20. Un justo castigo

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Frank había comprendido todo en ese preciso momento. Su hija nunca estaría a salvo aunque él acabara con la tarea que le habían encomendado y tampoco él sobreviviría. Eso no entraba a formar parte del plan que ellos tenían pensado. Les matarían a los dos, no podían dejar cabos sueltos.
—Te prometo que Kelsey estará a salvo mientras tú cumplas tu parte en este asunto —Violet parecía haber leído sus pensamientos —. Después cuando todo haya acabado, podrás reunirte con ella.
Frank apenas la escuchaba, su mente trataba de recordar algo que Violet había dicho hacia unos instantes.
—No tengo esperanza en recuperar a mi hija, ya no. Sé que somos prescindibles. Nos matareis a los dos...Así que, ¿por qué voy a seguiros el juego?
—¿Qué estás diciendo, Frank? —Ella pareció perder la calma por vez primera.
—Estoy diciendo que os podéis ir a la mierda todos vosotros. No pienso asesinar a nadie, a no ser que sea a vosotros, empezando por ti, Violet.
—¿Te has vuelto loco? ¡Matarán a tu hija, Frank!
—No si ellos no se enteran de esta conversación.
Por fin había recordado las palabras que le habían llamado la atención. Violet dijo: En cuanto les cuente tus planes de rescatar a tu hija,  haremos todo lo posible por impedirlos...
Pero si no llegaba a contarles nada...
Frank actuó con rapidez. De un manotazo apartó el arma que Violet sujetaba en su mano, haciendo que cayera al suelo, el siguiente golpe la alcanzó en la base del cuello, justo en la tráquea. Ella se llevó las manos al cuello tratando de respirar, sin apenas conseguirlo y con los ojos desorbitados. Frank la sujetó, mirándola a los ojos mientras ella lentamente se asfixiaba. La muerte empañó sus preciosos ojos verde claro y en ese momento Frank la soltó dejando que su cuerpo cayera al suelo. Estaba muerta.
Frank se arrodilló junto a ella. Aunque habían estado juntos muy poco tiempo, había llegado a apreciarla. Era una lastima, pensó, una hija que quería agradar a su padre aunque supiera que lo que este tenía planeado hacer estuviera mal. No podía haber acabado de otra forma, llegados a este punto su muerte era inevitable.
Frank registró sus bolsillos y cogió todo el dinero y las joyas que llevaba, en realidad tan sólo un anillo y una cadenita de oro, guardándoselas en un bolsillo. También se guardó su teléfono móvil y escondió el cuerpo de la joven tras unos contenedores. Cuando la encontrara la policía pensarían que se había tratado de un robo con violencia. Uno más de las decenas de atracos que sucedían cada día en una ciudad como aquella.
Frank no se volvió a mirar mientras se alejaba del callejón y se mezclaba con las personas que deambulaban por las calles.
Matar se había convertido en algo tan sencillo para él que a veces le daba verdadero pánico. Fue por eso por lo que decidió retirarse hacía cinco años, pero parecía que el destino no estaba de acuerdo con ello.
Eres un adicto a la muerte, se dijo.
Lo era, pero volvía a sentirse seguro otra vez sabiendo que ahora nadie conocía sus planes y además había logrado hacer que ella confesara. Era el momento de hacer una visita a cierto congresista corrupto. Una visita que no olvidaría jamás. Después tendría que encargarse de aquel que decía llamarse su amigo.
Frank volvió a su hotel y subió directamente a su habitación. Sacó la bolsa de deporte negra donde guardaba las armas del armario, donde la había dejado oculta tras unas mantas y cogió la pistola que llevaba acoplado el silenciador.
Bajo al hall del hotel y se sentó frente a uno de los ordenadores portátiles que había disponibles para los clientes. Necesitaba saber la dirección de Boorman, aunque creía recordar que vivía en una urbanización de lujo a las afueras de Denver, junto a uno de los muchos campos de golf que había en la ciudad.
Boorman era el dueño de una multinacional dedicada a la compra-venta de joyas. Toda su fortuna, que era incalculable, venía de ese lucrativo negocio, pero de nada le iban a servir su millones cuando le metiera un balazo entre las cejas.
Encontró la dirección de una de sus empresas, pero no la de su domicilio particular. Era lógico, pero seguro que alguno de sus empleados sí que conocería esa dirección. Era el momento de salir de compras.
Salió del hotel con paso firme y miró a su alrededor. No creía que nadie le siguiera, pero no estaba de más ser precavido. Tomó el primer taxi que encontró y le dio la dirección al conductor.
Volvió a relajarse como siempre que tomaba un taxi. Era como una pequeña pausa entre el pasado que dejaba atras y el futuro que tenía delante. Un instante de relax, demasiado corto a veces y en el que podía permitirse aclarar sus ideas.
Cuando llegó a su destino en una de las zonas más elegantes de la ciudad, reconoció la joyería a la que se dirigía. Era un local de alto standing, sólo apto para carteras muy bien forradas de dolares. Frank no creía poder comprar ni tan siquiera un alfiler de corbata y eso que no andaba mal de recursos monetarios. Entró en la tienda ante el estupor de uno de los empleados que reaccionó con desagrado al ver sus pintas.
Frank llevaba la misma ropa que había traído en su precipitado viaje a Denver. Unos pantalones tejanos, una camisa algo arrugada a cuadros rojos y blancos y una cazadora de cuero marrón. Restregó sus botas de cuero en un felpudo de diseño que había en la entrada y alzó la cabeza con ostentoso orgullo. El dinero no hacía a la gente, pensó, en todo caso la hacía mas imbécil de lo que ya era.
—¿Deseaba algo, caballero? —Le atajo el mismo dependiente que antes le había mirado con velado desprecio.
—Sí, me gustaría hablar con el gerente. Tengo que presentar una queja.
El tono de su voz, autoritario, convenció al otro de que quizás las apariencias engañasen. Sobre todo porque había dicho una de las palabras prohibidas en cualquier tipo de negocio: quejarse.
—Enseguida.
El dependiente voló a la parte de atrás de la joyería y regresó en escasos segundos.
—Haga el favor de acompañarme, caballero.
Le llevó hasta un despacho muy bien acondicionado. Un sillón de piel, una mesa baja de cristal, una cálida luz que parecía envolverlo todo y cuyo punto de origen no llegaba a verse y frente a él una mesa de caoba tras la cual se sentaba el gerente de la empresa.
—Buenas tardes, ¿con quién tengo el gusto de hablar?
El gerente se había levantado para estrecharle la mano.
—Me llamo, Oliver Greyhouse —Frank dijo el primer nombre que le vino a la cabeza mientras estrechaba la mano del hombrecillo que tenía delante. Unos cincuenta años y escasamente un metro cuarenta y cinco de altura. Un fino bigotillo sombreaba su labio superior y unas gruesas lentes de carey le daban un aspecto grotesco, ademas era bastante calvo —. De los Greyhouse de Maryland. Seguro que ha oído hablar de nuestro apellido.
—Sí, sí...claro que sí —mintió el hombrecillo —¿Que puedo hacer por usted, señor Greyhouse?
—Le dije a ese empleaducho que tiene usted ahí afuera que venía a presentar una queja. Por cierto que el trato que me ha dispensado ha sido ciertamente horrible. Tendré que hablar con mi amigo Henry para que haga algo con ese tipo de personas. ¡Un grosero, eso es lo que es!
—¿Henry..? ¿El señor Boorman es amigo suyo?
—Íntimos, eso es lo que somos.
—No sé preocupe, señor Greyhouse. Yo mismo me encargaré de reprender a Thomas, por cierto ¿que es lo que le ha dicho? —. El hombrecillo tragaba saliva, mientras sudaba copiosamente por su calva.
—Me ofendió. Seguramente pensó que era un pordiosero al verme vestido así. Ha de saber que vengo de cazar en las Rocosas junto con el hermano del presidente de este nuestro país , ¿con que pintas cree usted que puedo venir, con smoking?
—No, no, claro. Está usted fenómeno con ese traje. Thomas es un poco, ¿como diría...?
—¿Imbecil? —Dijo Frank, riéndose por dentro, pero muy serio de cara al escenario.
—Sí, eso también...No se preocupe, mañana mismo le pondré de patitas en la calle.
—¿Mañana? ¿Por qué no ahora mismo? Fíjese que soy una persona muy comprensiva, porque sino le preguntaría a Henry, ¿qué clase de personal trabaja para él?
—¡Ahora mismo! ¡Le despediré ahora mismo!
—Veo que es usted muy comprensivo ¿señor...? Creo que no me ha dicho su nombre...
—Longfellow, Martin Longfellow.
Frank se mordió los labios para no echarse a reír.
—Bien, señor Longfellow. He venido aquí para dejar una queja. Un buen amigo mio compró hace unos días un regalo para su esposa, unos pendientes con diamantes y ¿Sabe qué? Uno de los diamantes se desprendió al cabo de unos días. ¿Cómo puede ser eso posible, señor Longfellow? Estaba tan consternado que fui a ver a Henry directamente a su casa en...¡maldita sea! No recuerdo el nombre de esa urbanización...
—Flagswood —recitó de memoria el gerente.
—Esa misma, Flagswood. Pues bien, estuve allí, pero Henry había salido de viaje y no pude llegar a verle. Entonces decidí venir yo mismo aquí y presentar la queja directamente.
—Dígale a su amigo, señor Greyhouse que nos traiga los pendientes, yo mismo me encargaré personalmente de que queden como nuevos. Hizo bien en acudir a nosotros y no molestar al señor Boorman con estás nimiedades.
—Le estoy muy agradecido señor Longfellow, por su amabilidad. Hablare con Henry de su extremada educación —Frank se levantó y el gerente le acompañó hasta la puerta. Al pasar junto a Thomas el dependiente, Frank sonrió con malicia. Sabía de uno que no volvería a tener prejuicios contra las personas que no eran de su estatus social. 

 

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Sombras del pasado (Terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora