Capítulo 9

11 0 0
                                    

Siena
Vanderbilt Avenue
1940

Me he escapado de casa. Otra vez. Pero hoy estoy furiosa por haberlo hecho. El otro día fue por una buena causa, iba a la librería de Emmett a ver si encontraba algo con que ayudar a resolver su asesinato.
«Ahora estás haciendo lo mismo».
Esto es lo que me he repetido mientras cenaba con Valenti, Toni y Alba, nuestra cocinera. Es lo que me he repetido mientras me escabullía por la ventana de mi dormitorio y cuando me he subido a un taxi tres calles más abajo, que lo estaba haciendo por Emmett.
El problema es que en mi mente no dejo de ver los ojos de ese maldito detective y estoy convencida de que tengo el sabor de su piel en mis labios.
Cuando me he cambiado el vestido antes de cenar me he mirado la cintura durante un rato porque estaba convencida de que me había quedado la marca de sus dedos, no porque me sujetara fuerte sino por el calor que desprendían.
Ese hombre me sulfura, sus prejuicios me sacan de quicio y afloran lo peor de mí. Hoy en la iglesia quería abofetearle, pero cuando me ha pegado a él he tenido que contener el impulso de no apoyarme en su torso. Me siento como el mar durante las mareas, atraída hacia él y obligada a apartarme.
El tío Luciano sigue en Chicago, no conozco los detalles de su visita y ya me advirtió que su estancia allí no sería tan breve como en otras ocasiones. Le echo de menos, a pesar de que cuando está aquí no es demasiado comunicativo. Antes le he notado cansado en el teléfono, ligeramente desanimado. No le he preguntado por qué, no habría servido de nada, y hemos estado hablando de tonterías. Ojalá hayan servido para relajarle y esta noche pueda dormir un poco.
«Dormirá porque no sabe que te has escapado de casa y estás a punto de entrar en casa de un policía».
Llevo mi pequeña pistola en el bolso. Subiré a casa del detective, le describiré el tatuaje y le pediré, no, le ordenaré que me deje en paz, a mí y a mi familia. Y que no vuelva a presentarse en la iglesia ni en casa de la señorita Moretti. Si quiere hablar conmigo por el motivo que sea, que venga a casa como todo el mundo. Basta de emboscadas.
Llamo a la puerta. El corazón me está golpeando el pecho. No oigo nada y tengo miedo de que el detective me haya gastado una broma cruel y me haya dado una dirección falsa. Vuelvo a llamar y me balanceo sobre los talones. Quizá sea una señal del destino, quizá debería irme antes de que me viera alguien.
La cadena del cerrojo tintinea y aparece el detective Tabone. Tiene un horrible morado en la cara, una herida en el pómulo izquierdo y los nudillos de la mano con la que sujeta la puerta con restos de sangre.
—¿Qué le ha pasado? —pregunto horrorizada. No lo entiendo, pero verle herido me ha retorcido el estómago.
—¿Qué está haciendo aquí? —En su voz hay rastros de whisky y de cansancio—. No debería estar aquí.
—Usted me pidió que viniera.
—¿Lo hice? —Se aparta y me deja pasar—. Quería hacerlo, pero me obligué a prometerme que no lo haría nunca.
Se balancea peligrosamente durante un segundo. Recupera el equilibrio y me mira serio, más que serio. Entrecierra los ojos y se le oscurecen hasta quedar negros.
—No tendrías que estar aquí, Siena.
Se me anuda la garganta y el corazón me baja a los pies antes de subir despacio por las piernas, saltar en el estómago, y retumbar en el pecho. Nunca me había hablado así, como si fuera un hombre y no un policía.
Mi nombre suena distinto.
Me gusta cómo suena mi nombre en los labios de Jack el chico borracho y cansado. Y perdido.
—¿Te has desinfectado las heridas? La del pómulo parece infectada. Deberías utilizar un poco del alcohol que te estás bebiendo para limpiártela.
—Ya estás, ya me estás hablando como una institutriz. No tendría que gustarme, ¿sabes?
Intento no sonrojarme, lo intento con todas mis fuerzas, aunque en realidad no hace falta porque Jack se ha sentado o, mejor dicho, desplomado en su sofá y tiene los ojos cerrados.
—Dime dónde tienes el botiquín, detective.
—Jack, llámame Jack. Ya que insistes en aparecer en mis sueños y torturarme una noche más, llámame por mi nombre.
—Está bien, Jack. —No sé que me aturde más, que él crea que esto es un sueño o que no sea la primera vez que supuestamente aparezco en él—. ¿Dónde tienes el botiquín?
—En algún armario de la cocina debería haber algo.
Dejo el abrigo y el bolso encima de la mesa que hay en ese inhóspito comedor. Hay tan pocos muebles que parecería que se ha mudado recientemente, pero al mismo tiempo tengo el presentimiento de que Jack lleva aquí mucho tiempo. La cocina es blanca y los armarios están tan vacíos como el resto de la casa, apenas hay los utensilios necesarios para comer. Me agacho y bajo el fregadero encuentro una caja de metal con el dibujo de una cruz roja. Dentro hay un par de vendas, unas tijeras y poco más. Ni rastro de alcohol para desinfectar.
—El whisky servirá —digo mientras salgo de la cocina con la cajita, un trapo limpio que he encontrado en un cajón, y la botella de whisky medio vacía.
Al llegar al comedor veo que Jack sigue en la misma posición que antes. Se habrá quedado dormido, tal vez debería irme y… En aquel instante abre los ojos, los tiene vidriosos, siguen presos del sueño y de los efectos del alcohol.
—Tienes que irte. No puedes estar aquí.
¿Por qué parece estar tan asustado, tan preocupado por mí? Esta mañana parecía empeñado en que viniera.
—Deja que antes te cure esa herida. —Le señalo el pómulo con el mentón.
Él vuelve a cerrar los ojos y apoya la cabeza en el respaldo.
—No importa. El dolor está bien.
Me acerco a él igual que me acercaría a un animal peligroso. Podría recuperar mis cosas e irme de allí sin que lo supiera. Es lo que debería hacer, pero mis pies se dirigen al sofá y me siento a su lado. Dejo la caja de metal en el suelo, humedezco el trapo con el whisky y lo coloco con cuidado encima de la herida.
Tiene que escocerle mucho a juzgar por cómo aprieta los dientes. Esa, sin embargo, es su única reacción. Me aseguro de empaparle bien la herida. Él sigue con la mandíbula tensa. Una fina capa de sudor le cubre la frente.
Le seco la herida despacio y termino cubriéndola con una pomada que he encontrado en el rudimentario botiquín. Contendrá la infección y poco más.
—Ya está —susurro.
Sigo allí sentada, él sigue sin moverse, su respiración ha cambiado y el torso le sube y baja con dificultad. Empiezo a levantarme, tengo que salir de aquí antes de que cometa la estupidez de acariciarle el pelo.
Jack, sin abrir los ojos, captura mi muñeca con sus dedos.
—No tendrías que haberme tocado —dice entre dientes—. Ahora no podré olvidarlo.
—Yo… lo siento.
—No, no lo sientas. Eres el único sueño que voy a permitirme tener nunca.
Continúa con los ojos cerrados, los dedos con los que me retiene me aprietan con fuerza, con demasiada fuerza.
—Jack… me estás haciendo daño.
Los afloja de repente y se levanta de inmediato del sofá. Esos movimientos están impregnados de una desesperación que me asusta porque no entiendo. No le entiendo a él ni lo que me está pasando a mí al verle. Mis piernas reaccionan antes que yo y me llevan hasta la mesa. Tengo los dedos alrededor de mi abrigo cuando oigo un golpe en la pared seguido de lo que sin duda son vómitos.
Tengo que irme de aquí.
No puedo irme.
Vuelvo a dejar el abrigo y el bolso donde estaban. Camino hacia la puerta tras la que deduzco se esconde el baño y la golpeo con los nudillos.
—¿Jack?
—Vete de aquí y déjame en paz. —Más arcadas—. Vete.
Debo carecer por completo de instinto de supervivencia porque abro despacio y me acerco a él, que está de rodillas en el suelo vomitando en el retrete. No es el primer hombre que veo en este estado, al fin y al cabo llevo cinco años viviendo en casa de Luciano y aunque mi tío siempre intenta protegerme he visto casi de todo. Pero es la primera vez que el hombre en cuestión no me da lástima en un sentido maternal o que no me pongo furiosa porque él haya bebido más de la cuenta. Jack tiene los hombros completamente tensos y la nuca empapada de agua y sudor. Tiene las manos apoyadas en el mármol blanco y los dedos están tan rígidos que parecen los de una escultura.
Ha bebido y está borracho, sí, pero también está sufriendo y lo odia. El odio es palpable, casi noto su sabor en los labios.
—Vete de una vez. No deberías estar aquí. No estás aquí. No estás aquí.
Tengo que hacer algo. Nunca he podido soportar el dolor ajeno. En Jack, que debería de ser solo un desconocido, me retuerce las entrañas.
