XVIII

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Cuestan los días cuando las penas del pasado se suben a los hombros. Me lo enseñó un viejo amigo llamado Martín. Ojos tristes, canas pronunciadas, chueco, seco en las pocas palabras que usaba por aquellos días en que lo conocí. La amargura siempre se relaciona con el pasado. Eso también lo solía decir siempre como si su propia experiencia fuese una cátedra a estudiar y analizar. 

¿Ego? El más grande del mundo. No lo ignoraba, no lo ocultaba. Pero así y todo se podía encontrar sabiduría en sus palabras, en sus enseñanzas, en esas viejas canciones que citaba y en sus monólogos de política, filosofía, tango y fútbol. 

Cuando conocí a Martín tenía una costumbre de viejo con mañas y obsesiones. Lo hacía a la mañana, a la tarde, a la noche, lejos o cerca, con disimulos o frente a los ojos de todo el mundo. No le importaba la manera sino hacerlo. Como un ritual que se castigue con el infierno en caso de no realizarse. Me daba la sensación que ni el cristiano más terco tenía esa devoción por los ritos como él. Formaban parte de su rutina, fijados en su agenda, una vez por año, de manera caprichosa.

Pero Martín, en realidad, no tenía devoción ni locura por los ritos. Estos para él eran el camino a lo que despertaba toda su pasión: Ella. 

Martín todavía la soñaba de vez en cuando y eso que llevaba años sin verla. La pensaba en la mañana y la añoraba por las noches. Cuando lo conocí estaba en esos años de preguntas constantes y vasos de vino. De a poco se iba yendo de él mismo y de ella. 

Tomaba un malbec en lo de Don Esteban cuando lo entrevisté por primera vez. Recuerdo que afuera caía una lluvia espantosa. Se deducía en cualquier momento se cortaba la luz pero sin embargo ahí estábamos tomando vino y compartiendo un puchero. Martín hablaba como un tanguero de los años treinta. Por qué lo entrevistaba ya no tenía sentido. Yo quería saber por sus costumbres, su rutina que de a poco avisaba que iba a empezar a abandonar. Pero todavía cumplía con el ritual sagrado y cruel. 

Martín con todo el misterio mezclado con sabiduría me confesó su historia. Su ritual era un recuerdo de aquellos jóvenes que se habían amado. El recuerdo que ahora se convertía en una especia de deseo. De amarlos en el presente, de honrarlos, de mantener viva una llama aunque sea en la memoria suya. 

De hacerse mito. 

Así que todos los días buscaba un lugar, una pared, un árbol, el cordón de la vereda, el asiento de un colectivo, un billete de dos pesos o los folletos que te suelen dar en la vía pública. Cualquiera servía. Y allí, en esos lugares cotidianos, Martín escribía una y otra vez, año tras año, la misma frase:

"Otro 24 de febrero que se cae del almanaque"

Martín nunca me detalló más de nada sobre eso. Ni sobre la frase, ni sobre la historia, ni el nombre de ella o su pasado. Solo avisaba que estaba cerca de dejar de hacerlo, de terminar el mito que construía a pesar de que pareciera que solo él lo entendía. 

¿Sólo él? O quizás por ahí andaba ella, buscando sus carteles, leyéndolos, armando también un mito entre los dos. 

Nunca lo supe. Creo que nadie lo supo nunca. 

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