Albor.

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Cuando nuevamente abrió los ojos unos orbes amatista lo miraban fijamente. Una sensación extraña se formó en su pecho; no podía identificar si era agradable o desagradable; pero poco a poco fue tornándose más clara, más fuerte. Miedo. Sentía miedo.

Parpadeó confundido. Zero jamás le había infundido miedo. Bueno, cuando despertó y lo miraba con cara de querer asesinarlo, sí. Pero luego de eso jamás le produjo miedo alguno.

Frunció el ceño. Estuvo a punto de decir algo cuando una avalancha de imágenes pasó frente a sus ojos. Una avalancha de emociones apareció con ellas.

Cierto. Había recordado. El sello que mantenía sus recuerdos se había roto. Ahora entendía.

Al miedo se le sumó la culpa. Las crueles palabras que una vez dijo a Zero se repetían en su cabeza.

Apretó los labios.

¿Cómo, después de todo lo que hizo, el Zero lo había aceptado en su hogar? ¿Cómo había podido consolarlo, apoyarlo, protegerlo? ¿Cómo había podido ayudarle a adaptarse? ¿Cómo?

No lo entendía. No quería entenderlo.

¿Cómo podría él verlo a la cara sin llorar?

Sabía que no era un comportamiento digno de un sangre pura, de un adulto con más de diez mil años, pero se sentía incapaz de volver a usar esa indiferencia de antaño. Estaba seguro que no podría hacerlo.

— Kaname.

Se encogió sobre sí mismo. No quería alzar la mirada. No quería ver el rechazo. ¡Qué cosa tan curiosa! Su antiguo yo habría mantenido su mirada, esperando paciente el avanzar de los acontecimientos. ¡Pero él no podía! Se sentía como un niño; como el niño de 6 años que jugaba con su madre a las escondidas; como el niño de 10 que había sido acogido por esa anciana curandera; como el joven de 1500 que había encontrado paz junto sus hermanos.

Habían sido tan pocas veces que había dejado que su lado infantil saliera a flote. Tan pocas... Se había cansado que terminaran en lo mismo. Su madre, su abuela y sus hermanos se habían marchado. Yuuki se había marchado— aquello también era su culpa— y ahora perdería a Zero.

Sintió a Zero levantarse y avanzar hacia él. Apretó los puños con fuerza.

— No te tortures. —abrió los ojos sorprendido cuando la mano contraria revolvió su cabello, de esa forma tan común en los últimos meses. — No necesitas cambiar si no quieres.

Zero lo notó de inmediato. Cuando Kaname bajó la mirada y apretó los labios acongojado, él notó que era el mismo Kaname que dos días atrás le había preguntado si fue el culpable de su desdicha.

Era el mismo Kaname que había preparado panqueques la primera semana en su casa; el mismo que había llorado con un espectáculo de circo; el mismo que había salvado a un niño con un simple fierro oxidado; el mismo que le comentaba con entusiasmo cada libro que leía, cada canción que escuchaba y cada película que veía; el mismo que lloraba asustado por pesadillas y el mismo que reía con los chistes malos de su hijo.

Era el mismo Kaname que se había jurado proteger.

— ¿Por qué lo haces? ¿Cómo? —susurró, alzando por fin la mirada.

— Te lo dije. Si hubiera vivido todo lo que tú, tal vez, habría tomado decisiones similares. —apartó la mano del cabello contrario, y le sonrió. — Era un niño herido. Lo fui por muchos años. Pero la vida es así. Te golpea y te levanta.

— Pero fui yo quien te hizo tanto daño...

— Los humanos también te hicieron mucho daño. Me contaste lo de tu madre; seguramente ocurrieron muchas cosas más. Pero jamás me pareció que los odiaras.

Flor de AlmendroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora