Italia
1915
A Adelpho Cavalcanti no le resultó demasiado difícil averiguar que Roberto Abruzzo había sobrevivido a la paliza que le habían dado sus hombres y que se había marchado a América junto con su preciosa esposa.
Si Teresa Abruzzo hubiese sido solo una cara bonita, una mujer que lo hubiese rechazado, la habría considerado una estúpida y se habría olvidado y reído de ella.
Si Roberto Abruzzo hubiese sido solo un petimetre de esos que lo juzgaban y que se pavoneaban frente a él de su moralidad y de sus buenas obras, pero luego acudían a pedirle ayuda en forma de dinero o trabajo, se habría reído de él y lo habría olvidado.
Pero el matrimonio Abruzzo había hecho algo imperdonable, le había dejado en ridículo y tarde o temprano iba a tener que pagar por ello. La primera había sido ella. El día que Adelpho vio a Teresa por primera vez, vio en ella mucho más que una mujer hermosa, vio la posibilidad de salvarse. Había tanta bondad y tanta pureza en los ojos de ella que pensó que si la poseía terminaría por contagiársele. El cuerpo de esa mujer era el pecado disfrazado y se excitó en esa misma plaza donde la vio solo con imaginarse cómo sería en la cama; él conseguiría pervertirla, llevarla a su bando. Eliminar esa bondad y esa inocencia. Sería él el que la contagiaría a ella y disfrutaría de cada segundo, de cada noche. Preguntó por ella. En cuestión de horas lo supo todo, estaba casada, pero eso nunca había sido un problema para él. Y, si lo era para el esposo en cuestión, siempre podía aceptar una cantidad de dinero y desaparecer o convertir a la mujer en viuda.
Teresa había sido intransigente. A Adelpho le hervía la sangre al recordar que Teresa no había dudado ni siquiera un segundo. De nada había servido que él le ofreciese lujos o privilegios, ella no había titubeado ni un instante y le había mirado como si él fuera la criatura más despreciable de la tierra.
En su última conversación, sin embargo, Adelpho dio con la única moneda con la que podía negociar con ella, el miedo. Miedo no por ella, sino por lo que pudiera sucederle a su querido marido. Había bastado con que amenazase a Roberto para que Teresa empezara a escucharlo de otra manera. Pero, cuando eso sucedió, Adelpho comprendió que, para su desgracia y mayor humillación, no era eso lo que quería. Él no quería que Teresa fuese a su cama como una mártir, no quería ningún sacrificio. Quería que ella lo desease.
Esa noche la dejó marchar, fue la única vez que ella no lo miró con cara de asco.
Roberto tenía que morir, era la única opción, y Adelpho tenía que asegurarse de que no pudiesen relacionarle con su muerte. Por eso cometió el error de encargar el trabajo a un atajo de ineptos y se aseguró de que todo el mundo supiera que esos días él no iba a estar en la ciudad, estaría en casa de sus padres con sus hermanos.
Roberto recibió una paliza, pero no murió. Los hombres que se la propinaron se jactaron de que habían sido contratados por Adelpho. Aunque no lo hubiesen hecho, Teresa lo habría sabido.
Desaparecieron esa misma noche. Adelpho removió cielo y tierra para encontrarlos.
Y lo hizo, pero demasiado tarde.
El Libertà ya había zarpado del puerto.
América, sin embargo, no era tan grande como la gente creía y los italianos tenían la necesidad de juntarse, de replicar en el nuevo continente las estructuras del viejo que acababan de dejar atrás. A él le parecía una estupidez y así lo repetía a sus amigos cuando se subían uno tras otro a uno de esos enormes transatlánticos.
Él no iba a irse a ninguna parte, la vida le estaba tratando muy bien allí donde estaba. Pero ese día iba a aprovechar la partida de uno de sus amigos más íntimos para mandar un mensaje a Nueva York, uno que algún día daría sus frutos.
Adelpho fue paseando a la plaza del pueblo. No le hacía falta ir acompañado para lo que tenía en mente. El carro ya estaba cargado con las maletas y seguro que no tardarían en partir hacia el puerto. Era una estupidez, ¿quién cambiaría la preciosa y rica costa italiana por un infierno de asfalto? Ellos quizá estaban mal, pero sabían a qué atenerse. Allí, en el otro lado del mar, nada les era conocido y ellos, los inmigrantes, si llegaban vivos perdían la dignidad que les quedaba en cuestión de meses.
Luciano, su hermano pequeño, se había ido unos años atrás y en sus cartas insistía en que no se planteaba volver. Allí había conocido a gente interesante y estaba seguro de que conseguiría grandes cosas para él y para el resto de la familia.
A pesar de que Luciano estaba allí, Adelpho no se planteó en ningún momento contarle lo que tenía planeado para los Abruzzo, su hermano estaba dispuesto a engañar con los impuestos, a mentir en las aduanas, a traficar con todas las mercancías prohibidas del mundo, pero era muy quisquilloso con los asesinatos a sangre fría. Le molestaba, decía que siempre traían complicaciones; la mayor de todas, la vendetta. Porque siempre quedaba alguien vivo, un hijo, un hermano, una prima, alguien que amaba a las víctimas y que no descansaría hasta matar a sus asesinos.
Luciano no tenía moral, era en exceso práctico y la venganza era un inconveniente nada rentable.
No, no podía recurrir a Luciano, necesitaba otra persona y por eso había roto su promesa de no ir nunca a despedir a un italiano.
—Hombre, Adelpho, si no te estuviera viendo no me lo creería —lo saludó su amigo—. ¿Se te
ha incendiado la casa o de verdad vienes a despedirme?
—Estás cometiendo un error y lo sabes, pero ya que insistes. —Le dio un abrazo y le golpeó la espalda—… he venido a despedirme y a desearte buen viaje.
—Ja, no te lo crees ni tú. —El hombre se apartó y lo miró a los ojos sin acobardarse. Eran muy pocos los que se atrevían a hacer eso—. ¿Qué diablos quieres?
—¿Te espera alguien en Nueva York? ¿Qué planes tienes exactamente?
—Buscarme la vida, Adelpho. Me imagino que iré a ver a tu hermano Luciano y también buscaré a Fabrizio Tabone, él se fue hace dos o tres años, creo recordar.
Sí, allí era donde Adelpho quería llegar. Según había descubierto, Fabrizio Tabone y su familia también habían viajado a América en el Libertà. Era más que probable que hubiese conocido a los Abruzzo, aunque algo le decía a Adelpho que el matrimonio no le había contado a nadie la relación, a falta de otra palabra, que tenían con él.
—Tienes razón, he venido a pedirte algo.
—¿De qué se trata? Piensa que quizá no llegue con vida a América —bromeó.
—Más te vale llegar vivito y coleando, Belcastro. Si tienen que echarte al mar, estropearás la pesca durante años.
—¿Qué diablos quieres que haga?
—Quiero que le des esta carta a Fabrizio Tabone. —Sacó un sobre del bolsillo del pantalón y se lo entregó a su amigo, que lo aceptó y lo guardó.
—¿Nada más?
—¿No quieres saber qué dice la carta?
—No especialmente. —Belcastro se encogió de hombros. Por eso habían logrado hacerse amigos, porque el joven Emmett Belcastro no parecía inmutarse por nada de lo que hiciera Adelpho.
—Le pido que busque a alguien.
—¿Por qué?
—Porque quiero que esa persona sepa que no me he olvidado de ella.
—Dime de quién se trata, tal vez yo también pueda buscarla.
Adelpho se quedó pensándolo y al final decidió contárselo. Ese hombre partía en cuestión de horas y, tal y como había señalado él mismo, quizá no llegase a pisar tierra firme. De poco importaba que descubriese lo desalmado que era en realidad.
—Se trata de un matrimonio, los Abruzzo, Roberto y Teresa Abruzzo. Quiero matarlos, quiero que desaparezcan de la faz de la tierra.
—Lo dices en serio —señaló horrorizado—. ¿Qué te hace pensar que ahora que sé la verdad no voy a destruir la carta?
—Tú mismo has dicho hace unos minutos que cuando llegues a Nueva York vas a ir a ver a mi hermano Luciano. —Esperó a que Emmett asintiera antes de continuar—. No mandaré por correo una carta encargando un asesinato, no soy tan estúpido, pero puedo mandar una carta a mi hermano preguntándole si te ha visto y si ha recibido mi regalo. Luciano sabrá a qué me refiero, sabrá que te he dado algo para él y que no lo ha recibido. En la carta para Tabone también le pido que vaya a visitar a mi hermano y resuelva con él los pormenores del encargo. Luciano empezará a sospechar y sí, quizá es mucho más comprensivo que yo, pero es mucho más curioso y no descansará hasta saber la verdad. Y también puedo escribirle a Tabone o mandar más cartas como esta pero con otro nombre dentro del sobre, el tuyo. El que esté aquí en Italia no me impide ajustar cuentas con la gente que me decepciona. ¿De verdad vas a arriesgarte a empezar tu «nueva vida» provocándome? Ten. —Le tendió un segundo sobre, que Emmett observó con desconfianza—. Considéralo un regalo de despedida.
—Eres un hijo de puta.
—Sí, pero tú no vas a romper la carta. —Le dio un abrazo que no fue devuelto, le metió el segundo sobre, el que contenía una cantidad casi indecente de dinero, en el bolsillo del abrigo y se alejó de la plaza con una sonrisa de oreja a oreja—. Buen viaje, Emmett. Quédate el dinero, por lo que he oído te hará falta para sobrevivir en el barco y quiero que llegues sano y salvo a tu destino.
Little Italy
Nueva York
1915
Fabrizio no podía permitir que su sobrino Bruno fuese a la cárcel sin contar con la protección de Cavalcanti, moriría en cuestión de minutos. Los irlandeses, los rusos, y varias familias de italianos tenían motivos para vengarse de ellos.
En realidad, por más vueltas que le daba, no entendía la decisión de Luciano Cavalcanti. Un buen capo debe proteger a sus hombres a toda costa, si no, ¿de qué sirve? Esa tarde se había mordido lengua, pero ahora, horas más tarde y tras varios tragos estaba furioso. Si en lugar de Luciano estuviese aquí su hermano Adelpho habrían salido a matar a los irlandeses. Adelpho no habría negociado con ellos.
Uno de ellos se había propasado con la chica de Bruno. Fin de la historia.
No, Luciano era muy distinto a Adelpho. Sí, todos tenían buenas viviendas y sus hijos podían acudir a la escuela y a la iglesia, donde contaban con buenos profesores y comida caliente. Pero esas cosas a él no le importaban, eso eran cosas de mujeres, a él le preocupaba la reputación de la familia, el respeto que infundiera su nombre cuando alguien lo pronunciase en un callejón o en un local de Manhattan.
«Ese es un Tabone, cuidado con él, es peligroso. Muéstrale tu respeto».
Eso era lo único que le importaba y le repateaba el hígado que su comedido y frío capo le ordenase que se mordiese la lengua y se tragase el orgullo.
—Eso es de cobardes —farfullo sirviéndose otra copa—, de putos cobardes.
Y él no era un cobarde, él era un Tabone y los Tabone no se disculpaban con los jodidos irlandeses. No, él no era un cobarde, pero tampoco era estúpido. No podía desafiar públicamente a Luciano, sería un suicidio.
Tenía que hacerle cambiar de opinión. Era su única opción. Si Luciano decidía atacar a los irlandeses, Bruno no tendría que ir a la cárcel y todo el barrio sabría que con los Tabone (y el señor Cavalcanti) no se juega.
Pero ese jodido Cavalcanti no tenía sangre en las venas. Quizá por eso era tan bueno para los negocios, pero era pésimo para provocar una pelea. Luciano parecía más interesado en la contabilidad que en las riñas que se generaban en un bar. El único tema por el que le había visto alterarse un poco era por su familia, a ellos sí que les protegía con uñas y dientes, pero allí no había nadie.
Cavalcanti a penas tenía amigos y sus hermanos seguían en Europa, uno en Italia y el otro en Francia, o eso les había contado la última vez que había hablado de ellos. En Nueva York tenía que haber alguien que lo conociera mejor y que pudiese ayudarlo. Si encontraba a alguien que significara algo especial para Cavalcanti, podría utilizarlo para negociar con él.
Quizá incluso podría fingir que esa persona había muerto en manos de los irlandeses. Entonces Luciano sí que daría la orden de matarlos a todos.
Necesitaba a esa persona. Cavalcanti tenía que tener un punto débil, todo el mundo lo tenía, incluso él estaría dispuesto a meterse en el infierno y convertirse en la puta de Lucifer para proteger a su pequeña. Haría cualquier cosa por Alicia, su única hija.
¿A quién podía preguntárselo sin llamar la atención de Luciano? No podía dirigirse a ninguno de sus hombres, ni tampoco a los chismosos del barrio. Tenía que ser alguien discreto, alguien ajeno a la mafia.
Emmett Belcastro.
Se tomó un último trago y fue en busca de Belcastro que, si no le fallaba la memoria, acababa de alquilar un pequeño local y estaba trabajando para remodelarlo y convertirlo en una librería o algo igual de absurdo. La historia se la había contado Bruno meses atrás, le había explicado que Luciano le había prestado el dinero para el alquiler y los primeros gastos. Fabrizio no lograba comprender qué necesidad tenía ningún italiano de complicarse la vida de esa manera cuando podían encontrar tan fácilmente otra clase de trabajos. En cierto modo, pensó Fabrizio mientras caminaba hacia el local, Belcastro le recordaba a Roberto Abruzzo, otro papanatas que creía en el sueño americano y que no se cansaba de repetir que algún día tendría su propio taller.
Fabrizio tenía que reconocer que Emmett Belcastro no le gustaba y estaba seguro de que el sentimiento era mutuo. Belcastro había llegado a Nueva York dos o tres años después que él y tenía la sensación de que lo evitaba y, si por casualidad coincidían en alguna parte, como por ejemplo en la iglesia, apartaba la mirada.
Antes, de adolescentes en Italia, no había sido así. Hubo una época en la que compartían chicas y risas sin importarles nada más. Viajar a allí los había cambiado, supuso, él sin duda no era el mismo que entonces.
Llegó al local y aunque la puerta estaba abierta no vio a Emmett por ningún lado. En el cristal del escaparate podía leerse la palabra Verona, no era mal nombre para una librería, y las estanterías empezaban a coger forma.
Decidió esperarle y se acercó a lo que parecía ser una improvisada mesa de despacho. Había un papel en el que había escrito con letras enormes: «Vuelvo enseguida. He ido a por más clavos».
Emmett habría escrito ese cartel con intención de colgarlo en la puerta y al final se habría olvidado. Fabrizio curioseó, había planos, listas de libros, facturas y más facturas, algún que otro boceto del nombre de la librería, entre el que se encontraba el que al final había elegido, y hojas y sobres en blanco. Aquello le estaba resultando muy aburrido hasta que vio su nombre escrito en un sobre amarillento. El sobre estaba en el interior de un libro que estaba encima de la mesa y que Fabrizio abrió para matar el aburrimiento.
Lo miró durante unos segundos. Era su nombre, no había ninguna duda, y el sobre llevaba allí cierto tiempo a juzgar por el color y el tacto del papel.
¿Qué hacía Belcastro con una carta dirigida a él? ¿Por qué no se la había dado? ¿Por qué se la había ocultado?
Rompió la lengüeta y sacó el papel para leerlo. En el interior del sobre había otro, este más blanco y en mejor estado, que iba dirigido a Luciano Cavalcanti. Al ver ese nombre, Fabrizio leyó todavía más nervioso.
En la quinta línea supo que había encontrado la solución a sus problemas, no solo al de Bruno sino a cualquiera que pudiese tener en el futuro.
Lo único que tenía que hacer era matar a Roberto y a Teresa Abruzzo. Sonrió y se guardó las dos cartas en el bolsillo. Era su día de suerte.
Abandonó el local de Belcastro sin que este supiera que había estado y que había encontrado la manera de tenerle siempre en sus manos.
Salvar a Bruno le hacía feliz en la medida que así preservaba el buen nombre del apellido Tabone. Tener, por fin, una excusa para cargarse a Roberto Abruzzo le producía placer. Lo de la esposa era una lástima, la suya, Amalia, la echaría de menos, pero ya encontraría otra amiga que supiera coser y con niños de la edad de Alicia. Poder restregarle a Luciano Cavalcanti la carta de su hermano Adelpho era un sueño hecho realidad. Así aprendería a tenerle la consideración que se merecía.
Tenía que darse prisa, tenía que ocuparse de todo esa misma noche.
Giró en plena calle y se dirigió al taller de los Parissi. Menos mal que había escuchado a su esposa la noche que le habló sin cesar de la suerte que había tenido Roberto al encontrar ese trabajo.
