Capítulo 22

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Jack
Little Italy
1940
Siena aparece.
Siena me hace sentir.
Siena se queda para siempre.
No me atrevo a creerlo, no me atrevo a pensarlo, tal vez solo me atrevo a susurrarlo. Pero Siena jamás desaparecerá de mi piel, su sabor se quedará para siempre en mi memoria y mis manos recordarán hasta el día que me muera las curvas de su cuerpo.
Antes de ir en busca de Siena había decidido ir a la comisaría y contarles a Restepo y a Anderson que el hombre con la cola de sirena tatuada en la nuca es Fabrizio Tabone. Pero después de Siena soy otro y este hombre que soy ahora actúa de forma distinta.
Este hombre ha decidido arriesgarse y dejar que el vacío desaparezca y volver a sentir.
Hubo una época en la que confiaba en Nick, habría puesto mi vida en sus manos y lo habría hecho sin pestañear.
Hoy vuelvo a hacerlo.
Nick Valenti tiene una casa en Little Italy, otra de sus inversiones, según he podido averiguar. Debo confesar que me reconforta saber que no vive en casa de Luciano Cavalcanti con Siena. Me reconforta y me avergüenza comprobar que no soy inmune a los celos.
¿Inmune? Quiero arrancar la cabeza al hombre que tocó a Siena antes que yo, aunque sé que no tengo ningún derecho. Quiero que ella me cuente esa historia y al mismo tiempo sé que querré arrancarme los oídos cuando empiece a hacerlo. ¿Inmune? Con Siena no soy inmune.
Siena me hace sentir.
Llego a la casa de Nick, acaricio la moneda entre los dedos. Tendría que habérsela mandado hace días y sigue estando en mi bolsillo. Lo he hecho adrede, he roto esta cadena que hemos mantenido los tres durante años porque necesito respuestas y en vez de atreverme a hacer las preguntas adecuadas he preferido provocarle.
Esto acaba hoy, o empieza.
Llamo al timbre. El sonido es alegre y me parece absurdo que pertenezca a la residencia de Nick. Oigo pasos y cuando estos se detienen me lo imagino inspeccionándome a través de la mirilla. —Abre, Nick —le digo en voz lo bastante alta.
El cerrojo gira.
—Te estaba abriendo, detective. —Sujeta la puerta—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Me encojo de hombros y saco la moneda del bolsillo. La sujeto entre nosotros a la altura de los ojos.
—Te toca a ti. ¿Puedo pasar?
Nick levanta una ceja y coge la moneda de entre mis dedos con suspicacia.
—¿Qué pretendes con esto?
Ahora es él el que sujeta la moneda, desconfía del gesto.
—Déjame pasar. Tenemos que hablar. —Sigue sin moverse y sé que tengo que darle algo si quiero que confíe en mí—. Sé quién mató a Emmett.
Nick se aparta de inmediato.
—Pasa.
La casa de Nick es tan distinta a la mía como lo somos físicamente. Está llena de fotografías y de libros, hay sofás con cojines y un mueble con elegantes botellas de cristal.
—Siéntate —me dice él—, nos serviré una copa. Intuyo que nos va a hacer falta.
—Gracias.
Observo a Nick y me sorprende comprender que se siente cómodo en su piel. Le envidio. Yo fui así una vez, hasta que una noche mi destino me cruzó con el de Anderson y averigüé que mi vida era una farsa y se desmoronó.
«Ahora por fin la estás reconstruyendo».
Veo a Siena en mi cama, en mis brazos. Siena basta para que siga adelante.
—El hombre que mató a Emmett tiene un tatuaje muy peculiar en la nuca; una cola de sirena — empiezo.
—Lo sé, Siena me lo contó y también me dijo que se lo había dicho a la policía.
Odio la familiaridad con la que pronuncia su nombre, aunque sé que no hay nada entre ellos.
Odio no poder decirle que ella me asusta y me transforma.
—Encontré al tatuador pero no sirvió de nada —continúo.
—También lo sé, yo también fui a hablar con él.
Los dos bebemos un poco, buscamos cómo definir de nuevo una amistad que tal vez no ha desaparecido del todo.
—Un preso de la prisión del condado tiene el mismo tatuaje. —Levanta las cejas un segundo y empieza a escucharme de verdad—. Se llama Ripoli y ayer fui a hablar con él, ¿eso también lo sabías?
—No, no lo sabía.
—Le pregunté por qué había elegido ese tatuaje en concreto y me habló de un antiguo compañero de celda.
—¿Te dio su nombre?
—Sí.
Necesito beber un poco más.
—¿Cuál es?
—Fabrizio Tabone.
Nick, que hasta entonces ha estado sentado, se pone en pie.
—Es imposible —afirma decidido—. Tu padre murió hace años.
Me termino la copa antes de levantarme.
—¿Cómo lo sabes?
—Joder, Jack, lo sé igual que tú. Murió en ese bar irlandés.
—Los cadáveres eran imposibles de identificar, la gran mayoría de identificaciones se basaron en hechos circunstanciales como la altura o el reloj que llevaban en la muñeca. Es más que posible que Fabrizio no estuviese allí o que estuviese y sobreviviese.
—Y también es más que posible que ese jodido preso te mintiese, detective, o que haya más de un hombre con una cola de sirena tatuada en la nuca.
—Es él, Nick, estoy seguro.
—¿Cómo lo sabes?
Respiro profundamente y busco la fotografía en el bolsillo de mi americana.
—Mira.
Si Nick me traiciona y Anderson llega a enterarse de esto, mi carrera como policía está acabada.
Nick sujeta la fotografía y el rostro le va cambiando a medida que reconoce a los hombres que aparecen en ella.
—Son Emmett Belcastro, los hermanos Cavalcanti y Fabrizio. Mierda, Jack, ¿dónde la has encontrado?
—Estaba escondida en la butaca que Emmett tenía en su despacho.
—Mierda —repite Nick y me devuelve la fotografía.
El gesto es tan natural que sé de inmediato que no me he equivocado confiando en él.
—El asesinato de Emmett fue personal, el hombre que lo mató no le disparó desde diez metros de distancia ni voló por los aires su casa. Se acercó a él, habló con él y le degolló. Esperó a sentir como la vida de Emmett le empapaba la mano de sangre antes de irse.
—Sí, yo también lo creo.
—Esta fotografía es la clave, Nick. Lo sé.
Nick camina hasta el mueble bar y vuelve con la botella de whisky. Nos llena los vasos.
—¿Por qué has venido a contarme esto?
—Porque quiero hablar con Luciano Cavalcanti.
Me mira mientras me pasa de nuevo una copa de whisky. Tarda unos segundos, detecto el instante exacto en que deduce acertadamente el motivo de mi visita.
—No se lo has contado a la policía.
—No —se lo confirmo aunque no le hace falta.
—¿Por qué?
Supongo que podría decirle, a él y a mí mismo, que lo hago para ganarme su confianza, para demostrarle que soy uno de los suyos y no un policía más. Podría decirle que lo hago para que
Cavalcanti me deba un favor y así entrar por fin en su juego. En el juego que quiere Anderson y por el que lleva diez años preparándome.
—Porque Fabrizio Tabone era mi padre y quiero saber la verdad. —No puedo hablarle de Siena, así que me conformo con eso—. De los hombres que aparecen en esa fotografía, Luciano Cavalcanti es el único al que tengo acceso. Quiero hablar con él, preguntarle qué sabe de Fabrizio. Nada más.
—¿No quieres preguntarle por sus negocios o por su viaje a Chicago?
—No, solo quiero saber si existe la posibilidad de que Fabrizio esté vivo y, si es así, qué motivos podía tener para matar a Emmett Belcastro.
—No creo que el señor Cavalcanti acceda a verte.
—Dile que tiene dos opciones. Puede hablar conmigo en su casa o puede hablar con el superintendente en la comisaría después de que le fotografíe toda la prensa.
—Veo que sigues siendo un cabrón, Jack —acompaña el insulto con una sonrisa—. Veré qué puedo hacer.
—Gracias. —Me termino la bebida y dejo el vaso en la mesa—. Y gracias por el whisky. —De nada.
—Será mejor que me vaya.
—Sí, será lo mejor —conviene Nick—. Si alguien se entera de que has estado aquí, mi reputación quedará por los suelos.
—Creo que tu reputación podrá soportarlo. Dile a Cavalcanti que tiene de tiempo hasta mañana. No puedo ocultarle esta información a mi gente durante más tiempo.
—Se lo diré.
Nick me acompaña hasta la entrada y se detiene ante la puerta. Sigue mirándome intrigado, yo aún lo estoy, pero lo cierto es que siento como si me hubiesen quitado un peso de encima.
—Nos vemos, Nick.
Abro la puerta y salgo a la calle. El sol parece brillar y pongo las manos en los bolsillos. Echo de menos la moneda, aunque la horquilla de Siena, que me negué a devolverle, me reconforta del mismo modo o quizá más.
—Eso, nos vemos, Jack.
Cierra la puerta y tengo el presentimiento de que tiene razón. A partir de ahora, suceda lo que suceda con Cavalcanti, tarde o temprano volveremos a vernos.
Es peligroso eliminar el vacío porque su lugar puede ocuparlo la esperanza.
Siena aparece y me hace sentir.
Me gustaría verla, me muero por tocarla y besarla y, que Dios me ayude, por contarle lo que he hecho. Quiero explicarle qué he seguido mi instinto y le he contado a Nick algo que debería haber contado antes a mis superiores. Quiero verla sonreír y sentir sus brazos a mi alrededor cuando me felicite por mi decisión.
No puedo y el sol brilla menos.
Hoy Siena no tiene clase de violín con la señorita Moretti. No puedo ir a visitarla a su casa, aún no. El «quizá nunca» me araña las entrañas y me presiona el pecho. Meto las manos en los bolsillos, al tocar la horquilla en forma de mariposa consigo respirar un poco. En cuanto a la moneda que ahora ya no está conmigo, supongo que dentro de unos meses, cuando vuelva a tocarme el turno, sabré si
Nick ha aceptado mi ofrenda de paz. Hoy tampoco le he preguntado por Sandy, pero, a diferencia de las otras veces, esta sí que había investigado un poco sobre ella. Por desgracia, lo único que he averiguado es que Sandy se ha esfumado de la faz de la tierra. No he encontrado ni rastro de ella después de que se fuera de Nueva York. De momento tengo que conformarme con saber que está viva y que Nick sabe dónde encontrarla, y tengo el presentimiento de que si él no la ha traído aquí de vuelta es porque considera que, esté donde esté, está bien.
Juego con las alas de la mariposa y me pregunto qué habría pasado si no hubiese aceptado la proposición de Anderson y no me hubiese hecho policía. Mi sueño de adolescente era tener un taller mecánico con Nick. La coincidencia entre este sueño y la profesión de mi verdadero padre nunca ha cesado de inquietarme. Si lo hubiésemos conseguido no habría conocido a Siena, quizá la habría visto pasar de lejos y quizá algún día le habría dirigido la palabra, pero no la habría besado ni la habría tenido desnuda en mis brazos.
Intento imaginarme con otra mujer, la idea me repele y me resulta imposible.
Si Nick y yo no hubiésemos conseguido nuestro taller, Nick sería exactamente lo mismo que es ahora, yo… —Vuelvo a tocar la mariposa— yo estaría muerto.
Me detengo en plena calle, mantengo la mirada fija en el suelo.
¿Por qué estoy tan seguro de mi muerte? Porque Fabrizio habría acabado matándome, o yo a él y entonces yo habría acabado en la cárcel y habría muerto allí.
Y entonces tampoco habría conocido a Siena.
Levanto la cabeza y veo los escalones de la iglesia del Santo Cristo. Yo renegué hace tiempo del falso consuelo que ofrecen estas paredes, mis pies, sin embargo, empiezan a subir. Al entrar veo dos señoras barriendo por entre los bancos y tres chicos, probablemente de la coral infantil, preparando el altar para la misa o alguna ceremonia.
Y Siena.
Durante un segundo creo estar imaginándomela, hasta que Siena se levanta del primer banco donde está sentada y se acerca a encender dos velas frente la imagen de la virgen.
—Siena —pronuncio su nombre, no puedo evitarlo.
Ella se da media vuelta y me mira sorprendida, y me sonríe.
—Jack —susurra.
Esta es mi vida y Siena está en ella. Las otras vidas, las que nunca llegaré a tener no valen nada sin ella. La miro a los ojos, su capacidad para confiar en la gente, en mí, me abruma y me da miedo. No he hecho nada para merecerme ese regalo y ella se ha arriesgado a entregármelo. ¿Qué pasará si alguien me lo arrebata? ¿Y si es ella la que un día pierde esa mirada y descubre que se ha equivocado?
No podré reprochárselo, el vacío volverá —no le costará demasiado— y yo volveré a desaparecer y a sentir solo dolor.
—¿Qué haces aquí? —me pregunta con una sonrisa cuando me detengo frente a ella.
No le contesto. No puedo hablar.
Cuando Siena está a mi lado, tardo unos minutos en acostumbrarme y en dominar la reacción de mi cuerpo. Hoy aún no lo he conseguido.
La cojo de la mano y mi estado empeora cuando ella entrelaza al instante sus dedos con los míos. «Mierda».
Miro a mi alrededor, estar en una jodida iglesia debería servirme para calmarme.
No sirve de nada.
Tiro de Siena hasta el confesionario, queda un pequeño hueco entre la pared lateral del mismo y una de las columnas del interior de la iglesia. Apoyo a Siena con cuidado en la madera del confesonario y la columna queda a mi espalda. No estamos ocultos, pero al menos resulta difícil vernos a simple vista.
—Me alegro de…
La beso antes de que termine la frase. Hace unos segundos he visto en sus ojos que se alegraba de verme, si se lo oigo decir perderé la poca (o inexistente) cordura que me queda. Siena me besa y mi corazón late sin miedo.
Siena me besa y el mundo desaparece.
Siena me besa y el miedo desaparece.
Maldita sea, no me basta con un beso. La sujeto por la cintura y la acerco a mí, la blusa de seda es áspera comparada con el tacto de su piel.
«No puedes tocarla, estás en una jodida iglesia, Jack».
Levanto las manos, suben despacio por la espalda que ayer acaricié desnuda y en las yemas me imagino cada peca. Los hombros, su pelo castaño baila encima y me hace cosquillas en los nudillos.
Llego a su rostro y cuando le acaricio los pómulos ella suspira.
No voy a poder soltarla.
Me apoyo en la columna y separo las piernas para colocar a Siena en el hueco, la parte interior de mis muslos la siente tan cerca que tengo que clavar los pies en el suelo para que no tiemblen.
Siena me besa y sus manos aparecen en mi torso.
Dejo de respirar. No me importa, mientras pueda besarla y perderme dentro de ella nada me importa.
—¿Siena, estás aquí?
Una voz desconocida, decidida, profundamente autoritaria nos separa.
Entrecierro los ojos y mi mano derecha va en busca de mi revólver. Siena coloca la suya encima y sin mirarme a la cara susurra:
—Es mi tío.
Tengo al famoso Luciano Cavalcanti a unos metros de distancia.
Podría arrestarle, Restepo y Anderson me apoyarían aunque el arresto ahora mismo careciera de argumentos.
Podría interrogarle.
Podría dispararle.
Siena me mira y aparta la mano. No dice nada, se pone de puntillas y vuelve a besarme. Me besa despacio, como si no le importase lo más mínimo que su tío pueda verla. Me besa como si lo único que le importase en el mundo fuera besarme.
Siena me besa y se aparta.
—Ve —le digo descompuesto de un modo que ella no se imagina—, yo esperaré aquí.
Un beso en medio de una sonrisa. Una caricia en la mejilla y Siena desaparece.
—¡Estoy aquí, tío! —le avisa después de asegurarse de que yo me he ocultado entre las sombras.
Oigo unos pasos y la voz de Cavalcanti.
—¿No te has preguntado nunca qué fue del padre Andrea?
Un escalofrío me recorre la espalda.
—¿El padre Andrea? —Siena se está abrochando el abrigo y poniéndose el sombrero que había dejado en el banco y yo ni siquiera había visto—. Ah, sí, ahora lo recuerdo. Era muy joven, pensé que había vuelto a Roma.
—No, qué va. —Desde mi escondite veo que Luciano le ofrece el brazo a su sobrina—. Vive en Connecticut con su mujer y dos hijos.
—¿El padre Andrea?
Siena no se da cuenta, pero mis instintos de policía saben que un hombre como Cavalcanti no ha elegido esa anécdota al azar.
—Sí, se enamoraron aquí, en esta misma iglesia. En el confesionario.

Vanderbilt AvenueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora