después, cuando todo parecía hermoso, feliz y mágico, me recordó que tenía que volver a la realidad, y se lo llevó de mi lado.

Pero la foto, esa foto... estéticamente perfecta, me ha hecho recordar tantas cosas, tantas alegrías, tantos sentimientos. Y, aunque a los ojos críticos de quienes conocen de arte, la imagen pueda tener una composición perfecta, con una gran fuerza interpretativa de los personajes, tiene también un solo detalle, pequeñito y aparentemente insignificante, que podría delatar que los modelos son personas reales, y creo que soy la única que se ha percatado de ello: un casi imperceptible cardenal en la línea de su mentón, unos cuantos centímetros más allá de su oreja, casi llegando a tocar su cuello. Lo descubrí hace unos momentos, y al verlo, surgió en mí una emoción extra a las tantas que había sentido al vernos juntos: una profunda tristeza. No, la palabra tristeza suena completamente insuficiente, por más profunda que sea. Lo que siento es más bien desconsuelo. Intenso y doloroso desconsuelo.

Así funciona la mente. Así funcionan los recuerdos. Haciendo que al ver en una fotografía una ligera marca en el mentón de un hombre al que amaste, de entre tus mágicas e intrépidas memorias, surja una que por meses has intentado eludir. Una sola que duele en exceso porque representa el fin de un gran momento.

Ese pequeño moretón trajo a la luz un solo recuerdo, que me hace tanto daño porque me habla de la realidad que puso punto final a aquella experiencia extraordinaria que viví en Londres, e hizo que me despidiera para siempre de uno de los seres más maravillosos que han formado parte de mi existencia.

Mi vida no ha sido precisamente sencilla, eso no es un secreto para nadie, pero siempre he intentado mantener la cabeza en alto, sonreír y levantarme después de cada caída. Aun así, debo confesar que ha habido un par de momentos en los que me he permitido pensar que Dios, la Vida, el Destino o quien quiera que sea el personaje que juega con los hilos de mi existencia quiere evitar a toda costa que sea feliz; o incluso, que el hecho de controlar a millones de seres humanos lo hace ser un ente tan desgraciado y miserable, que la completa felicidad de uno solo de ellos le produce un profundo despecho y envidia, al grado de mandar algo, cualquier cosa, que corte de tajo cualquier asomo de alegría.

Cómo si no podría explicar abrir los ojos una mañana sintiéndome la persona más dichosa sobre la faz de la tierra, sabiéndome amada y satisfecha con el rumbo que estaba tomando mi vida; para después de unas horas sentir que todo a mi alrededor se desmoronaba, el corazón se me hacía pedazos y yo me hundía en un pozo oscuro, triste y frío del que probablemente no saldría jamás. Suena demasiado melodramático, lo sé. Pero aquel día, llegué a sentirme destrozada y completamente fuera de mí, porque ese ser omnipotente y perverso arrancó de mi vida, con un solo movimiento, una de las piezas más importantes, una de las que la mantenían unida mi alma. De un solo golpe, frío, calculado y certero, cercenó un trozo enorme de mi corazón y me dejó vacía, entumecida y completamente rota.

El día amaneció particularmente hermoso, sin una sola nube amenazando con oscurecer el brillo azul de la mañana, con un sol cálido y radiante que parecía estar completamente sincronizado con mi estado de ánimo, como pocas veces lo había visto en Londres. Y digo que estaba en sincronía conmigo porque, no todos los días tenía la posibilidad de despertar y saber que estaba locamente enamorada de un hombre que me ama con locura, y que él, mi vagabundo-pirata-hijo-de-un-duque-príncipe-de-la-colina-desmemoriado, correspondía mis sentimientos, cosa que me hacía extremadamente feliz.

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