Capítulo 8

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Esta mañana, cuando he vuelto a pisar Little Italy, he pensado que tal vez no me iría mal tener un compañero. En otras comisarías lo tuve, en esta, y en este caso en concreto, Anderson y Restepo llegaron a la conclusión de que sería mucho más efectivo que no.
Es mucho más fácil que me gane las simpatías de la gente de allí si me ven como un solitario, incluso como un animal abandonado. Un detective solo, italiano de nacimiento, que cometió un error en su juventud y tomó la decisión equivocada, eso pueden llegar a creérselo (o en eso confía Anderson). Una pareja de policías, armados, con chapas brillantes y relucientes, no tanto. Ni siquiera correrían a ayudarnos si nos disparasen en plena calle. Eso no significa que no eche de menos tener a alguien cubriéndome la espalda.
Aunque llevo tanto tiempo solo que ya debería haberme acostumbrado.
Ayer averigüé la rutina de la señorita Cavalcanti. Fue fácil. Demasiado fácil teniendo en cuenta quien es ella.
Siena Cavalcanti es una chica de costumbres a la que le gusta charlar con la gente y que participa siempre que pueda (y que su tío se lo permite, según los chismes) en la vida del barrio. Nadie de Little Italy parecía dispuesto a hablar de Luciano Cavalcanti ni de la muerte de Belcastro, pero bastaba con mencionar el nombre de Siena para que los rostros se dulcificaran y apareciese una sonrisa y las ganas de contar una anécdota tras otra.
Si allí se organizara un baile de fin de curso, ella sería la reina.
Además de contarme lo buena, encantadora y generosa que es —lo que estuvo a punto de convertirme en diabético— todas las personas con las que hablé me advirtieron que no me acercase a ella. La sobrina de Cavalcanti es intocable y ellos, no solo los hombres de Cavalcanti, sino la población entera de Little Italy, están dispuestos a protegerla con la vida.
Genial, la única pista que tengo y que tal vez puede desembocar en algo útil y tengo que volver a hablar con una chica que ha manifestado abiertamente su desprecio hacia mi persona, que está protegida por mi exmejor amigo, que sigue odiándome, y que es una especie de Madonna para el barrio.
Antes de ir a buscarla, porque evidentemente tengo que ir tras ella, me acerco a la librería de Belcastro. Ella estaba allí ayer, quizá hoy también ha decidido pasarse. Verona está cerrada, entro utilizando la llave que me facilitó Restepo, el comisario, y al ver las distorsionadas manchas de polvo y de sangre seca deduzco que alguien más ha estado aquí desde ayer. Mierda.
Tendría que haber dejado a unos agentes vigilando, pero eso me habría hecho mucho más difícil ganarme la confianza de esa gente, sería como ponerles un perro guardián en la puerta de casa. Quienquiera que haya estado allí fue cuidadoso, su paso por Verona es casi imperceptible, aunque a mí no me cabe ninguna duda.
La caja registradora está intacta, hay los mismos papeles y recibos que vi ayer. La misma libreta con pedidos pendientes sigue en el cajón y hay dos lápices y una bolsa con monedas. Nada por lo que merezca la pena morir. El despacho de Belcastro está en la parte posterior y más que una oficina en la que repasar facturas parece una extensión de la librería. Las paredes están repletas de estanterías llenas de libros y hay una butaca de viejo cuero rojo en una esquina, junto a una lámpara de pie. Me siento en ella y cierro los ojos.
—¿Quién diablos eras Emmett Belcastro?
Dejo caer las manos hacia el suelo, los muelles de la butaca están tan gastados, y yo soy tan alto, que mis nudillos rozan las patas de madera. Una tiene un hueco y al tocarlo descubro algo en el interior.
—Mierda.
Tumbado en el suelo tiro del papel enroscado y ante mis ojos aparece una vieja fotografía. Hay cinco hombres de unos veinte años, los árboles y la costa que hay a su espalda me resulta desconocida. Podría ser Italia, supongo, pero también podría estar equivocado pues yo nunca he estado allí. Uno de los hombres es Emmett Belcastro, está mucho más joven pero su sonrisa es inconfundible, es la misma con la que me recibía cuando yo tenía quince años y pasaba a visitarle para que me contase una de sus historias. Hay tres hombres que tienen un gran parecido, no hay que ser un experto fisonomista para deducir que son primos o hermanos, y uno, el que en la foto está junto a Emmett, tiene que ser Luciano Cavalcanti de joven. Su foto ha aparecido bastantes veces en los periódicos y en los informes de Anderson como para que me haya quedado con su cara. El último hombre…
—Joder.
El último hombre es Fabrizio Tabone, mi padre.
—Joder.
Me levanto del suelo y doy un puñetazo a la pared que tengo más cerca.
—Joder.
La sangre me resbala por los nudillos y me los envuelvo con el pañuelo sin prestar demasiada atención.
Juré que no volvería a sentir.
No siento nada, pienso, solo dolor. El dolor es lo único que me queda.
Doblo la fotografía y la guardo en el interior de mi libreta de piel negra, justo entre dos páginas blancas, como si ese vacío pudiese engullirla y hacerla desaparecer.
Abro los cajones del escritorio de Emmett. No hay nada importante, mi instinto me dice que esa fotografía es lo único que Belcastro quiso esconder en su vida. Quizá sea el motivo por el que fue degollado como un animal. Desvío la mirada hacia la pared y al ver los desperfectos que he ocasionado me cabreo conmigo mismo.
—Eres un estúpido, Jack.
Muevo la lámpara unos centímetros, lo justo para ocultar un poco las marcas de mi puño en el yeso. Sigue siendo visible. No tendría que haber perdido la calma de esta manera. Hablaré con Restepo y le pediré que se ocupe de que lo arreglen. Belcastro no tiene herederos, no sé qué pasará con Verona, pero ni la librería ni su difunto dueño se merecen ser víctimas de mi ira.
Es lo único que no he podido eliminar, junto con el dolor.
Flexiono los dedos, el pañuelo está manchado de sangre, de seguir así no me quedaran manos, ni pañuelos, cuando vuelva a irme de Little Italy.
Veo la hora y las manecillas del reloj me arrancan de allí. Tengo que darme prisa, la señorita Cavalcanti está a punto de llegar a la iglesia del Santo Cristo.
Cualquiera diría que está buscando que la canonicen.
Cierro la librería y salgo corriendo hacia la iglesia. Una iglesia, una maldita iglesia. Si no fuera porque me está sucediendo a mí, me haría gracia.
Estoy a una esquina cuando veo el mismo coche negro con el que ayer llegó a las clases de música. El vehículo se detiene frente a la puerta de la iglesia y el conductor, también el mismo tipo que ayer, sale a abrirla. Es un hombre alto, por suerte para mí Nick no se dedica a hacer de chófer ni de guardaespaldas de la sobrina del jefe. A Nick me costaría más despistarle, aunque estoy seguro de que también lo lograría.
Ese tipo tiene prácticamente la palabra gánster escrita en la frente. Es corpulento, unos cuantos kilos no son músculos, sin embargo, y se le ve nervioso. No se siente cómodo en su trabajo.
—Ya somos dos —farfullo.
Entonces ella baja del coche y a pesar de que estoy a como mínimo diez metros de distancia creo oler su perfume. Lleva un vestido parecido al de ayer, uno con el que nunca te imaginarías a una mujer de la mafia, parece una profesora o quizá una institutriz, si es que aún existen. Es un vestido gris con un pequeño cinturón blanco a juego con el cuello camisero de la prenda. Nunca me he fijado en estas cosas y sigo sin hacerlo, pero esta noche he soñado que arrancaba uno a uno los botones de un vestido casi igual.
El coche arranca. Detrás de la iglesia hay un pequeño descampado en el que seguro aparcará el chófer y luego entrará en la iglesia a esperarla. Solo dispongo de esos minutos. No quiero que ese matón informe a Valenti o a Cavalcanti de mi charla con Siena y estoy dispuesto a apostarme la moneda de la suerte que llevo en el bolsillo a que ella, si nadie la descubre, no va a contárselo.
Cruzo la calle y subo los escalones de la iglesia lo más rápido que puedo. Al entrar, la busco con la mirada. La señora que me contó lo de las visitas de Siena a la iglesia del Santo Cristo me dijo que siempre encendía unas velas y rezaba frente a la Virgen, así que intento recordar mis clases de catequesis (no sirvieron de nada) y… Allí está.
Ella se ha quitado el sombrero y está sentada en un banco de dos o tres plazas frente a la imagen de la Virgen María. Hay unas cuantas velas encendidas y me sorprendo a mí mismo santiguándome.
Siena tiene los ojos cerrados y mueve los labios despacio, no logro descifrar qué está recitando.
No puedo dejar de mirarla, no desprende la mojigatería ni la hipocresía con las que yo siempre he relacionado a la iglesia, sus miembros y sus feligreses. Ella parece sentirlo y me dan ganas de tocarla y averiguar si es de verdad. Es imposible que lo sea.
Imposible.
Pasa una señora por mi lado y farfulla por lo bajo que me quite el sombrero. Es una falta de respeto, me ha dicho. Miro a mi alrededor, casi cometo la estupidez de no fijarme en si hay alguien observándonos. No lo hay, a parte de esa mujer estamos solos. No será por mucho tiempo.
Me quito el sombrero y me siento junto a ella. El banco cruje bajo mi peso y Siena abre los ojos.
Me mira.
Me aprieta el nudo de la corbata y me escuecen las heridas de las manos de lo rápido que me circula la sangre.
—No se asuste, señorita Cavalcanti, solo quiero hablar con usted.
—No me ha asustado, detective. —Desvía la mirada hacia la puerta en busca de su acompañante.
—Llegará enseguida —le contesto. No sé por qué, y me cabrea soberanamente no saberlo, me molesta que ella crea que puedo haber herido o noqueado a su gorila.
Ella arruga las cejas y respira profundamente.
—¿Qué quiere, detective?
—Hábleme del tatuaje.
—¿Qué tatuaje? —Durante un segundo parece sorprendida, hasta que sus ojos se entrecierran con inteligencia.
—Ese tatuaje. Necesito que me lo describa.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —Esa desconfianza hacia mí me enerva—. Porque quiero encontrar al asesino del señor Belcastro y es la primera pista útil que tengo.
La puerta de la iglesia chirría y veo entrar al conductor. Él no nos ve y la anciana de antes se acerca a saludarlo.
—No le haga nada a Toni.
—¿Qué cree que voy a hacerle? La institución para la que yo trabajo no va dejando cadáveres como tarjetas de visita.
—Ni mi familia tampoco y usted…
Ella está elevando la voz y coloco mi mano en sus labios para callarla. Con el otro brazo le rodeo la cintura para que no se levante. No puedo dejarla escapar. No puedo. Necesito su ayuda.
Necesito.
—Tranquila —pronuncio pegado a su rostro—. Tranquila.
Siena asiente, el corazón le late rápido aunque no tanto como el mío. ¿Lo sabe ella? El comportamiento del mío no puedo explicarlo (u odio las explicaciones que se me ocurren). El de ella, ¿reacciona así por miedo o es por rabia?
Sí, está furiosa conmigo. Si pudiera me mataría, me maldice con los ojos como una gitana.
—No voy detrás de tu familia —miento—. Quiero resolver el asesinato de Belcastro y ayer creí que tú querías lo mismo. —Busca con la mirada al hombre de su tío pero este está enfrascado hablando con la anciana—. No voy a hacerte daño. Necesito tu ayuda. —La aprieto más hacia mí—. Y tú necesitas la mía. Tu tío no puede resolver solo este asesinato. Si lo hace y se toma la justicia por su mano, le atraparé. —Abre los ojos de par en par. Me ha rebelado demasiado y voy a aprovecharme—. Si quieres proteger a tu tío, ayúdame a resolver el asesinato de Belcastro.
Asiente, un leve movimiento de cabeza.
Unas risas resuenan en la iglesia y veo al matón agachándose para besar a la anciana. Se está despidiendo.
—Ven a verme esta noche. A mi casa. —Siena tensa la espalda y me mira ofendida—. ¿Prefieres venir a la comisaría? Por mí perfecto. ¿O quieres que vuelva a presentarme en tus clases de violín, o tal vez en la orquesta? Tú eliges.
Mil y una maldiciones vuelan hacia mí. Está sopesando sus opciones, calibrándolas.
La puerta de la iglesia se abre.
No me queda tiempo.
—Tú decides.
Aparto la mano de su rostro y me pongo el sombrero. Tengo que irme de allí antes de que me vea o todo mi plan se irá al traste.
—Deme la dirección —susurra ella furiosa.
Le contesto y me escondo entre las sombras de la iglesia justo a tiempo de que Toni no detecte mi presencia.
—¿Ha acabado señorita Cavalcanti?
—Sí, Toni, ya podemos irnos.
La espío desde mi escondite, me digo que lo hago porque es lo único que puedo hacer. No puedo irme de allí hasta que ellos hayan desaparecido. Siena se levanta y se lleva una mano a los labios, deposita un beso en los dedos y antes de alejarse acaricia despacio la bandeja de metal en la que hay dos únicas velas prendidas.
Yo cierro los dedos con los que segundos antes he acariciado esos mismos labios.
Me quedo allí, detrás de una imagen de san Francisco de Asís, si la memoria no me falla.
—¿Puedo ayudarte en algo, hijo?
La voz del párroco me coge tan de sorpresa que es lamentable. Salgo de la penumbra fingiendo normalidad.
—No, padre.
—¿Estás seguro?
—Muy seguro, créame.
Le saludo llevándome dos dedos al sombrero y camino hacia la salida.
—Vuelve cuando quieras, hijo —me despide en voz alta—. Esta es tu casa. Abro la puerta y el sol me ciega durante un instante.
—No, no lo es.
En la calle no hay ni rastro del coche de Cavalcanti y tras un cigarro mi cuerpo recupera la normalidad. La gota de sudor que me cae por la espalda y el nudo que se ha instalado en mi estómago se deben a que he pisado una iglesia por primera vez en diez años.
Iré a la comisaría, pediré los archivos fotográficos de Elys Island y toda la información relativa a la familia Cavalcanti para averiguar quiénes son los dos desconocidos de la fotografía y qué relación tenía con ellos Emmett Belcastro. Tal vez así también encuentre el modo de empezar a congraciarme con la gente de Little Italy. Después, cuando tenga un dibujo del tatuaje, seguiré esa pista, porque ella va a venir, lo he visto en su mirada.
Va a venir porque quiere proteger a su tío y está convencida de que es la mejor manera de hacerlo.
Lástima que su tío no se lo merezca, y lástima que yo le haya mentido.
Me detengo en la esquina antes de cruzar y el ruido proveniente del local que queda a mi espalda me obliga a girarme. En cuanto lo reconozco me veo obligado a sonreír. Este caso es un jodido viaje a mis malos recuerdos.
El Blue Moon está ante mí y claro, qué hago yo, entrar.
Tengo que congraciarme con los lugareños y ese es tan buen lugar como otro para empezar. «Es el peor lugar».
Una voz a mi derecha me lo confirma.
—¿Qué diablos estás haciendo aquí, Jack?
—Hola, Nick.
Es extraño encontrármelo aquí, en este local en el que los dos nos colábamos de adolescentes y fingíamos ser dos hombres peligrosos. Nos dejaban entrar porque uno de los camareros había trabajado con el padre de Nick y le debía algún favor, pero una vez dentro hacíamos el ridículo con las camareras o pidiendo bebidas que acabábamos vomitando a la mañana siguiente.
Me dirijo a la barra. No hay nadie, el barman está limpiando vasos y ni siquiera me mira. En un extremo veo unos papeles y un lápiz encima y al lado un sombrero. Deduzco que pertenece a Nick, el barman y él son los únicos que están allí además de mí, y me siento dos taburetes más allá.
—Claro, claro, siéntate. Hablemos como si fuéramos viejos amigos. —Tiene tan pocas ganas de verme allí que me sorprende que no me haya echado a patadas—. Sírvenos dos whiskies, Merc, por favor.
El barman se coloca el trapo en el hombro y llena dos vasos que coloca después frente a nosotros.
—¿Cómo está tu padre, Nick?
—Muerto. —Levanta el vaso y bebe un poco—. Murió hace años.
—Lo siento.
—Claro. —Vacía el vaso y lo deja en la barra—. Lárgate de aquí, Jack, antes de que te parta la cara.
—¿Desde cuándo trabajas para Cavalcanti?
—Vete de aquí, Jack.
Me bebo el whisky y mientras me quema la garganta intento elegir otra pregunta.
—¿Sabes algo de Sandy?
Nick se levanta del taburete y camina hasta el mío.
—Por supuesto que sé algo de Sandy, capullo. Eres tú el que se largó y se olvidó de todos nosotros.
—¿Dónde está Sandy?
—Haz tu trabajo, detective.
—No es ningún insulto.
—No, pero traidor y chivato sí lo son. A menudo son sinónimos de policía.
—Nunca entendiste nada, Nick.
—Tú tampoco, Jack. Y ahora lárgate de aquí.
Me levanto y lo miro. Desvío la mirada hacia la barra y veo que junto al sombrero y los papeles también hay una pistola.
—He venido aquí a resolver el asesinato de Emmett Belcastro. No intentéis resolverlo vosotros, Nick, te lo advierto. Déjame hacer mi trabajo.
—Nosotros nos bastamos, detective.
—Te lo advierto, Nick.
—No, Jack, yo te lo advierto a ti. Rellena tus formularios, paséate por el barrio, haz lo que te dé la gana para acallar tu conciencia, pero lárgate de aquí cuanto antes. Todos sabemos que la muerte de Belcastro os importa una mierda.
—No es…
El puño de Nick acierta en mi pómulo izquierdo y el dolor me ciega durante unos segundos. No caigo al suelo porque me sujeto a la barra.
—Mierda, Nick. ¿A qué diablos ha venido esto?
—Tenía que hacerlo, me lo debía a mí mismo. Ahora lárgate o arréstame, lo que sea que consiga que salgas de mi local cuanto antes.
El pómulo me escuece y al tocármelo guiño el ojo.
—Joder, Nick, estamos hablando.
—No, tú me has amenazado y yo te he amenazado a ti y te he dado un puñetazo. Y ahora, si no vas a arrestarme, volveré a mi trabajo. Te aconsejo que te vayas, Merc tiene un método muy peculiar para echar de aquí a los indeseables.
Merc tiene las manos bajo la barra en lo que seguro es un rifle.
—Volveremos a vernos, Nick.
—Seguro —farfulla mientras yo no tengo más remedio que tragarme el orgullo y abandonar el Blue Moon.
Debería meterme en la cabeza que no puedo pisar este bar. La última vez que estuve aquí acabé en un calabozo y alistándome en la academia de policía. Este lugar es peligroso para mi salud.

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