Si tuviera más tiempo, planearía algo más sofisticado. Esa noche, iba a tener que conformarse con encerrarle dentro y provocar un incendio. El taller era casi tan viejo como sus propietarios, los hermanos Parissi, a nadie le extrañaría que se produjera un accidente, un fuego mal apagado, una mancha de aceite. Esas cosas pasaban a diario. ¿Una puerta que no se abre? Una desgracia, sin duda. Una lástima. Bloquearía las puertas y las llamas se encargarían de eliminar cualquier rastro de su paso por allí.
Llegó al taller, estaba tan alterado, tan nervioso, que el sudor le resbalaba por la frente y le empapaba la espalda. La calle estaba poco transitada, pero tenía que andarse con cuidado. No quería que nadie lo viese y pudiese echarle a perder el plan. Tenía que eliminar a Roberto esa noche, después ya se ocuparía de Teresa, quizá podría fingir un suicidio dentro de unos días. Esa noche necesitaba algo con lo que poder acudir a Luciano y exigirle que cumpliese con la promesa de su hermano Adelpho. En la carta le aseguraba que si cumplía con su encargo su familia gozaría siempre de la protección de los Cavalcanti y que sería generosamente recompensado.
Miró a su alrededor, había una bicicleta en la calle, apoyada en una pared, y le quitó la cadena, que utilizó para bloquear la puerta e impedir que alguien pudiera abrirlas. El fuego acabaría fundiéndola. Se dirigió con cuidado a la parte de atrás del taller y por una ventana sucia de grasa vio la silueta de la esposa de Roberto con su hijo en brazos. No podía creerse que tuviera tanta suerte. Movió unos bidones que había allí, y que él había visto en anteriores ocasiones, y los colocó frente a la ventana para impedir que escapasen por allí.
Una fría calma se apoderó de él cuando lanzó contra el único espacio que quedaba descubierto de la ventana la primera botella de alcohol preparada para arder. Después lanzó otra. Y luego otra. Las había preparado allí escondido, agazapado tras unas cajas. Había robado dos cajas de botellas de whisky de un cargamento de Cavalcanti y no se le ocurría mejor ocasión que aquella para utilizar unas cuantas.
Las llamas no tardaron en propagarse. El humo tardó un poco más y cuando empezó a salir fue oscuro y negro.
Después llegaron los gritos.
Fabrizio se quedó en su escondite hasta que le quemaron los pulmones y entonces salió corriendo a la calle y pidió auxilio. Exigió a gritos que alguien fuese a buscar a los bomberos o que alguien saliese a ayudarlo.
La gente empezó a llegar, vecinos preocupados y dispuestos a ayudar y otros que solo querían curiosear. Cuando llegaron los bomberos, ya era demasiado tarde.
Fabrizio se hizo el desolado, lloró para ocultar la sonrisa de satisfacción que se negaba a abandonarle el rostro.
Hasta que vio a su esposa Amalia en la multitud con un niño en brazos.
Un niño.
—¡Fabrizio! ¡Fabrizio! —gritó ella desolada y con el pánico en la mirada.
—¡Amalia! —Corrió hacia ella y el policía que había intentado detenerla la dejó pasar—. ¿Qué haces aquí?
Tenía que haber una explicación.
—¿Dónde está Alicia? —le preguntó ella desencajada cayendo al suelo de rodillas con el niño —. ¿Dónde está Alicia?
Fabrizio no podía pensar, se negaba a reconocer lo que veían sus ojos.
—¡Contéstame, Fabrizio!
—¿Alicia no está contigo? —la garganta se le cerró al pronunciar el nombre de su hija.
—No —balbuceó Amalia—, esta tarde se la ha llevado Teresa, yo me encontraba mal y como Jack también está resfriado hemos hecho un cambio. Alicia quería ir a ver los gatos recién nacidos de los Parissi.
—No, no, no, no, no…
—¿Dónde está Alicia? ¡Dime dónde está!
—No ha salido nadie —farfulló—. Han muerto todos.
Amalia emitió un grito de dolor tan profundo que varios bomberos corrieron hacia ella y se abrazó al pequeño de tres años que tenía en brazos. Los dos lo habían perdido todo. Y nadie sabría jamás la verdad de lo que había sucedido esa horrible noche.
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Vanderbilt Avenue
RomanceEl día que Jack cumplió dieciocho años descubrió un secreto que le destrozó la vida. Abandonó Little Italy, a su familia y a sus mejores amigos y se convirtió en lo que ellos más odiaban: un policía. Diez años más tarde, Jack vuelve al barrio para r...