Capítulo 23

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Jack
Vanderbilt Avenue
1940
Siena ha abandonado la iglesia riéndose de la última ocurrencia de su tío y me ha dejado a mí con un nudo en el estómago y la horrible sensación de que voy a perderla. Ella no corre ningún peligro con Cavalcanti, jamás he leído ningún informe policial que lo insinuase y me ha bastado con verlos juntos en esa iglesia para saber que ese hombre la quiere como a una hija.
Odio no saber si Siena está preocupada.
Quedarme allí escondido, detrás de esa fría columna de piedra en la que minutos antes me sentía preso de las llamas, me ha retorcido las entrañas. Lo único que me ha retenido allí detrás ha sido el instinto de hacer lo mejor para Siena. Ella habría sufrido si mi primer encuentro con su tío se hubiese producido en esas circunstancias rodeadas de engaño y de amenazas.
Siena sufrirá.
Llevo horas devanándome los sesos en busca de una solución que no comporte ningún dolor para Siena. Me basta con imaginarme a Siena sufriendo para que sienta el frío susurro del vacío en mi interior «no sientas nada, Jack, es mucho más fácil». He tenido la tentación de acudir a mi viejo refugio, visitar a Shen y pelearme con el iluso que hubiese tenido la poca fortuna de estar allí esta noche. Y de nuevo ha sido Siena la que me ha detenido.
Siena me pidió que le prometiera que no iba a desaparecer y esas peleas, el alcohol, me sirven justamente para eso.
Para conseguir el vacío y no sentir nada por nadie.
Así nada te hiere y nadie te decepciona.
Llaman a la puerta del apartamento, el único vaso de whisky que me he servido está intacto encima de la mesa de la cocina. Me alegro de no haber bebido, así cuando me levante del suelo después del puñetazo que me dará Nick de parte de su jefe me dolerá menos la cabeza. Respiro profundamente y abro la puerta.
—Te estaba esperando —le saludo.
Pero el hombre que encuentro de pie en el felpudo de la entrada, que estaba ya en el piso cuando
lo alquilé, no es mi antiguo amigo de la infancia.
—Tendré que pedirle prestado ese don para ver el futuro, detective.
Luciano Cavalcanti en todo su esplendor está frente a mí y no parece tener la menor intención de irse. Es un hombre fuerte y compacto, no tengo ninguna duda de que a su edad está en excelente forma física, pero yo sigo siendo más alto que él y miro si hay alguien más allí en el rellano.
—Estoy solo. Toni está abajo. Le aseguro que he tomado todas las precauciones posibles antes de venir aquí esta noche.
—De eso no me cabe ninguna duda, señor Cavalcanti —le digo entre dientes.
—¿Va a invitarme a entrar o espera que le amenace y le invite a acompañarme a mi coche? Dudo que llegado el caso fuese ninguna invitación.
—Adelante, pase, por favor.
Doy un paso hacia atrás y mientras le observo entrar me pregunto si me he vuelto loco del todo permitiendo que el capo de la mafia de Nueva York entre armado (sé reconocer el bulto que hace un revólver bajo la americana) en mi casa sin que lo sepan mis superiores. Mi plan era preparar este encuentro, se suponía que Nick hablaría con él y pactaríamos el día, el lugar y la hora donde reunirnos. Cavalcanti iría preparado, por supuesto, pero yo también.
Joder, ahora, aunque estoy en mi casa estoy en inferioridad de condiciones y mi mayor desventaja es Siena. Cavalcanti no tendrá ningún problema en dispararme, sin embargo yo, ¿podré hacerlo cuando sé el dolor que eso le causaría a ella?
Y no solo el dolor, no soy tan noble, maldita sea. Si le hago daño a este hombre, Siena no querrá volver a saber de mí.
—Jamás pensé que llegaría a conocerlo en persona, detective —empieza Cavalcanti inspeccionándome con la mirada—. Jamás. —Se frota la sien—. Supongo que en algún lado el destino está riéndose de mí.
—¿A qué se refiere? —Este principio de conversación no es el que esperaba—. ¿Había oído a hablar de mí?
—Digamos que su nombre ha aparecido unas cuantas veces en mi vida. —Señala el sofá, el único mueble más o menos decente de mi apartamento, con el sombrero que ahora sujeta en la mano—.
¿Puedo sentarme?
—Por favor.
Camino hacia él, deduzco que si hubiera querido matarme a estas horas ya estaría muerto y antes de sentarme yo también le pregunto si quiere beber algo.
—No, creo que usted y yo tenemos mucho de que hablar, ¿no le parece?
Años y años de hacer interrogatorios en la policía acuden a mi rescate.
—No lo sé. —Apoyo los antebrazos en mis muslos y entrelazo los dedos de las manos, que quedan colgando en medio—. Usted ha venido a verme.
Sonríe, el canalla sonríe y deja el sombrero a su lado.
—Técnicamente usted vino primero, ¿acaso no era esto lo que quería cuando esta mañana ha visitado a Valenti?
—No exactamente, pero supongo que tiene parte de razón.
—Valenti me ha dicho que cree que el hombre que asesinó a Emmett Belcastro es Fabrizio Tabone, su padre y delincuente prolífico.
La descripción de Cavalcanti me enerva y sé que ha elegido esas palabras adrede.
—Trabajó para usted muchos años, así que me imagino que debió de resultarle una inversión segura.
—Fabrizio Tabone dejó de trabajar para mí hace muchísimo tiempo, pero vayamos por partes.
Hábleme de la muerte de Emmett, ¿por qué está tan seguro de que fue Fabrizio?
Suelto las manos y le miro a los ojos.
—Antes dígame por qué no le sorprende que Fabrizio esté vivo. Todos le dábamos por muerto, incluso yo.
—Después de la masacre del bar irlandés no solo desapareció Fabrizio, sino que Bruno, su primo, también se esfumó de la faz de la tierra. Siempre he sospechado que existía la posibilidad de que el fallecido fuese Bruno. Ya conoce el dicho, «mala hierba nunca muere» y no me imagino peor especie que la de Fabrizio, aunque seguro que usted lo sabe mejor que yo.
Sabe demasiado de mí. Con cada una de sus palabras Luciano Cavalcanti me demuestra que conoce algunos de mis más vergonzosos secretos. Se me retuercen las entrañas y cierro los puños hasta que los nudillos quedan blancos.
—¿Por qué no se lo dijo a la policía?
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Para cumplir con su deber como ciudadano.
—Los ciudadanos de Little Italy no le importamos demasiado a esta ciudad, detective, y yo soy una de esas personas que si no se interesan por mí respondo con indiferencia.
Me pongo en pie, tengo ganas de golpearle.
—¿Indiferencia? ¿Llama indiferencia a los asesinatos, vendettas, chantajes, prostitución y tráfico de drogas que usted y sus socios han extendido por la ciudad?
—No le diré que mis negocios hayan sido siempre limpios, detective, eso sería insultar a su inteligencia, pero siempre he respetado unos límites.
—¿Ah, sí? No me diga, ¿cuáles?
—Nada de víctimas inocentes, nada de venganzas personales. Solo negocios al estilo del gran sueño americano.
—El sueño americano puede ser una pesadilla.
—Lo sé, por eso tengo límites. Entiendo que eso es lo que le pasó a usted y por eso entró en la policía…
—Usted no sabe nada de mí, no se atreva a insinuar lo contrario.
Cavalcanti se levanta y me planta cara.
—Sé que esta tarde estaba besando a mi sobrina, el único familiar que me queda, en una iglesia, así que no me provoque, detective. Le juro que me sobran motivos para mandar al infierno esos límites de los que le hablo y pegarle un tiro.
—Siena no tiene nada que ver con esto —siseo de lo fuerte que aprieto los dientes.
—Oh, sí, sí que tiene que ver. ¿Qué cree que sucederá, detective? ¿Cree que hay un final feliz para todo esto? No sea ingenuo.
«Tiene que haberlo».
«Tiene que haberlo».
Doy un paso hacia atrás, después otro, y otro más. Pongo cierta distancia entre los dos y me paso las manos por el pelo. Tengo que reconducir esta conversación, necesito averiguar si Cavalcanti conoce el paradero de Fabrizio o alguna pista que pueda dirigirme a él.
Tengo que dejar de pensar en Siena.
Encierro a Siena en mi corazón y una última pieza encaja dentro de mí. Aquí es donde debe estar.
—Encontré una vieja fotografía en casa de Emmett Belcastro. —La saco del bolsillo del pantalón y se la acerco. Cavalcanti la acepta y la observa con atención—. Estaba escondida en una de las patas de la butaca que Belcastro tenía en el despacho.
—Nos la hicimos un verano en Italia, el último antes de que yo viniera aquí y mi hermano Cosimo se fuese a Francia. En realidad ninguno de los dos encajábamos allí.
—¿Y Belcastro?
—Hubo una época en la que sí, en Italia frecuentaba las mismas compañías que Fabrizio y Adelpho, mi hermano mayor. Pero al llegar a América estaba distinto. Recondujo su vida, abrió la librería Verona y se mantuvo lejos de todo lo que pudiera ser mínimamente cuestionable. —Sonríe con tristeza—. Le presté el dinero para empezar el negocio, en realidad insistí en que era un regalo, pero él insistió en tratarlo como un préstamo y me devolvió hasta el último dólar con el interés que él consideró correcto.
—¿Aceptó el dinero?
—Usted conoció a Belcastro, ¿alguna vez pudo negarle algo?
Sacudo la cabeza, esa historia encaja con los recuerdos que tengo de Belcastro y con las historias que me han contado en el barrio todos estos días. Emmett Belcastro no tendría que haber muerto degollado en la alfombra de su querida librería, pero así había sido y yo tenía que averiguar por qué.
—¿Qué motivos podía tener Fabrizio para salir de su escondite y matar a Belcastro?
Cavalcanti vacila por primera vez desde que ha entrado y una expresión de dolor y arrepentimiento cruza su rostro durante unos segundos.
—Deje el caso, detective. Por lo que he podido averiguar desde mi regreso, tiene una carrera prometedora. Deje este caso y váyase de Little Italy.
Tardo unos segundos en reaccionar.
—¿Qué? ¿Por qué? —Me hierve la sangre—. No pienso hacer tal cosa.
—Váyase, olvídese de que ha vuelto. Emmett ya está muerto y Fabrizio en cierto modo también. Váyase y no vuelva, es mejor así. Créame.
—Si todo esto es una estratagema para que me aleje de Siena, no va a funcionarle. Estoy jodidamente enamorado de su sobrina y no voy a irme.
Me ahogo.
Estoy enamorado de Siena.
Jodidamente enamorado por primera y única vez en la vida.
—No es ninguna estratagema, detective. Pero, ya que usted ha sacado el tema, sí, quiero que se aleje de mi sobrina.
—¿Quiere casarla con Valenti o con el hijo de algún político, con alguien que pueda hacerle algún favor?
—No sea estúpido.
Tengo que apartarme de nuevo, me tiemblan las manos y cada bocanada de aire que baja por mis pulmones me carcome el pecho. La idea de que ese malnacido quiera apartarme de Siena me ciega. Me ciega tanto que dejo de pensar en el caso.
Un momento, esto es exactamente lo que pretende.
—Es usted un hijo de puta, está intentando manipularme. No se lo permitiré. Responda a mi pregunta. ¿Qué motivos podía tener Fabrizio para salir de su escondite y matar a Belcastro?
Cavalcanti suspira y la cabeza le cae hacia el pecho.
—Recé para que este momento no llegase nunca.
—¿De qué diablos está hablando?
Respira profundamente, mueve los labios en una oración silenciosa y levanta la cabeza para mirarme sin ninguna duda a los ojos.
—Del incendio del taller de los hermanos Parissi.
«No. No. No. NO».
El corazón se detiene.
El vacío extiende sus frías garras por mi interior.
Tengo que detenerlo.
Siena.
Siena en mis brazos.
Siena sonriéndome.
Siena besándome.
El vacío deja de avanzar.
—¿Qué tiene que ver ese incendio con la muerte de Belcastro?
—Todo, me temo.
—Explíquese.
Cavalcanti no deja de mirarme, pero su mirada cambia y adquiere una calidez que solo he visto en los ojos de Siena. Me produce escalofríos, tengo que morderme la lengua hasta notar el sabor de la sangre para contener las lágrimas. ¿Me está mirando con lástima?
—A juzgar por su reacción, detective, deduzco que sabe que en ese incendio fallecieron sus verdaderos padres.
«No. No. No. NO».
—Es imposible que usted sepa eso. Esa información no…
—No la sabe nadie excepto el hombre que provocó el incendio.
No logro controlarlo, llego a tiempo de vomitar en el fregadero de la cocina. Un horrible sudor frío me empapa la nuca. Oigo el agua correr y un paño mojado aparece junto a mi mano.
—Tenga.
Utilizo el paño para frotarme la nuca y después la boca y cuando recupero cierto control me giro hacia Cavalcanti, que ha permanecido en silencio detrás de mí.
—Usted mató a mis padres —farfullo.
—No, yo jamás haría algo así. No quiero ser cruel, pero ¿por qué iba a matar a un mecánico y a su joven esposa?
—¿Quién fue? ¡Quién!
—Tabone.
—Está mintiendo.
No puedo haberme criado con el asesino de mis padres. No puedo. No puedo.
—Aquí tiene los documentos que lo demuestran. —Saca un sobre grueso del bolsillo interior de la americana y lo deja encima de la cocina—. Aquí encontrará una confesión firmada por Tabone y unas cartas que mi hermano Adelpho escribió para encargar el asesinato de Roberto y Teresa Abruzzo.
—¿Por qué?
Mi mente está embotada, lucha por encontrar un porqué, solo uno, que logre dar sentido a todo esto. Mi mundo desaparece bajo mis pies, se desmorona. No queda nada.
Siena desaparece.
Siena no puede estar cerca de tanto horror, no voy a permitirlo.
—Dígamelo —le exijo a Cavalcanti al ver que se ha quedado en silencio.
—Al parecer su madre, Teresa, rechazó a mi hermano. Yo no estaba en Italia, lo que sé lo leí en la carta y me lo contó Emmett. Teresa rechazó a Adelpho y Adelpho encargó que unos hombres hicieran desaparecer a Roberto. Le dieron una paliza y le dieron por muerto, pero su padre —me mira a los ojos y siento esa palabra de un modo distinto— sobrevivió y su madre y él vinieron aquí. Por desgracia, compartieron travesía con parte de la familia Tabone. Al principio no sucedió nada, deduzco que Roberto y Teresa no le contaron a nadie lo sucedido y que Adelpho tampoco lo hizo. Hasta que unos pocos años más tarde Emmett Belcastro también se fue de Italia y mi hermano le hizo un encargo. Emmett no lo cumplió, como le he dicho antes cuando llegó aquí era otro hombre, pero una noche Fabrizio encontró la carta de Adelpho y creyó que si cumplía con el encargo yo le debería un favor y sabría recompensárselo. Fabrizio fue a por Roberto esa misma noche, tenía un primo, Bruno, a punto de entrar en prisión y creyó que así conseguiría que yo garantizase su protección. Provocó el incendio sin comprobar quién había dentro del garaje. —Suspira apesadumbrado aunque yo apenas me doy cuenta. Esa historia me está destrozando—. La verdad es que no sé si, de haberlo sabido, se habría detenido. Vino a verme a la mañana siguiente y me exigió que le pagase la recompensa prometida por mi hermano Adelpho en su carta. Yo me negué, por mí tanto Fabrizio como Bruno podían irse al infierno. Pero entonces él me amenazó con entregar las cartas a la policía y con asesinarlo a usted, un niño de apenas tres años. Ya había habido demasiadas muertes, acepté pagarle una cantidad más que generosa y me aseguré de que tuviese trabajo. Años más tarde reapareció y me pidió más dinero, me negué a dárselo y él enloqueció. El día que le pagué conseguí que me firmase esta confesión, así que sabía que ya no podía acudir a la policía. —Se encoge de hombros, el gesto insinúa que se arrepiente del papel que ha jugado en esa historia—. Fabrizio se fue de allí amenazándome y luego fue a por Emmett, él mismo me lo contó. Había ido a verlo porque, según él, Emmett le había arruinado la vida al no entregarle la maldita carta en su momento. Si hubiese podido cumplir con la misión antes, Alicia seguiría viva, él no habría ido a la cárcel… todas sus malas decisiones eran culpa nuestra, mía o de Belcastro. Durante un tiempo los dos tomamos precauciones, pero, tras la matanza de los Irlandeses dimos a Fabrizio por muerto y nos olvidamos de él.
Me ha criado el asesino de mis padres, un hombre que fue capaz de quemar viva a su propia hija. Vuelvo a sentir arcadas y unas espeluznantes ganas de gritar y de arrancarme la piel. No me soporto.
No puedo respirar.
El hombre que tengo delante, Emmett Belcastro, el miserable de Fabrizio, todos han sabido la verdad sobre mí todo este tiempo. Han dejado que me reconstruyese dos veces, con tres años y con dieciocho y ahora, con veintiocho, me destruyen para siempre.
—Váyase.
Cavalcanti me mira a los ojos. Estoy pálido y sudado, debo de tener los ojos tan negros como el vacío al que por fin he vuelto a rendirme.
—¡Váyase!
La puerta se cierra.
Mi vida desaparece.
Yo desaparezco.
Siena desaparece.
Grito de dolor, el dolor es lo único que siento y que sentiré durante el resto de mi vida. Quizá tenga suerte y sea corta. Quizá algún criminal de tres al cuarto acabe con ella antes de tiempo.
Como le sucedió a mi padre.
Las arcadas me sacuden y vomito hasta que la bilis me quema el esófago. Los peores recuerdos de mi infancia son ahora incluso más horribles. Dejé que me pegase el hombre que mató a mis padres. Sentí lástima por el hombre que quemó viva a toda mi familia.
Quise al monstruo que me robó la vida.
¿Qué clase de hombre soy?
Uno completamente vacío por dentro. Ni siquiera el dolor más profundo puede hacerme daño ahora porque en mí ya no existe la capacidad de sentir.
Descubrir esa verdad la ha eliminado para siempre.
Sonrío asqueado por entre las lágrimas que me surcan las mejillas. Cavalcanti ha conseguido lo que quería, no voy a volver a acercarme a Siena nunca más.
Siena desaparece.
Jack Tabone desaparece.

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