Capítulo 17

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Jack
Vanderbilt Avenue
1940
Dos semanas sin verla.
Dos semanas sin besarla.
Dos semanas sin estar dentro de ella.
Dos semanas.
Dos jodidas semanas.
El tatuador volvió de la boda de Filadelfia y me contó todo lo que recordaba sobre el hombre al que le había tatuado una cola de sirena en la nuca, es decir, nada o muy poco.
Había sucedido siete u ocho años atrás y el tipo había estado en la cárcel. Eso era todo lo que sabía, además de una estúpida leyenda italiana que el hombre le había contado cuando él le preguntó por qué quería ese tatuaje. Según decía la leyenda, la ciudad de Nápoles se había construido cerca de Parténope, una antigua ciudad griega y, según la mitología griega, Parténope era la menor de las tres sirenas que desde las rocas de Capri intentaron seducir a Odiseo con sus cánticos. Odiseo se ató al palo mayor de su barco y consiguió resistir el embrujo de las sirenas y salvarse. Parténope, desesperada, se ahogó de pena y su cuerpo sin vida llegó a la costa donde se construyó la ciudad con su nombre.
Sabía que el hombre del tatuaje era italiano y que casi con toda seguridad había nacido en Nápoles y aunque estaba en América seguía sintiendo que pertenecía a la madre patria. Eso prácticamente solo eliminaba de mi lista de sospechosos a las mujeres y a los niños de Little Italy.
El tatuador me prometió que buscaría entre sus archivos y que si encontraba algo que pudiera ayudarme se pondría en contacto conmigo. Le creí, era un hombre honrado, lo bastante para reconocerme que no solía guardar demasiada información sobre los clientes como el hombre de la sirena porque no quería tener problemas.
No había vuelto a acercarme al Blue Moon y Nick Valenti tampoco había vuelto a cruzarse conmigo a pesar de que a lo largo de esas dos semanas había visitado con frecuencia Little Italy. La gente parecía haberse acostumbrado a mí, no puedo decir que me tratasen como a uno más, pero sí que muchos empezaban a hablarme con amabilidad y sin tratarme como a un policía.
Anderson estaba pletórico, todo estaba resultando ser más lento de lo que él había previsto o habría deseado, pero al menos funcionaba. La parte de la investigación que se había centrado en Chicago había llegado a un punto muerto. Nuestro hombre allí, cuya identidad yo desconocía, había desaparecido sin avisar y no podíamos mandar a otro y esperar que se introdujese en las familias italianas de la noche a la mañana.
Anderson nos ha citado a Restepo y a mí en la comisaría. Les estoy esperando en su despacho y aprovecho para repasar las fotografías del asesinato de Emmett Belcastro en busca de cualquier detalle que se me pudiese haber pasado por alto la primera vez.
—Buenos días, Jack.
El capitán Restepo es el primero en llegar y se apoya relajadamente en la mesa.
—¿No le parece que es una muerte muy violenta para alguien al que todo Little Italy adoraba abiertamente? —le pregunto. Eso es lo que más me inquieta de este caso, la brutalidad.
—Sí, el asesino estaba furioso con Belcastro o con alguien para quien Belcastro era importante.
—No consigo encontrar a nadie. Belcastro era un solitario, solo vivía para sus libros y para los clientes que entraban en Verona. No tiene sentido.
—Quizá la muerte de Belcastro no tenga sentido si la analizamos dentro de la vida que conocemos de él —sugiere Restepo—, pero tal vez lo tenga dentro de su pasado.
La vieja fotografía que tengo en el bolsillo de la americana puede ser la clave. No se por qué no se le ha enseñado antes a Restepo y a Anderson. Este último llega entonces como si lo hubiese conjurado con mis pensamientos.
—Lamento el retraso. Tengo noticias, Luciano Cavalcanti ya está de regreso. Unos agentes me han confirmado que ayer por la noche llegó a su casa de Little Italy. Tenemos que darnos prisa, ¿crees que si vas a hablar con él te recibirá?
—No, aún no.
Nick Valenti se encargará de que su jefe no me reciba y la verdad es que no tengo ningunas ganas de estar cara a cara con el tío de Siena.
—Pues ve a Little Italy e intenta averiguar por otros medios qué ha sucedido en Chicago.
—Está bien, ¿algo más?
Llaman a la puerta y un agente le pide a Restepo que salga a ocuparse de un problema. El capitán no lo duda y nos deja solos a Anderson y a mí.
—Veo que ya estás mejor, Jack.
Cierro la carpeta con la información de Emmett Belcastro y me giro hacia el superintendente que está de pie frente a la ventana del despacho.
—¿He estado mal?
Sonríe y sigue con su teoría.
—Al principio me pregunté si me había precipitado mandándote de regreso a Little Italy.
—Han pasado diez años.
—El tiempo no es garantía de nada, Jack. Ayer estuve hablando con otro de mis hombres, lleva meses investigando un asesinato en la prisión del condado y me dijo que creía haber visto a un hombre con una cola de sirena tatuada en un brazo. Quizá podrías ir a hablar con él.
—Lo haré.
Saco mi cuaderno para tomar nota.
—No es nuestro sospechoso, evidentemente, pero tal vez sepa quién es el hombre con la cola de sirena en la nuca, es un tatuaje extraño y si coincidieron en la cárcel seguro que hablaron de eso.
Esa conversación sobre cárceles e internos me recuerda la que mantuvimos la noche que conocí a Anderson y mi mente está tan alterada por culpa de la falta de sueño y del deseo que aún siento por Siena que no me censura cuando le pregunto:
—La noche que me arrestó, ¿cómo sabía lo de mis padres? ¿Fue todo una coincidencia?
Anderson se aparta de la ventana y se acerca a mí, me mira a los ojos. No sé qué busca en ellos, pero debe de encontrarlo porque vuelve a dirigirse hacia la ventana y empieza a hablar.
—Supongo que en cierto modo lo fue. El incendio del taller de los Parissi nos impactó mucho a todos. En esa época yo era un mero agente que patrullaba con frecuencia por esa zona y recuerdo que se me puso la piel de gallina cuando pasé por delante de los restos del edificio. —Cierro los puños y espero a que siga con la historia—. Los detectives que llevaron el caso eran unos chapuzas, pero el jefe de los bomberos era uno de los mejores que he conocido nunca y un día, años más tarde, me aseguró que ese fuego no había sido un accidente. El jefe y yo estábamos tomando una copa y me explicó que el caso había quedado cerrado desde arriba. A nadie parecía importarle, pero supongo que me molestó que la muerte de toda esa gente pudiese archivarse sin más y los datos del caso se quedaron grabados en mi memoria.
—¿Hubo algún sospechoso?
—No que yo sepa. Pasaron los años, la ley seca hizo estragos en toda la ciudad, pero convirtió a Little Italy en un barrio sin ley donde la vida parecía carecer de valor. Empecé a reunir información sobre policías y jueces corruptos y sobre casos que misteriosamente quedaban archivados.
—Es un milagro que no le hayan matado, Anderson.
—Aún pueden hacerlo. —Se pasa las manos por el pelo, tiene muchas más canas que cuando le conocí—. Fabrizio Tabone fue arrestado junto con tres otros hombres por el asesinato de un tendero en el barrio irlandés. Mientras le interrogábamos insinuó que era intocable, que estaba protegido por el mismísimo Luciano Cavalcanti, y le ofrecimos un trato: si nos entregaba a Cavalcanti, le dejaríamos marchar.
—Lo rechazó.
—Sí, fue a la cárcel convencido de que así Cavalcanti le compensaría por su sacrificio, algo que creo que no llegó a suceder. Vigilé a Tabone de cerca una vez quedó en libertad y vi cómo ascendía como criminal, pero lejos de Cavalcanti.
—¿Cómo llegó hasta mí?
—Siempre me fascinó que tanto Amalia como tú no tuvieseis nada que ver con las actividades delictivas de tu padre.
—Los dos sabemos que no es mi padre.
—Te vigilé de cerca, vi que eras distinto y que te resistías a acercarte a Cavalcanti y a su mundo. Uno de mis informantes en la cárcel me contó que Fabrizio bebía, al parecer así sobrevivió mientras estaba encerrado, metiendo alcohol en la cárcel y vendiéndolo a los otros presos. Un día, mientras estaba borracho, dijo que había cometido un error quedándose contigo, que tendría que haber dejado que te llevasen a un orfanato. La frase me llamó la curiosidad y busqué los documentos de Ellis Island. En algún lugar debía constar si habían llegado contigo. Descubrí que, a su llegada, Amalia
Tabone había llegado embarazada y encontré también que dio a luz a una niña a la que llamaron Alicia. La fecha de nacimiento de Alicia coincide con tu aniversario, así que deduje que habían utilizado el certificado de nacimiento de ella para hacer el tuyo. Pregunté por el barrio, varias personas recordaban a la niña de los Tabone, pero nadie sabía explicarme cómo esa niña había desaparecido y habías aparecido tú. Empecé a obsesionarme con el tema, alguien tenía que saber la verdad y una noche, años más tarde, uno de mis mejores informantes vino y me dijo que sabía quién eras.
—¿Quién era? Creo que merezco saberlo. Ese hombre puede tener información sobre mis padres y a estas alturas ya le he demostrado que puede confiar en mí.
—Sí, es cierto, pero no te servirá de nada que te diga su identidad.
—Deje que eso lo decida yo, Anderson.
—Emmett Belcastro.
—Joder. —Me pongo en pie—. ¿Emmett Belcastro era un chivato? Mierda, esto cambia el caso por completo. Tendría que habérmelo dicho antes, Anderson, llevo semanas dando palos de ciego.
—Espera un segundo. No te lo había dicho porque Emmett Belcastro no era ningún chivato, sencillamente era un hombre que se preocupaba por su barrio y que acudía a mí cuando algo captaba su atención. No lo sabía nadie, te lo aseguro. No sé qué clase de hombre había sido Belcastro en Italia, pero te aseguro que, si él decía que nadie sabía que se reunía conmigo, nadie lo sabía.
—Mierda. ¿Qué le dijo Belcastro?
—Belcastro me dijo que se había enterado de que yo había estado preguntando por ti y me exigió que dejase de hacerlo. Cuando le pregunté por qué, me contestó que era un asunto del pasado y que quería protegerte. Me dijo que tus padres eran Roberto y Teresa Abruzzo y que el niño que había muerto en el incendio era en realidad la hija de los Tabone. Le acribillé a preguntas, él solo me explicó que habían decidido mentir y actuar con rapidez porque no querían que acabases en un orfanato. Me pareció que tenía sentido, yo ya había averiguado que Teresa Abruzzo y Amalia Tabone eran amigas y llegué a la conclusión de que en el fondo era lo mejor que podrían haber hecho.
—Si era lo mejor para mí, ¿por qué me contó la verdad esa noche en el calabozo? Se comportó como un manipulador hijo de puta.
—Tú ya odiabas a Fabrizio, no le respetabas y al mismo tiempo te sentías culpable de ello. Sabías que si Fabrizio volvía a la cárcel no saldría con vida y tus instintos te obligaban a protegerlo aunque le despreciases. Me pareciste toda una contradicción y vi que podías serme muy útil.
Que no mienta, que no me venda el gran sueño americano, hace que le respete.
—Podría haberse ahorrado la parte en la que me contó lo del incendio.
—Tal vez, pero pensé que te merecías saber la verdad.
—Lo utilizó para convencerme de que me convirtiese en policía. Me dijo que si entraba en la academia y me graduaba el primero de mi promoción no arrestaría a Fabrizio y que se encargaría de proteger a mis amigos cuando hiciese alguna redada en Little Italy.
—Y lo hice, cumplí con mi palabra. Fabrizio Tabone no volvió a pisar la cárcel y Nick y Sandy nunca se toparon con la policía.
—Yo también he cumplido con mi palabra.
—Sí, eres uno de los mejores policías que conozco. El día que dejes de odiarte por ello, serás formidable.
—Quiero el informe que redactó el jefe de los bomberos sobre el incendio, el informe de verdad.
—Te lo daré.
—Y cuando consigamos las pruebas necesarias para arrestar a Luciano Cavalcanti quiero hacerlo yo.
Ese hombre aparece demasiadas veces en mi pasado como para no tener nada que ver con él. Fabrizio era despreciable, fue mal padre y peor marido, pero si no hubiese estado en la cárcel tal vez habría conseguido salvarlo. Cavalcanti dejó que se pudriese allí y tendrá que explicarme por qué.
—De acuerdo. Ponte a trabajar.
Salgo del despacho de Restepo y tras obtener los datos sobre el preso con el tatuaje de la cola de sirena en el brazo voy a la prisión en la que sigue encerrado para hablar con él. Ahora estoy convencido de que de algún modo extraño y rocambolesco resolver la muerte de Belcastro me ayudará a entender mi pasado.
«En Little Italy hay buenas personas».
La voz de Siena suena en mis oídos y aprieto el volante hasta que me duelen los dedos. Quizá ella tenga razón, aunque lo cierto es que eso no cambia nada. Quizá haya buenas personas en ese barrio y en todos los barrios de todas las ciudades del mundo, pero no sirve de nada.
Aquella noche del pasado, cuando salí del calabozo, le dije a Anderson que tendría mi respuesta al día siguiente. Él me dejó marchar porque sabía, ahora lo entiendo, que mi respuesta iba a ser la que él quería oír.
Fui al descampado donde había estado el taller de los Parissi. Tuve la sensación de que aún podía oler el humo y oír los gritos y el crepitar de las llamas. Me fallaron las piernas y caí al suelo. Imágenes que hasta entonces no habían tenido ningún sentido para mí empezaron a recuperarlo; yo en brazos de una mujer preciosa con los ojos idénticos a los míos, yo en el suelo, encima de una alfombra, jugando con unas piezas de madera.
Anderson me arrebató mi vida, me demostró de un modo irrefutable que mi existencia era una farsa, y no le bastó con eso. Me dio un pasado horrible, un pasado cruel porque qué hay peor que saber que estuve a punto de ser feliz y que un incendio me lo arrebató todo. Ese pasado es también el culpable de que Fabrizio me odiase. En cuanto descubrí que no era su hijo, las palizas, los golpes, los insultos, adquirieron otra dimensión. Igual que el cariño de Amalia. Ella fue la única que alguna vez intentó protegerme, a su modo y sin demasiado éxito, pero lo intentó.
La noche de mi dieciocho cumpleaños cuando me arrestaron en el Blue Moon lo perdí todo; mi pasado, mi identidad, mi familia, y mis amigos. Me quedé sin nada y fue liberador. Caminé por el barrio antes de ingresar en la academia de policía, intenté recordar si había estado allí con mis padres, con los de verdad, y no lo logré. Entonces, en medio de una acera, me di cuenta de que toda esa gente sabía la verdad sobre mí y me la habían ocultado y les odié por ello. Grité de dolor y decidí que nunca más permitiría que nadie tuviese esa clase de poder sobre mí. No es fácil eliminar las emociones de tu cuerpo y de tu mente, pero día a día lo fui consiguiendo. Sin sentimientos, todo es más fácil, lo único que te queda dentro es un enorme vacío en el que nadie puede herirte.
Ese incendio no fue un accidente, fue provocado y de algún modo Fabrizio, Emmett Belcastro y Luciano Cavalcanti están involucrados.
Yo no recuperaré nunca la vida que me fue robada, pero si quiero estar en paz conmigo mismo necesito averiguar la verdad.
Entonces podré dejar este pasado atrás y no volver a sentir nada.
Tendré futuro.
No, eso nunca. Voy a destruir a esos hombres y después no quedará nada de mí.
Nada en absoluto.
Llego a la cárcel del condado y el agente de la entrada comprueba mis datos y me acompaña sin dilación a una de las salas de visitas. El preso no tarda en llegar y me encuentro ante un hombre de unos cuarenta años demacrado y con muy mal aspecto.
—Aquí lo tiene, detective, Lucas Ripoli. Les dejaré a solas.
Lucas Ripoli se sienta y me mira aburrido. Mi presencia no parece impresionarle demasiado. —¿Qué quiere?
—Hablar de tu tatuaje.
—¿Esto? —Levanta el brazo en el que efectivamente hay una cola de sirena.
—Sí, ¿dónde te lo hiciste?
—En el barrio irlandés.
Esa parte de la historia coincide con la mía. Mantengo el rostro impasible y sigo preguntándole. —¿Por qué este dibujo? ¿Por qué una cola de sirena?
—¿Por qué quiere saberlo?
—Aquí las preguntas las hago yo.
—Pues por mí puede largarse. Me gustan los peces, qué quiere que le diga.
Me muerdo la lengua e intento controlar mi mal humor, necesito que ese desgraciado me diga algo útil.
—Te quedan diez años de condena, Ripoli, puedo hacer que sean mucho más duros o un poquito más fáciles, tú decides.
—Quiero salir al patio cada día.
—Dime algo útil y considéralo hecho.
—Tuve un compañero de celda hace años que no dejaba de hablar de una estúpida leyenda de sirenas y hombres que se tiran al mar. Decía que cuando saliera se tatuaría la cola de una sirena en la nuca para que todo el mundo supiera de dónde venía y le tratasen con respeto. Me reí de él, le dije que era una tontería hacerse ese tatuaje en la nuca. Él se rio de mí y me dijo que así cuando se alejase de alguien después de darle una paliza su imagen se quedaría grabada en sus corneas para siempre. Sentí escalofríos, era un cabrón muy sádico.
—Pero tú también te la tatuaste.
—Sí, salí de aquí y estuve con una chica. Le conté la historia y le pareció muy romántica. Mire, no soy el tipo más listo del mundo, eso es evidente. Me tatué la cola de sirena y ella me dejó, y ahora estoy aquí encerrado y cada dos días alguien se ríe de mi por el estúpido tatuaje.
—¿Quién era ese hombre, recuerda su nombre?
—Por supuesto que lo recuerdo, los hijos de puta de esa clase son difíciles de olvidar. Fabrizio Tabone.
Dos semanas sin verla.
Dos semanas sin besarla.
Dos semanas sin estar dentro de ella.
Dos semanas.
Dos jodidas semanas. 

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