9. El traficante

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Frank había vuelto a la casa de Margaret a primera hora de la mañana. La nieve caída durante la noche había transformado el paisaje a solo dos tonos, el oscuro de los edificios, automóviles y personas y el claro del cielo, la niebla y la nieve. Un cuadro bitonal en una mañana tan fría como su mente y tan aterida como su propio corazón.
Al ver a Margaret, Frank tuvo que morderse la lengua para no contarle la verdad: ¡Nuestra hija está viva!
No podía hacerlo, por el momento debería seguir sufriendo y añorando a su pequeña. Era primordial que ellos no notasen ningún cambio en su comportamiento.
Y hablando de ellos. Frank siempre tomando las oportunas precauciones, oteó las calles aledañas buscando su presencia.
Un corredor matinal se acercaba hacia él por la acera contraria, una señora mayor paseaba a su caniche tirando de él con irritación, el repartidor de una empresa de bebidas refrescantes descargaba sus mercancías para llevarlas a la cafetería contigua, en la cual un caballero, trajeado y portando un maletín que había dejado en el suelo junto a sus pies, bebía una taza de café sentado en una de las mesas y una exuberante rubia teñida y con sobrepeso engullía un trozo de tarta cuyas calorías no le ayudarían a bajar de peso, sino todo lo contrario.
¿Quién de ellos le estaría vigilando? Sin duda alguno de ellos o incluso los cinco y no pecaba de paranoico. Cosas más raras había visto a lo largo de su vida como para asombrarse a estás alturas.
Fuera el que fuese, no podía hacer nada por evitarlo, sólo permanecer al acecho y esperar una oportunidad de desenmascararlo.
—Buenos días, Frank —dijo Margaret besándolo en la mejilla — ¿Para qué te hizo ir a comisaría el inspector Murray, ayer?
—Para nada en especial, aún siguen investigando sobre la matricula del automóvil que...No tienen pistas nuevas y va a resultar difícil que al final encuentren algo.
Odiaba tener que mentirla, siempre lo había odiado, porque tampoco era la primera vez que lo hacía.
—No lo encontrarán, ¿verdad?
—No lo sé, Margaret.
—Tampoco importa ya. Nuestra niña se ha ido y nada nos la devolverá.
Si pudiera contarte, pensó, Frank.
—Están haciendo todo lo que pueden —. Fue lo que dijo.
—No lo suficiente. Tu siempre decías que la policía carecía de recursos...Sí tú no te hubieras retirado... —dejo la frase en el aire, en expectativa.
—Yo estoy colaborando en lo que puedo, Margaret, en todo lo que puedo.
—No te estoy culpando de nada, Frank. Sé que haces lo que puedes, pero es que...
Frank la abrazó, sintiendo como su exmujer temblaba.
—¿Tienes que volver a marcharte? — Preguntó ella.
El asintió en silencio.
—Lo estás haciendo, ¿verdad? ¿Estás buscándolo por tu cuenta? Conozco esa expresión, Frank. Era la misma que antes tenías cuando había cosas que no podías contarme...Lo encontrarás, ¿verdad? Necesito que lo hagas...
Él volvió a asentir sin decir palabra. No creía que le pudieran estar escuchando en este momento aunque...
—Entonces te dejo marchar. No te preocupes por mí, estaré bien.
—¿Y Matt? —Preguntó a su vez, Frank.
—Se marchó. No pudo soportar la humillación. No importa. Matt nunca fue...Nunca fue como tú.
La volvió a besar y está vez si que noto el sabor del pasado en sus labios, de momentos tristes y otros de dicha, de susurros y gemidos, de intensas miradas y deseos alcanzados. Un sabor que no habría creído volver a sentir nunca más, pero que volvía a él como un soplo de brisa en el calor sofocante del verano.
—Te quiero Margaret —le dijo muy bajito con un susurro.
—Y yo a ti, Frank —respondió ella rozando sus ojos con sus labios. Luego le miró y él vio en su intensa mirada, todo el dolor que su corazón soportaba —. Y cuando le encuentres, no tengas piedad. Prométemelo, Frank...
—Te lo prometo.
Había salido de aquella casa, como quien sale al mundo sabiéndose un ganador, con una sonrisa en su rostro e imaginando la felicidad de ella cuando supiera al fin que su hija aún seguía viva.
Se fijo nuevamente en la gente a su alrededor. Ni el repartidor, ni la señora del perrito, ni el hombre trajeado, ni tampoco la rubia despampanante estaban, pero el deportista sí, sólo que esta vez estaba sentado en un banco, leyendo un libro.
¿A quién iba a ocurrírsele leer un libro en la calle, con el frío tan intenso que hacía?
Seguramente le tomaban por tonto.
Frank hizo como que no se daba cuenta de su presencia y pasó a su lado sin mirarle. El otro le levantó del banco y guardó el libro en una mochila dispuesto a seguirlo. Frank le estuvo observando mirando su reflejo en los espejos retrovisores de los coches aparcados junto a la acera. Era un auténtico patán. Si todos fueran como él lo tendría muy fácil, lamentablemente no creía que todos fueran igual de imbéciles.
De todas formas en estos momentos necesitaba que le siguieran, así sabrían que se comportaba según las ordenes. El lugar al que se dirigía era un pequeño almacén donde sabía que podría encontrar a Helmutt Whesley, el traficantes de armas.
Golpeó el cierre metálico varias veces como solía hacer siempre que había venido a ese lugar. Nadie respondió, pero era de esperar. Ahora mismo un arma le apuntaba desde una de las ventanas del primer piso.
—Helmutt, soy Frank, abre la maldita puerta grandísimo cabrón.
La puerta se abrió con un sonido de cerrojos descorriéndose y ruido de cadenas.
—¿Frank? —susurró una voz a través de la rendija.
—Te escondes como si tuvieras algo que ocultar, Helmutt.
—Joder, Frank...¿Qué haces aquí? Creí que te habías jubilado.
—Y lo hice, pero alguien me ha puesto en el juego de nuevo.
—Entra amigo mio...¿vienes sólo? ¿No te habrán seguido?
—Estoy sólo. Déjame entrar de una vez.
Frank pasó a través de la rendija de la puerta y Helmutt volvió a echar los cerrojos. Aquello parecía una caja fuerte. Tenia más seguridad que el palacio Topkapi.
—¿Estas paranoico, amigo? —Le preguntó Frank al comprobar la mirada ida del joven y su ansiedad.
—¿Paranoico? No, estoy acojonado, Frank. Creo que quieren quitarme del medio.
Helmutt Whesley, un joven de treinta y tres años, pelirrojo y desgarbado y con la mirada huidiza. Siempre había estado un poco loco, pero aquello se pasaba de la raya.
—¿Quién es esta vez. La CIA, el MI5 o la guardia del Papa?
—No te cachondees, Frank. Hablo muy en serio. Anoche intentaron matarme. No se quienes son esos hijos de perra, pero eran profesionales...
—¿Te has ido de la lengua o le vendiste a alguien mercancía defectuosa? —Frank conocía muy bien a su amigo. Era capaz de venderle a un ciego unos prismáticos de campaña.
—Ya me conoces, no soy un delator y mis armas son lo mejor del mercado, como siempre. La verdad es que no sé porqué vienen a por mí. Yo no he hecho nada...esta vez.
—Te ayudare, Helmutt, pero yo también necesito tu ayuda. Busco uno de tus juguetitos, pagaré bien.
—Ya sabes que todo lo mio es tuyo, Frank, coge lo que quieras y guarda tu dinero. Sabes que te debo muchas amigo. Helmutt Wesley nunca olvida.
Frank le había salvado el cuello en muchas ocasiones, una de ellas literalmente.
—¿Me echarás un cable esta vez? —Le preguntó con una tímida sonrisa.
—Lo que sea por un amigo.
—Tú si que eres grande, Frank. Un tío cojonudo, de los poquitos que quedan.
—Vale, menos coba, explícame lo que sucedió anoche.

—Vale, menos coba, explícame lo que sucedió anoche

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Sombras del pasado (Terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora