Capítulo 4

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Siena


Calle Baxter


Little Italy


1940


Tendría que haberme quedado en casa, el tío se pondrá furioso cuando se entere de que he salido sin su permiso y le echará la culpa al pobre Toni. Sonrío. No tendría que haberme dejado al cuidado de él. Toni es demasiado influenciable y está enamorado, es un decir, de una de las chicas que trabajan en la cocina. Ha bastado con que le dijera que quería ir a rezar un rato sola y que le insinuase que Clementina tenía dos horas libres para que desapareciera del pasillo que hay frente a mi dormitorio.


Me siento un poco culpable, Toni no se merece el sermón que se le avecina, pero no podía quedarme allí encerrada ni un segundo más. Cada vez que cierro los ojos veo la sangre del señor Belcastro extendiéndose por la preciosa alfombra que cubre el suelo de su librería.


Si no me hubiese levantado, si no hubiese estado detrás de esa estantería buscando esa vieja edición de Romeo y Julieta, él estaría vivo.


«O los dos estaríamos muertos».


No me gusta salir a escondidas de casa, me ha costado mucho que mi tío confíe en mi capacidad para moverme sola por la ciudad y no quiero traicionar su confianza. Hacía mucho tiempo que no se ponía así, que no me encerraba a cal y canto en esa casa que es demasiado lujosa, demasiado grande y demasiado peligrosa para mí. Y también para él, aunque no quiera reconocerlo. Hoy, si él hubiese estado aquí, no habría podido salir. O si hubiese dejado a más hombres en Nueva York tampoco. Esta mañana, cuando se ha despedido antes de irse a Chicago, me ha sujetado el rostro entre las manos y me ha dicho que no se me ocurriese volver a asustarle. «Eres lo único que me queda, Siena». En ese instante me ha permitido verle de verdad, algo que no sucedía desde el funeral de mis padres. Le he abrazado, qué otra cosa iba a hacer, y después él se ha apartado y me ha recordado todas las cosas que no podía hacer mientras él no estuviera.


Creo que ya he hecho más de la mitad.


No sé qué pretendo conseguir exactamente yendo a Verona, la librería del señor Belcastro, solo sé que tengo que ir. El señor Belcastro fue la primera persona que me trató con cariño cuando llegué a Nueva York hace cinco años y sé que sin su apoyo ninguna de las chicas del barrio se me habría acercado ni me habría ofrecido su amistad sincera. Sin las bromas de Emmett Belcastro, yo habría sido siempre la sobrina de Cavalcanti y la gente se habría acercado a mí con miedo y solo para evitar la ira de mi tío.


Emmett no se cansó nunca de repetir que mi tío y yo éramos dos personas distintas y que nadie debía juzgarme, para bien o para mal, por los negocios de mi tío. Fue muy difícil, aún lo es, y más porque yo sigo sin entender por qué lo hace. Nadie lo sabe, pero Luciano Cavalcanti puede hacer cualquier cosa que se proponga y me llena de rabia y de dolor que no haya elegido otro camino. Bueno, quizá aún estoy a tiempo de hacerle cambiar. La muerte de Emmett le ha afectado mucho y, si en Chicago quieren quedarse con todo, tal vez sea el momento perfecto para que él se retire.


Cruzo la última calle y miro hacia ambos lados. No me sigue nadie, Toni estará con Clementina y los pocos hombres que quedaban en casa no se han percatado aún de mi ausencia. Una parte de mí sabe que es imposible que Luciano dimita o se jubile, papá lo sabía y por eso llevaba años sin hablarse con él.


Llego a la librería, hay dos ramos de gardenias blancas en el suelo y los recojo con mucho cuidado. Intento abrir la puerta, está cerrada y aunque la empujo no cede. No importa, Emmett me contó dónde escondía la llave por si salía a dar un paseo y se olvidaba de coger la que utilizaba normalmente. Me contó también que había varios chicos y chicas del barrio que conocían ese escondite y que lo prefería así porque quería que tuviesen un lugar al que acudir en el caso de que se torcieran las cosas en casa.

Vanderbilt AvenueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora