Jack
Vanderbilt Avenue
1940
¿Por qué no puedo quitarme su sabor de los labios? ¿Por qué no puedo olvidarme del tacto de su pelo?
Lo eliminé todo de mi interior, absolutamente todo. A ella también tengo que eliminarla. No puedo quedarme nada dentro. Si lo hago, me destruirá.
Busco la llave en el bolsillo y mis dedos tropiezan con la moneda. La saco y me quedo observándola allí en el portal. Nick y Sandy han seguido enviándomela a pesar del resentimiento que sienten hacia mí. El de Nick es obvio, el de Sandy, me lo imagino.
Nadie me ha hablado de ella y no me la he encontrado en ninguna parte. Guardo la moneda en el bolsillo y decido que buscar a Sandy es justo la distracción que necesito ahora. Debería centrarme en el hombre con la cola de sirena tatuada en la nuca, lo sé, pero si pienso en eso no conseguiré dejar de pensar en Siena.
Y si pienso en Siena no pienso en nada más.
Ni siquiera respiro.
Vuelvo a la calle y me obligo a caminar en dirección al piso de la abuela de Sandy, allí es donde he mandado la moneda durante todos estos años cuando le tocaba el turno a mi amiga. Y desde allí es siempre el remitente. Por fortuna para mí, mi destino se encuentra en una calle de Little Italy que aún no he visitado y en la que dudo que nadie me reconozca. Camino apresurado, llevo los puños cerrados y en los bolsillos. En uno guardo la moneda, su tacto familiar me hace compañía. En el otro, el tacto de la piel de Siena.
Intento imaginarme qué habrá sido de Sandy y de sus hermanos, los gemelos que ella crio como si fueran sus hijos a pesar de que entonces ella seguía siendo una niña. El destino de la madre de Sandy es fácil de deducir, un día eligió mal y el tipo con el que se fue acabó matándola. O tal vez fue la bebida. Lo cierto es que no sé qué ha sido de ella, deduzco que ese fue su final pues, cuando recibí la moneda en la academia de policía, en la escueta nota adjunta estaba incluida la dirección de la abuela de Sandy. Los niños y ella debieron de mudarse allí después de perder a su madre.
Tendría que haberle seguido la pista.
Es una estupidez, lo sé, supongo que quería que ellos dos, Sandy y Nick, vinieran detrás de mí. Supongo que bastante suerte tuve con que me mandasen la moneda y mantuviesen ese vínculo entre nosotros. Aun así, soy policía, joder, podría haber averiguado cualquier detalle, o casi, sobre su vida y su paradero y la realidad es que no sé nada.
No saber nada es mucho mejor.
Debería detenerme y no dar ni un paso más.
—¡Maldita sea! —farfullo y retomo la marcha.
Ya no puedo detenerme, como mínimo tengo que saber que Sandy está bien. Después, volveré a cerrar esa puerta de mi pasado. No se ha abierto por casualidad, es culpa de Siena y de sus ojos llenos de confianza y de esas frases ingenuas sobre la buena gente. Es culpa de ese beso, de la dulzura que ha destilado por entre la pasión.
Es culpa de Siena.
Acelero la marcha y llego en unos minutos a ese edificio en el que nunca he estado, pero al que he enviado decenas de cartas con solo una vieja moneda dentro. El portal está limpio y en mal estado, una combinación frecuente en esa parte de la ciudad. También está abierto y me pregunto si es lo más acertado. Miro los buzones y el último de la primera fila me llama la atención porque es mucho más negro que el resto, como si su propietario lo cuidase con más interés que los demás. Me acerco y veo que no tiene nombre, solo el número del apartamento y que corresponde al de la abuela de Sandy.
Subo por la escalera y cuando llego a la puerta busco instintivamente el arma que llevo oculta en el costado derecho. Hace mucho tiempo que nadie cruza esa puerta, está medio rota y cubierta de polvo y suciedad. Un hombre aparece en el rellano y le apunto instintivamente.
—Solo voy a la calle, no dispare.
Es un caballero de unos sesenta años con un puro a medio fumar en el labio y zapatillas de lana en los pies.
Guardo el arma con cuidado y le pregunto.
—¿Sabe quién vive aquí?
—Nadie. Este piso lleva años vacío, desde que la muchacha y esos dos críos se mudaron.
—¿Sabe a dónde?
—No tengo ni idea. Hay cosas que un caballero jamás le pregunta a una dama. —Sonríe y levanta las cejas.
—¿Y la abuela? ¿Sabe dónde puedo encontrarla?
—¿La abuela de Sandy?
—Sí.
—Murió hace años, creo que dos o tres antes de que se fueran.
—No es posible.
—Le aseguro que sí. La muerte es lo más posible que hay en esta vida, muchacho. ¿Por qué lo pregunta? No será el tipo que le rompió el corazón a Sandy, ¿no? Le prometí a esa chica que si le veía le daría una paliza.
—No, no lo soy.
Estoy tan aturdido y confuso que me quedo mirando la puerta del piso abandonado como si fuese a darme una respuesta.
—¿Estás bien, muchacho?
Al parecer mi confusión logra que el caballero de las zapatillas me trate de tú y con cierto tono paternalista.
—Sí, estoy bien —carraspeo antes de seguir—. ¿Sabe si en este edificio hay algún encargado de mantenimiento?
—¿A ti te parece que aquí alguien se encarga de mantener algo? Estas paredes son más viejas que yo y te aseguro que también tienen más achaques.
—No lo entiendo. Llevo años mandando una carta a esta dirección y recibiendo otra al cabo de unos meses.
—Ah, sí, Sandy me dijo que alguien se encargaría de venir a vaciar el buzón de vez en cuando y de ocuparse de las cartas. Me ofrecí a hacerlo, pero me dijo que era un asunto delicado y que lo había dejado en las manos apropiadas. Creí que tendría que ver con los gemelos o con su madre. —¿Ha visto alguna vez a esa persona?
—Por supuesto que sí, es un tipo encantador.
—¿Sabe su nombre?
—Claro.
Está jugando conmigo, tiene gracia en el fondo. Hace apenas unos minutos le estaba apuntando con mi arma reglamentaria y ahora me está tomando el pelo.
—¿Le importaría decírmelo?
—Nick Valenti, un gran tipo. Creo que puede encontrarle en… —Sé dónde puedo encontrarlo, gracias. Gracias por su ayuda.
—De nada.
El hombre sigue sonriéndome cuando yo, mucho más enfadado de lo que ya estaba, bajo apresuradamente la escalera.
Una de las pocas ventajas que tiene estar sumamente furioso es que no pienso en nada excepto en ver a Nick y darle un puñetazo. El muy hijo de puta podría haberme dicho que era él el que mandaba las cartas y que Sandy no estaba donde yo creía.
Podría haberme ahorrado esta visita, aunque conociendo a Nick este es precisamente el motivo por el que no me lo ha contado.
Hijo de puta.
Ayer, después de «coincidir» en el Blue Moon, me dirigí a la comisaría para buscar toda la información posible sobre Nick Valenti y me sorprendió lo poco que sabe la policía de él. «Lo poco que sabemos». Mierda, no puedo dudar de quién soy. Otra vez no. En los informes, tanto los que puede consultar cualquier agente como los reservados y más extensos que Anderson ha ido creando a lo largo de los años, no hay nada que no hubiese podido averiguar paseando un par de horas por el barrio.
Y no me creo una mierda de lo que aparece en esos papeles. Hay mucho más, demasiado más. Hay un límite en lo que un hombre puede soportar, yo alcancé el mío hace mucho tiempo y he hecho las paces con ello.
Estoy bien así.
Pero ayer cometí una estupidez, una más desde que llevo este caso y he vuelto aquí. Fui al taller de los hermanos Parissi, al descampado donde aún quedan ecos de la tragedia. No había vuelto desde la noche en que me arrestaron y Anderson me contó lo del incendio, y ayer, después de sentir deseo por primera vez en años, en la iglesia, y solo por sujetar a Siena por la cintura y cubrir los labios con mi mano. Después de recibir un puñetazo de mi mejor amigo, y de comprobar que Anderson lleva años engañándome, me pareció buena idea ir.
No es de extrañar que después decidiese beber hasta perder el sentido. Y entonces apareció Siena.
Siena aparece.
Siena tendrá que desaparecer.
Según los papeles de Anderson, Nick empezó a trabajar para Luciano Cavalcanti el verano después de cumplir los dieciocho. Nunca ha sido arrestado y nunca ha estado ingresado oficialmente en ningún hospital de la ciudad, pero nadie llega a convertirse en la mano derecha del capo más respetado de la ciudad llevándole solo los números. Además de ser un gánster profesional, Nick también tiene sus propios negocios, algo muy inusual. ¿Por qué le permite Cavalcanti tal libertad?
Nick es el propietario del Blue Moon y de un edificio abandonado en otra parte de la ciudad. Quizá tenga más inversiones, estas son las que conoce la policía porque están dentro de la ley y, curiosamente, al día de todo. En realidad, los permisos del Blue Moon soportarían cualquier examen. Lo sé porque los analicé a fondo.
Si Nick es capaz de ser tan meticuloso, si es tan brillante con los negocios, ¿por qué no eligió otro camino?
Da igual, por fin he llegado adonde quería y podré preguntárselo. Después de devolverle el puñetazo de ayer y de desquitarme un poco. Es de noche, así que el Blue Moon ya está abierto y lleno de gente. El vigilante me abre la puerta, no sé si me reconoce o si ve mi cara de malas pulgas y decide dejarme entrar antes de que me pelee con él.
La luz azul cubre el interior del Blue Moon con un halo de fría sensualidad. Las mesas están ocupadas por mujeres y hombres representando papeles que les alejan de la realidad, en el escenario hay una chica de piel blanca, pelo negro y voz rota cantando una canción que habla de vidas y amores perdidos. Parece hecho a propósito.
Nick está en la barra igual que ayer por la mañana. Me detengo a cinco metros de distancia y la primera pregunta que surge en mi mente es quién diablos está protegiendo a Siena si él está aquí. Siena aparece.
Siena tiene que desaparecer.
Reacciono y camino hacia Nick. El barman, el mismo de ayer, cruza la mirada conmigo y señala a Nick con el mentón. Este se gira y no parece sorprendido de verme.
—¿Qué diablos estás haciendo aquí?
—¿Dónde está Sandy?
Sonríe satisfecho consigo mismo.
—Has ido al apartamento —adivina antes de volver a girarse hacia la barra y darme la espalda —. Sandy está bien.
—No te he preguntado cómo está, te he preguntado dónde está.
—Lo sé, y es patético. —Vacía el vaso de whisky que tiene delante—. Deberías irte, detective.
Debería irme.
Alargo el brazo izquierdo, sujeto a Nick por el hombro y le obligo a darse la vuelta. Le golpeo con el puño derecho y lo lanzo al suelo. La música del local se detiene, el barman saca el rifle de detrás de la barra.
—No —le dice Nick desde el suelo limpiándose la sangre de la comisura del labio—. Me la debía desde hace años.
El barman baja el arma, preferiría que no lo hiciera. Preferiría que Nick se levantase del suelo y me diese un puñetazo. El dolor de la pelea sería un alivio.
—Vete, Jack.
Nick no se levantará hasta que me vaya, o si lo hace lo único que hará será pedir ayuda a sus hombres para echarme, pero no se peleará conmigo. No me dará esa satisfacción.
Le maldigo en voz baja y me voy del Blue Moon. Los clientes se apartan a mi paso y alguien me abre la puerta. En cuanto llego a la calle, se reanuda la música. Mi interrupción ha sido irrelevante.
Debería ir a casa, pero si voy ahora volveré a beber. Nunca he utilizado el alcohol para huir de la realidad, recuerdo demasiado bien el efecto que tenía la bebida en Fabrizio, mi padre, el único que conocí y que recuerdo.
Pero ayer bebí y esta mañana me he asustado al comprobar que no era capaz de recordar qué había sucedido la noche anterior. No quiero convertirme en la clase de hombre capaz de cometer una maldad y no recordarla al día siguiente.
Ningún borracho se dedica a hacer buenas obras cuando está bebido y yo no sería la excepción, hay demasiada maldad y frialdad en mí.
«Necesitas a Siena».
No es un susurro en mi interior, no es la voz de mi conciencia, ni tampoco me lo pide el corazón. Es un instinto básico y oscuro, espeso, que circula por la sangre, inunda los pulmones. Puedo saborearlo, tocarlo. Le haría daño.
Sé lo que tengo que hacer.
Camino hacia China Town. En la calle Canal, está lo que necesito. Por fortuna para mí, está cerca. No tengo tiempo de cambiar de opinión. No puedo.
—Buenas noches, detective, cuánto tiempo.
—Nada de detective, Shen, ¿cómo tienes la noche?
Conocí a Shen hace años, trabajaba en un caso de trata de blancas y él accedió a facilitar cierta información a la policía a cambio de que hiciéramos la vista gorda sobre los combates ilegales que organizaba en su gimnasio. Durante el día, Shen era el discreto propietario de un local de artes marciales en apariencia legal. De noche, en ese mismo tatami, uno podía presenciar las peleas más salvajes de la ciudad.
—Tranquila, los voluntarios de hoy no merecen la pena.
Hombres de todos los barrios de Nueva York, incluso de las afueras, acudían a Shen y se presentaban voluntarios para esos combates. Lo hacían porque el ganador de la noche se llevaba la mitad del bote generado por las apuestas. La otra mitad era para Shen, por las molestias. —Apúntame.
Shen me mira y sonríe.
—No me parece justo, detective, acabo de decirle que esta noche no tenemos a ningún contrincante digno.
—No me vengas con monsergas. Puedes quedarte todo el dinero, me importa una mierda. No he venido aquí a eso.
—Entonces de acuerdo, Tabone. No creo que la pelea de ahora vaya a durar mucho más. —Me acompaña por el interior del gimnasio hasta el tatami donde efectivamente hay un hombre de aspecto oriental dándole una paliza a un pobre desgraciado irlandés, a juzgar por el color de su piel y de su pelo—. Prepárate.
—Perfecto.
—No vendrá mañana a arrestarme, ¿no?
—No —le aseguro entre dientes—. Lo de esta noche es personal, pero más te vale que no me entere de que estás metido en algo más. Hicimos un pacto; todos los participantes son voluntarios y nada de menores. Mientras lo cumplas, te dejaré en paz. —¿Aunque esta noche pierda?
Me lanza una toalla y unas vendas para los nudillos.
—No voy a perder. Si alguno de los combatientes de esta noche es amigo tuyo, dile que se vaya.
—Lo haré.
Shen se marcha y mientras me quito la camisa y me vendo los dedos le veo hablar con un joven. Este asiente y abandona el local segundos antes de que el irlandés caiga noqueado al suelo del tatami. El juez, que durante el día ejerce de profesor en el gimnasio, anuncia el final de ese combate y la llegada de un nuevo participante; yo.
El oriental consigue derribarme al suelo tres veces. Me rompe una costilla y sé que me dolerá la cabeza durante días, pero no consigue vencerme. Esta noche nadie podría detenerme.
Lo malo de no sentir nada es que hay momentos en los que el vacío es tan grande que lo único que puede evitar que te ahogues dentro es el dolor.
Me estoy ahogando.
Fin del combate.
El oriental no puede levantarse y dos hombres se lo llevan colgando por los hombros del tatami. Llega un tipo enorme, pelo negro, músculos tatuados con dibujos propios de las cárceles rusas. Él será más difícil, peleará mucho más sucio que su predecesor, habrá sangre.
Media hora más tarde el ruso pierde el sentido en el suelo de Shen. Tengo un ojo casi cerrado del todo y me sangra una oreja porque ha intentado arrancármela con los dientes.
Puedo respirar.
—¿Quién es el siguiente? —le pregunto a Shen, que me mira desencajado.
—Ya no hay más.
Me lanza una segunda toalla y mi camisa.
—¿Cómo que no hay más?
Shen camina hasta mí y levanta del suelo la botella de plástico en la que hay un mejunje de creación propia para desinfectar las heridas.
—Debería irse, detective.
Sí, debería irme.
Debería irme de Little Italy para siempre y no volver nunca más.
No me molesto en limpiarme las heridas, me pongo la camisa y me voy a casa. Vanderbilt Avenue siempre ha sido mi refugio, el lugar que elegí para vivir sin pasado y sin futuro, para solo existir. Entro a oscuras, conozco el camino, y dejo la ropa manchada de sudor y sangre en el suelo del baño. Me doy una ducha de agua caliente y el dolor se extiende por mi cuerpo como las llamas del fuego que destruyó mi vida. Al terminar, veo la botella de whisky junto a vaso en el que está mi cepillo de dientes.
Sonrío.
Mierda, el ruso me ha partido el labio.
Siena dejó allí la botella, es el único pensamiento sobre ella que voy a permitirme. Me la he arrancado a golpes, ha funcionado.
Levanto la botella y derramo el líquido sobre las heridas de las manos. Después, doy un trago que escupo tras unos segundos. Vacío el resto, el agua se lleva los rastros de sangre al desagüe.
En el dormitorio, me dejo caer en la cama y en la oscuridad.
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Vanderbilt Avenue
RomanceEl día que Jack cumplió dieciocho años descubrió un secreto que le destrozó la vida. Abandonó Little Italy, a su familia y a sus mejores amigos y se convirtió en lo que ellos más odiaban: un policía. Diez años más tarde, Jack vuelve al barrio para r...