Dejo de plantearme por qué me causa este efecto, si son sus ojos, su mirada, o el modo en que me habla, y me apresuro hacia el grifo. Empapo una toalla que, gracias a Dios, está limpia con agua helada y me arrodillo junto a él.
Le mojo la nuca. En cuanto la toalla toca la piel que queda al descubierto por entre el cuello de la camisa y el pelo negro, Jack suspira y los dedos con los que está a punto de romper el mármol se aflojan un poco.
—Tranquilo, tranquilo.
Está inmóvil, cierra los ojos. Veo las arrugas que se le marcan en las comisuras de los párpados. La herida del pómulo se ve limpia y la hinchazón de antes ha disminuido un poco. No me atrevo a tocársela, pero sí que le paso la mano con la que no sujeto la toalla por el pelo. Él suelta el aire despacio. Espero un segundo, espero a que abra los ojos y vuelva a insistir en que me vaya.
No hace nada parecido, sigue con los ojos cerrados y yo me atrevo a volver a acariciarle el pelo y a seguir mojándole la nuca. Su respiración se va relajando y los hombros decaen lentamente.
—Vamos, te ayudaré a levantarte.
El suelo está frío y las baldosas se me clavan en las rodillas. Ni las medias ni el vestido me protegen demasiado y me imagino que a él los pantalones negros tampoco. Jack no dice nada, sigue con la cabeza agachada y sus facciones se han vuelto más impenetrables que cuando está sobrio. Me levanto y dejo la toalla junto al grifo. Me tiemblan no solo las manos, también las piernas, nunca me habría imaginado una situación así.
Me acerco a él y le acaricio el pelo y la nuca. Tocarle el pelo me hace cosquillas en los dedos, tocarle la piel, las primeras vértebras, sentir la tensión y la rabia que intenta contener me hace algo que no puedo entender.
—Vamos, Jack —le digo—. Tienes que meterte en la cama.
Algo parecido a una risa sarcástica se escapa de sus labios cuando le ayudo a levantarse. No abre los ojos, me imagino que podría sostenerse en pie, de todos modos le rodeo por la cintura y le acompaño hasta la puerta que hay al final del pasillo. La empujo con una mano y veo la cama junto a la ventana. El único otro mueble de la estancia es una mesilla de noche con una lámpara junto a la que hay un paquete de cigarrillos.
Le acompaño hasta la cama y le ayudo a sentarse. Él no se tumba de inmediato, se queda en esa posición y respira. Cada bocanada de aire parece dolerle. Tiene los botones del cuello de la camisa desabrochados y la piel le brilla por el agua y el sudor. Las manos están en la sábana y veo que los nudillos de una están hinchados y manchados de sangre.
—Túmbate, Jack.
Me sorprende al hacerlo y me doy media vuelta para ir en busca del trapo de antes, le limpiaré esas heridas y me iré.
Y no volveré a cometer una estupidez de este calibre nunca más. Y tampoco me plantearé por qué estoy ayudándole, solo estoy siendo una buena persona. Nada más. Haría lo mismo por cualquiera.
—Sabía que ibas a desaparecer —farfulla desde la cama—. Tienes que irte. Vete.
Me detengo y me giro despacio, esa voz contiene una agonía casi animal, pero él sigue con los ojos cerrados y por el modo en que respira creo que está dormido. Está soñando, o atrapado en una pesadilla a juzgar por cómo aprieta los labios y los párpados.
—Tengo que irme de aquí —susurro en voz baja.
Voy a la cocina y encuentro el trapo de antes, lo empapo un poco más con alcohol y vuelvo al dormitorio. Jack mueve la cabeza de un lado al otro, no entiendo ni una palabra de lo que farfulla, no creo ni que sean palabras. Cuando le limpio los nudillos con el alcohol, sisea y tensa los músculos del cuerpo, pero no se despierta.
—¿Qué te pasa, Jack? ¿Qué te pasa de verdad?
No espero que me conteste. De hecho, me arrepiento enseguida de haber hecho esa pregunta en voz alta. No tendría que importarme qué le pasa a Jack ni qué le ha llevado a beber hasta quedar en este estado. No tendría que importarme por qué parece llevar una carga tan pesada sobre los hombros ni cómo consigue fingir que no existe durante el día.
Me aparto y salgo del dormitorio tras mirarlo una última vez. Le acariciaría el pelo, le daría un beso en la frente y le susurraría que mañana será otro día y todo se arreglará. No hago nada de eso y me siento como si le estuviera fallando, a él y a mí.
Dejo el trapo en la cocina. Cuando estoy en la puerta giro y con movimientos rápidos, lo bastante como para no tener tiempo de juzgarme demasiado ni de ponerme furiosa conmigo, lleno un vaso con agua del grifo y busco un cazo. Solo hay uno, así que tendrá que servir.
Vuelvo al dormitorio de Jack. Él no se ha movido, aunque ahora parece descansar tranquilo y las arrugas han desaparecido de su rostro. Parece más joven, es la primera vez que reconozco a un joven de veintiocho años bajo las duras facciones del detective. Es curioso que Valenti y él fuesen amigos, los dos se han convertido en criaturas complejas y con demasiados secretos. Lo que me fascina es que Valenti nunca ha despertado en mí la menor curiosidad. En cambio, Jack Tabone se está colando en mi interior con dolorosa facilidad.
—Tengo que irme de aquí —me repito.
Dejo el vaso de agua en la mesilla de noche y el cazo en el suelo junto a la cama por si vuelve a sentirse enfermo. Me voy, solo le acaricio la mano al apartarme de la cama y me digo que él no ha suspirado al sentirlo.
Es imposible.
Me pongo el abrigo y sujetando el bolso con firmeza entre los dedos abandono ese apartamento y a Jack. Me prometo que no volveré, sería una temeridad. Al llegar a la calle camino decidida hasta Grand Station y allí me monto en un taxi. El conductor me mira de reojo cuando le doy la dirección y yo le entrego un billete por adelantado para ahorrarme preguntas incómodas. El trayecto no dura demasiado, le pido que se detenga una esquina antes de llegar a casa y doy gracias porque la noche todavía está oscura y porque no veo nada que me haga pensar que Toni o Valenti han detectado mi ausencia.
Cuando por fin me acuesto tengo el corazón acelerado y me resulta imposible dormirme. No puedo volver a hacer esto. He estado fuera tanto rato que es un milagro que no se hayan dado cuenta de que no estaba en casa.
Cierro los ojos e intento respirar despacio. El rostro del detective se niega a alejarse de mí, su voz y esos gemidos de dolor me persiguen.
—No le conviertas en un misterio, Siena —me digo en voz alta a ver si así me hago caso.
No soy tan inocente ni tan crédula como cree todo el mundo. Sé que los motivos que llevan a un hombre a quedar en el estado en el que estaba Jack esta noche son peligrosos. Los problemas que pueda tener Jack no son asunto mío, no me incumben y si no me alejo de él acabaré haciéndome daño.
Además, dejando a un lado esta extraña noche, Jack Tabone me ha perseguido e intimidado, y me ha dejado claro que si mi tío mete la pata le encantará arrestarlo, o algo peor.
La lista de motivos por los que debo mantenerme alejada de él es cada vez más larga, acercarme a Jack es peligroso, estúpido y no tiene ningún sentido. Sin embargo hace apenas una hora se me ha retorcido el estómago cuando le he dejado allí solo.
¿Estará bien?
Alguien golpea la puerta de mi dormitorio y el corazón está a punto de salirme del pecho.
—¿Siena?
Es Valenti, suena serio y muy despierto a pesar de lo tarde que es. ¿Habrá pasado por aquí antes?
—¿Sí?
—¿Estás bien? Me ha parecido oír algo —me pregunta sin entrar. Valenti es muy respetuoso y Luciano insistió en que ninguno de sus hombres debía entrar jamás en mi habitación, excepto si corría peligro.
—Sí, solo me cuesta dormir —le contesto.
—¿De verdad estás bien? —insiste. No quiero que entre, estoy segura de que si me mira verá que me ha sucedido algo. El encuentro con el detective me ha afectado tanto que tiene que notárseme en el rostro—. ¿Mañana vas a ponerte el vestido blanco?
Esta es la pregunta en clave que eligió mi tío por si alguna vez entraba algún intruso y me retenía en contra de mi voluntad. Si respondo que sí, que me pondré el vestido blanco, Valenti derribará la puerta.
—No, me pondré el azul.
Pasan unos segundos.
—Buenas noches, Siena.
—Buenas noches, Valenti —respondo de inmediato y siento la necesidad de añadir—. Gracias por quedarte aquí.
Sé que a Valenti no le gusta estar en casa, es un hombre muy reservado y me imagino que preferiría mil veces estar en su casa, sea donde sea.
—De nada.
Le oigo alejarse por el pasillo y me pregunto cansada por qué nunca he sentido la menor curiosidad por ese hombre, que probablemente conseguiría la aprobación de mi tío, y ahora mismo, si pudiera, volvería a escabullirme por la ventana para ir a ver si Jack, que quiere meter a mi tío en la cárcel, está bien.
Tengo que dejar de pensar en él.
Ahora.
Para siempre. 

Vanderbilt AvenueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora