Capítulo 7

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Jack
Vanderbilt Avenue
1940

Encontrar a Siena Cavalcanti no me ha resultado difícil, lo que me ha resultado jodidamente duro ha sido irme del apartamento de la profesora de música sin cogerla en brazos y decirle exactamente qué pensaba de sus «no he terminado» y de la rabia que brillaba en sus ojos. Esa chica no puede ir por el mundo defendiendo al capo de la mafia de Nueva York por muy tío suyo que sea, nadie es tan inocente. Ya no.
El alegato que me ha soltado sobre los motivos por los que llamó a la policía y por los que ni se le pasó por la cabeza ocultar el asesinato de Emmett ha sido el más sincero que he oído en mucho tiempo. Quizá en toda la vida.
Lástima que una parte de mí se niegue a creerlo.
La otra parte se ha puesto furiosa y ha perdido el control. Allí sentado en esa butaca con el olor a lavanda flotando en el aire y esa estirada profesora de violín he sentido cómo se me aceleraba el pulso y empezaba a arderme la sangre. Durante unos segundos, mis ojos han decidido fijarse en los labios de la señorita Cavalcanti, no sé si son estúpidos o qué diablos pretendían, pero a partir de entonces no he podido evitar imaginarme qué sentiría si colocase los míos encima.
¿Cómo debe de ser besar a alguien que aún cree en la inocencia?
Joder. No me he limitado a los besos. Mientras ella seguía atacándome, acusando a la policía de no involucrarse en Little Italy, yo prácticamente la he desnudado con la mirada. La pasión con la que hablaba, la rabia que intentaba retener con esa postura de señorita de clase alta me ha hecho reaccionar de un modo imprevisible, molesto, vergonzoso e incontrolable.
¡Con los años que llevo sin sentir nada, sin tener ni el menor deseo de caer en la tentación y hace unas horas lo habría mandado todo a la mierda solo por tocarla a ella!
A la sobrina de Luciano Cavalcanti.
A la peor chica del mundo.
A la única que aún cree en la inocencia.
Es culpa de sus ojos. Tiene unos ojos difíciles, complicados, y una piel que desprende calor solo
con mirarla. Es culpa de ella por mirarme con tanto desprecio y por hacer justamente lo que me ha acusado de hacer a mí; juzgar a alguien sin conocerlo.
¿Pero qué estoy diciendo?
Yo no quiero que Siena Cavalcanti me conozca. No quiero volver a verla y dudo que suceda. Ella y yo no nos movemos por los mismos círculos, gracias a Dios. Aunque la investigación del asesinato de Belcastro se alargue y tenga que volver a Little Italy más a menudo es imposible que la señorita Cavalcanti y yo coincidamos.
Llego a mi apartamento, lo alquilé hace dos años, después de mi último ascenso en la policía, y elegí esta calle porque está cerca de la estación central. Sigo pensando que necesito tener a mano varias rutas de escape. Cuando me mudé, también estaba a pocas calles de la comisaría, pero ahora que me han trasladado no tengo más remedio que desplazarme. Cruzo la entrada del edificio de ladrillo blanco y por primera vez caigo en la cuenta de lo opuesto que es ese color al rojizo que caracteriza el barrio donde me crie.
Nunca volveré a Little Italy.
¿Por qué iba a hacerlo?
Allí no me queda nada.
Mierda. No puedo pensar en eso ahora. No voy a recordar cómo mi padre me declaró muerto en cuanto entré en la policía, ni en cómo mi madre acató su voluntad y nunca se atrevió a visitarme, ni siquiera a escribirme. Si no hubiera sido por la estúpida moneda que ahora mismo estoy deslizando entre los dedos, creería que todo mi pasado no existió.
Nick también se ha puesto furioso al verme.
Ha cambiado mucho, aunque le habría reconocido en cualquier parte. Sigue teniendo la misma mirada astuta y esa sonrisa tan estudiada y peligrosa para las mujeres. Ahora, sin embargo, es mucho más duro y cruel que antes, basta con ver el modo en que se mueve, en que estudia todo lo que sucede a su alrededor. Cuando un hombre tiene principios, titubea, puede costarle tomar la decisión de matar a alguien.
Nick, el Nick que he visto esta tarde, no titubea.
Abro la puerta de mi apartamento y dejo la pistola, la americana y el sombrero en la mesa marrón del comedor. Estaba amueblado cuando lo alquilé y me habría acomodado a cualquier clase de mueble, aunque la sencillez de los que me encontré sin duda se adapta a mí mucho mejor que la butaca de terciopelo en la que me he sentado antes. ¡Mierda!
¿Por qué vuelvo a pensar en ello? La voz de Siena me eriza la nuca y decido que lo mejor que puedo hacer es ir a servirme algo de beber. Al menos la ley seca lleva cinco años abolida, porque hoy, si quiero sacarme a la señorita Cavalcanti de la cabeza (a la que empiezo a tutear cuando no debo), necesito un trago.
La luz de la cocina parpadea unos segundos antes de quedar fija en el techo. No cocino nunca. En los armarios hay los utensilios necesarios para las pocas noches o mañanas en las que decidido comer algo en casa. No hay nada que no pueda dejar atrás en cuestión de segundos.
Descorcho la botella de whisky. No es excepcional, el whisky de calidad sigue llegando de contrabando y es difícil de encontrar, o está fuera del alcance del sueldo de un policía. Al menos de uno que no acepta sobornos.
Y ya está, la señorita Cavalcanti reaparece. Cualquier excusa es buena para que mi cerebro recuerde su airado discurso y el efecto que me ha producido. Carraspeo, me digo que no hace calor y que esa presión que siento en el estómago es debida a la tensión.
Me sirvo otro whisky.
«Si de verdad quiere averiguar quién asesinó al señor Belcastro, busque al hombre tatuado, haga su trabajo y déjenos a mi tío y a mí en paz».
Mierda. Dejo el vaso tan rápido encima de la encimera que trastabilla y cae al suelo. Se hace añicos y cabreado conmigo mismo me agacho a recoger los trocitos.
—¡Joder!
La sangre resbala por el pulgar y mancha la baldosa blanca. Dejo los cristales en el fregadero y el agua fría me limpia la herida. En el informe que me dio Restepo no se mencionaba ningún tatuaje.
—Joder —repito en voz más baja.
Si en casa de la maestra no hubiese estado tan distraído con los labios y la rabia de la señorita Cavalcanti, me habría dado cuenta de ese detalle. He cometido un error de principiante, un estúpido error que podría haberme resultado muy caro si no lo hubiese descubierto. ¡Maldita sea! Salgo de la cocina y vuelvo a guardar la pistola en la funda y a ponerme el sombrero y la americana. Esta tarde Nick ha dejado claro que ellos, la mafia, también están investigando el asesinato de Belcastro, ¿saben ellos lo del tatuaje?
Algo me dice que no, mi instinto de policía está convencido de que no. Sí, aunque al principio me costó reconocerlo (y me cabreó muchísimo), tengo instintos de policía. No puedo presentarme en la vigilada y conocida casa de Cavalcanti. Sonrío para mis adentros, a Anderson le daría un ataque cuando se enterase de mi visita al capo de la mafia de Nueva York (aunque él ahora esté en Chicago). Además, no me serviría de nada. Es imposible que me dejasen pasar a charlar con la señorita Cavalcanti. Lo más probable es que alguien me diese una paliza sin ni siquiera preguntarme qué hago allí. No, no puedo ir allí, y tampoco me servirá de nada acercarme a Little Italy. A estas horas seguro que todos los bares del barrio saben que hay un detective husmeando por allí y aunque alguno esté dispuesto a colaborar no lo harán a la primera.
Tengo que ganármelos.
En esto tiene razón Anderson.
Por eso voy a verlo a él, para preguntarle si cree que soy un imbécil y por qué creyó que ocultarme que Nick trabaja para Cavalcanti era buena idea. Anderson, el muy hijo de puta, cree que puede manipularme como a un cadete inexperto y, después de todos estos años, ya debería saber que esta clase de jueguecitos no funcionan conmigo. Todo lo contrario.
Y sí, tengo ganas de pelearme con alguien, y si es con Anderson puedo matar dos pájaros de un tiro.
Sé donde encontrarle, el superintendente nunca se va a casa antes de las diez. Conozco su dirección particular, me la dio hace años mientras llevábamos un caso cruel y despiadado y él era solo mi capitán. Un jodido buen capitán, eso tengo que reconocerlo. Sé que está casado y también sé que soy uno de los pocos que poseen esa información. Supongo que es lo más parecido a una muestra de respeto que voy a recibir nunca de Anderson.
Son las nueve, así que el superintendente aún no se habrá retirado y estará en el bar de Joe, un antro medio escondido en la calle Cuarenta y Dos nada recomendable. Ir a allí se convirtió en una especie de tradición hace años gracias al antiguo compañero de Anderson, ahora ya retirado en el campo, que era aficionado a una cerveza negra que solo servía Joe (y que sirvió durante la ley seca a escondidas, aunque Anderson insista en negarlo). Utilizo el paseo hasta allí para repasar mentalmente lo poco que he averiguado durante el día de hoy. Decir que la gente del barrio se acuerda de mí y que me consideran un traidor sería quedarse corto. La gran mayoría me desprecia. Mi partida y mi decisión de entrar en la academia de policía es una especie de leyenda que ha ido creciendo con el paso de los años hasta adquirir proporciones épicas. Esta tarde, en una cafetería donde no me han reconocido, un camarero charlatán me ha contado que el detective que está investigando el asesinato de Belcastro es «una alimaña que traicionó a su propia familia y que vendió medio Little Italy a la policía a cambio de un miserable trabajo».
Bueno, supongo que lo del trabajo miserable es cierto, aunque el resto… Lo que más me molesta es que no he encontrado a nadie que se cuestione esa historia. Nadie se pregunta por qué me fui o si, contra todo pronóstico, lo hice por algún buen motivo. Da igual.
Tampoco lo hice por ninguno de ellos.
El letrero del bar de Joe está apagado, pero de la ventana aún sale luz y delata que en su interior todavía hay alguien. La puerta está abierta y cuando la cruzo veo a Anderson sentado en la barra charlando con Joe con expresión relajada. Tal vez por eso visita este antro cada día antes de irse a su casa, porque no quiere presentarse ante su esposa con el mal humor y la amargura con las que nos impregna nuestro trabajo.
La puerta se cierra a mi espalda y ni Joe ni Anderson se sorprenden de verme.
—Pasa, Jack —me invita Joe—, ¿lo de siempre?
Asiento. Aunque le pidiera otra cosa, Joe siempre me sirve lo que a él le apetece. Afirma que ese es su don, saber qué tienen que beber sus clientes.
—Siéntate, Jack. —Anderson señala con su vaso medio vacío el taburete que tiene al lado—. A juzgar por tu presencia aquí, deduzco que tu primer día en tu antiguo barrio ha sido todo un éxito.
Por sarcasmos como ese Anderson debe de haberse llevado más de un puñetazo en su juventud. Tiene suerte de que sea mi superior y de que yo al final haya entendido que pelearme con él solo sirve para complicarme las cosas.
Ocupo el taburete, dejo el sombrero en la barra y sin cuestionármelo demasiado engullo la bebida que me ha servido Joe.
—¿Desde cuándo sabe que Nick trabaja para Cavalcanti?
Esa es la pregunta que más me corroe y se la suelto mirándolo a los ojos.
—Desde siempre.
Es un hijo de puta tan frío que en cierto modo me alivia que en su momento decidiera servir a la justicia. Si Anderson hubiese decidido ser un criminal, habría sembrado el terror allá donde fuera y nadie lo habría atrapado jamás. Quizá yo habría sido el único que lo habría intentado, si mi vida hubiese sido distinta y me importase una mierda lo que sucediese en el mundo.
—¿Por qué no me lo había dicho?
—No creía que fuera importante —sentencia haciéndole señas a Joe para que vuelva a llenarnos
los vasos.
—Y una mierda. —Aparto el segundo trago. No quiero beber más—. Sabía perfectamente lo que sucedería en cuanto lo viese.
—Hace diez años, cuando entraste en la academia y te pregunté a quién debíamos avisar si te sucedía algo me dijiste que no te quedaba nadie, que a nadie le importaría si morías allí ahogado o de una paliza después de algún entrenamiento.
—No me venga con esas monsergas y dígame la verdad. ¿Era una prueba? ¿Acaso creía que cuando viera a Nick dudaría de mi decisión? —Aprieto la barra de madera con los dedos—. ¿O es a Nick a quien quiere descolocar conmigo? —Anderson levanta la comisura del labio—. Es eso, cree que Nick recordará nuestra estúpida amistad y traicionará a su jefe en un abrir y cerrar de ojos.
—Torres más altas han caído, la noche que te arrestaron estabas muy preocupado por Nick y Sandy. Quizá él también esté preocupado por ti.
—Nick Valenti no está preocupado por mí ni por nadie y es más probable que quiera matarme que invitarme a tomar una copa con él por los viejos tiempos. No confía en mí, y la verdad es que no le culpo. Y yo tampoco confío en él ni en nadie del entorno de Cavalcanti.
«Siena es distinta».
—Mira, Jack, te perdono el dramatismo porque me imagino lo difícil que tiene que haber sido el día de hoy para ti. —Bufo por la nariz y Anderson enarca una ceja—. Pero te aconsejo que soluciones tus asuntos tú solito y que te centres en el caso. Sí, sabía que Nick Valenti es la mano derecha de Luciano Cavalcanti. No, no te lo dije porque a ti no te incumbía, hasta hace apenas unos días trabajabas en otro distrito y la verdad es que eres un mero detective y no tengo que informarte de estas cosas. Y sí, creo que el que Nick y tú fueseis amigos en la infancia puede ayudarnos y estoy dispuesto a utilizarlo. —Se pone en pie y deja unos dólares en la barra. Aprovecha el gesto para dar un golpe y me mira amenazador—. Desahógate bebiendo, en la cama con una mujer, peleándote a puñetazo limpio con cualquier indeseable, pero haz el jodido favor de resolver este caso y de meterte en la cabeza de Cavalcanti.
Aprieto la mandíbula y entrecierro los ojos. Tengo tantas ganas de pegarle que me tiembla el brazo. Anderson se da cuenta y desvía la mirada hacia el puño que ya tengo cerrado y listo para alzar.
—Si no eres capaz de entender la importancia que tiene esto, no eres el hombre que creía. —Da un paso y se aleja de mí—. Y no sirvió de nada la decisión que tomaste hace diez años.
Con esa frase me desarma y la tensión abandona mis hombros.
—Tendría que haberme dicho que Valenti trabajaba para Cavalcanti —insisto porque me niego a que él tenga la última palabra.
—Podrías haberlo sabido. —Anderson se detiene en la puerta, está abierta y la calle oscura le está esperando—. Eres policía, Jack. Si hubieras querido, hace años que sabrías a qué se dedican Nick y Sandy. —Cierro de nuevo los dedos al escuchar el nombre de esa chiquilla a la que tanto quise en el pasado—. Deduzco que de ella tampoco sabes nada, ¿no? —Se pone el sombrero—. Dime, ¿por qué nunca has querido averiguarlo?
—Lárguese, Anderson, antes de que decida seguir su consejo y pelearme a puñetazo limpio con un indeseable.
Tiene la desfachatez de reírse.
—Buenas noches, Jack. Adiós, Joe, nos vemos mañana.
La puerta se cierra y Joe aparece delante de mí desde el otro lado de la barra.
—Bébete esto, Jack, y vete a la cama. —Me deja delante lo que parece ser un absurdo vaso de leche y vuelve a limpiar el resto de la barra.
Durante unos segundos me planteó la posibilidad de pelearme con Joe, pero sería completamente injusto y seguro que Joe acabaría dándome dos o tres puñetazos más que considerables. Opto por beberme la leche, que además está caliente, y sonrío al detectar el sabor de un chorro de whisky. —Gracias, Joe.
—De nada.
Vuelvo a casa, supongo que sabía que ir allí no iba a servirme de nada y no puedo asegurar que yo no hubiese hecho lo mismo que Anderson si me encontrase en su situación. A lo largo de los años, Anderson ha demostrado que no se detendrá ante nada para conseguir su objetivo.
Vanderbilt Avenue aparece delante de mí y me recuerda que tengo una vida que no tiene nada que ver con mi pasado.
«Siempre has sabido que ibas a tener que volver».
Mi apartamento está igual que antes, desierto y frío, igual que mi interior. Anoto en mi cuaderno una única palabra «tatuaje» y voy a acostarme.
Si tengo suerte, no soñaré con nada.
La voz de Siena Cavalcanti furiosa conmigo por tener prejuicios no tarda en aparecer. Furioso, enciendo la luz de la mesilla de noche, busco un cigarro, que cuelga de mis labios segundos más tarde, y empiezo a tomar notas sobre lo poco que he averiguado del asesinato del Belcastro. Es curioso que un hombre tan respetado y querido por la comunidad haya sufrido una muerte tan violenta.
No ha sido un accidente ni una confusión.
Un hombre entró en su librería, en Verona, y le degolló el cuello.
Hay pocas muertes más personales que esa.
La sangre de Belcastro resbaló por los dedos de su asesino, este sintió la respiración de su víctima en la piel. Tocó el último suspiro que dio antes de caer al suelo. El asesino fue a Verona a una hora en la que corría el riesgo de encontrarse con alguien y no le importó. Podría haberse colado cuando la librería estuviese cerrada, podría haber atacado a Belcastro una noche en medio de la calle y su muerte no habría despertado ninguna sospecha.
La policía de Nueva York no le habría hecho ni caso.
Apago la colilla furioso. Aunque me retuerza las entrañas, el discurso santurrón y moralista de la señorita Cavalcanti tiene su razón de ser.
¿Quién podía odiar tanto a Belcastro como para matarle de esa manera?
A esas horas, con las emociones del día arañándome la piel, solo se me ocurren dos respuestas posibles. O Belcastro no era tan honesto y honrado como aparentaba, o su asesino quiere mandar un mensaje a alguien con su muerte.
Mierda.
Este caso debería ser de todo menos personal.
De pie frente a la ventana, desvío la mirada hacia la calle. Nueva York no siente nada y yo tampoco. 

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