Casa de Luciano Cavalcanti
Little Italy
Unos meses más tarde
Luciano había perdido la cuenta de los intentos de asesinato y traiciones a las que había sobrevivido. Le gustaría poder decir que dicha capacidad de supervivencia era fruto de su astucia, pero tenía que reconocer que la suerte también había jugado un papel importante. Siempre había sido un hombre con suerte, suerte de no dejarse dominar por la absoluta oscuridad de Adelpho, suerte de no creer en la inocencia tan a ciegas como había creído Cosimo.
Suerte de ser una mezcla equilibrada de sus hermanos.
Esa era su mayor suerte, no ser tan negro como Adelpho ni tan blanco como Cosimo.
Pero si Fabrizio Tabone hubiese matado a Siena ante los ojos de Luciano, Adelpho habría parecido un ángel comparado con lo que él habría hecho. Se habría convertido en el monstruo que sabía que se ocultaba en su interior. Uno mucho peor que cualquiera que hubiese existido antes en su familia.
Luciano lo descubrió cuando era pequeño. Debía de tener ocho o nueve años cuando comprendió que los Cavalcanti eran mala hierba. Cosimo era la única excepción, era el único lo suficientemente valiente para tener corazón, o quizá lo fue porque se enamoró cuando apenas era un crío de esa violinista francesa y lo dejó todo para irse con ella.
Cuando Cosimo se casó y abandonó a Luciano en Italia, este supo que si no se iba de allí acabaría sucumbiendo a la maldad de Adelpho. Era lo más lógico, lo más cómodo, lo que todo el mundo esperaba de él. Quizá, si se hubiera quedado, las cosas habrían sido distintas, pensaba Luciano algunas noches antes de acostarse cuando se tomaba un whisky en el jardín de su casa y observaba el cielo de Nueva York, un cielo que no se parecía en nada al de Nápoles.
Quizá si se hubiese quedado Adelpho no habría conocido jamás a Teresa Abruzzo y no se habría encaprichado de ella. O quizá la habría conocido de todos modos, pero Luciano habría podido impedir que Adelpho contratase a esos matones para dar una paliza a Roberto, el esposo de Teresa.
Quizá entonces los Abruzzo no habrían viajado a América y seguirían con vida en Italia, quizá estarían a punto de ser abuelos gracias a su hijo Jack. Quizá tendrían más hijos. Quizá Jack nunca sabría qué se siente al matar a un hombre.
Demasiados quizá, pensó pasándose los dedos por el pelo.
Quizá no habría podido impedir nada y el destino de los Abruzzo habría sido aún peor, aunque le resultaba difícil imaginarse algo peor a lo que habían sufrido.
Adelpho y él se habían mantenido en contacto, al fin y al cabo no solo eran hermanos sino socios. Hasta ahora. Ellos dos no veían el mundo del mismo modo, Adelpho necesitaba el poder y el miedo que instauraba con él para respirar, a Luciano con el poder sobre las personas adecuadas le bastaba. Los dos querían amasar una fortuna, sin embargo Luciano sabía que en algún momento se detendría. A Adelpho tendrían que detenerle los demás. Por eso Luciano había visitado Chicago, para negociar con el resto de familias su salida del negocio y para dejar claro que Adelpho y él no tenían ya ninguna vinculación.
Le había costado muchísimo convencerles de que realmente los hermanos Cavalcanti eran dos personas distintas. Luciano suponía que no podía culparlos, pero al final había tenido que contenerse para no decirles que por él bien podían mandar un asesino a Italia y eliminar a Adelpho de lo poco que le importaba. No lo hizo porque a pesar de todo Adelpho era su hermano.
La sangre siempre estaría allí.
La única vez que había estado a punto de matar a Adelpho fue tras la muerte de Cosimo. Su hermano y su preciosa esposa volaron por los aires porque un enemigo de Adelpho creyó que a él le importaría, que sería un excelente modo de vengarse y de hacerle daño. Sí, Adelpho se puso furioso, pero no porque hubiese muerto parte de su familia, sino porque lo consideró un atrevimiento, un insulto hacia su persona. A Luciano eso le importó una mierda, él se habría dejado insultar o humillar por toda Italia si con ello hubiese conseguido recuperar a Cosimo.
Cuando Luciano sobornaba a la policía de Nueva York, compraba a un juez, o metía ilegalmente alcohol en Estados Unidos se decía que no debía ser tan malo si tenía un hermano como Cosimo. La cruel muerte de Cosimo le obligó a abrir los ojos, se estaba engañando. Quizá él no fuese el asesino sanguinario que era Adelpho, pero distaba mucho de ser un hombre de negocios común y corriente.
Fue entonces cuando tomó la decisión de retirarse. Le llevó más tiempo del que había creído y se lo ocultó a su sobrina Siena hasta que creyó que ya no le quedaba ningún cabo suelto. Jamás se habría imaginado que Fabrizio Tabone fuera a resurgir de entre los muertos. Ese había sido quizá el segundo mayor error de su vida; subestimar a Tabone. El primero había sido no romper antes sus lazos con Adelpho y las familias de la mafia.
Alguien golpeó la puerta del despacho y le obligó a alejarse de sus pensamientos. No esperaba a nadie, había soportado visitas e interrogatorios durante semanas tras el incidente de la biblioteca y en cuanto la policía cerró el caso dio órdenes a sus empleados de que no dejasen entrar a nadie en casa.
Bajo ningún concepto.
«Siena».
Se giró sobresaltado hacia la entrada, no tendría que haber permitido que se fuera con ese maldito detective. El único motivo por el que lo había hecho era porque en el fondo sabía que no podía impedírselo, pero si le había sucedido algo…
La puerta se abrió y se detuvo en seco, había empezado a caminar y fue incapaz de dar un paso más.
—¿Qué está haciendo aquí, señorita Moretti? —Cerró los puños y respiró despacio. Dio gracias a Dios por los años que se había pasado ocultando sus emociones tras una perfecta máscara de indiferencia. Entrecerró los ojos—. ¿Cómo ha llegado aquí? Es de noche y creía que tenía el suficiente sentido común como para no salir a deambular por la ciudad a estas horas.
Catalina se había preparado para este momento, sabía que iba a encontrarse con un hombre frío y decidido, distante. Sabía también que él no iba a alegrarse de verla y que intentaría echarla o hacerla enfadar para que se fuera.
No iba a caer en la trampa.
—¿Quiere que hablemos del sentido común, señor Cavalcanti? —Se quitó los guantes y sujetándolos en una mano se desabrochó los botones del abrigo con la otra. Vio que él desviaba hacia allí la mirada durante un segundo y tuvo que morderse el interior de la mejilla para no sonreír—. Por mí, perfecto, ¿puede explicarme por qué lleva días sin apenas comer o dormir? Tiene a su sobrina y a sus amigos muy preocupados.
Luciano tardó un poco en reaccionar. La muy astuta llevaba ese vestido púrpura que encerraba tantos recuerdos entre sus costuras.
—¿Amigos? —Él no tenía amigos.
—El señor Valenti y Toni, entre otros —le explicó Catalina.
Luciano se percató entonces de que Valenti estaba de pie junto a la puerta y adivinó cómo había llegado la señorita Moretti hasta allí.
—No son mis amigos, son mis empleados. O lo eran. Estás despedido, Valenti, y dile a Toni que se largue.
—Por supuesto, señor Cavalcanti —afirmó Valenti sin inmutarse—. ¿Necesita algo más, señorita Moretti?
—No, Valenti, muchas gracias. Puede irse a casa, el señor Cavalcanti y yo estaremos bien — contestó sin apartar la mirada del hombre que tenía delante y que se la devolvió furioso.
Valenti les dio las buenas noches y cerró la puerta del despacho, convencido de que había hecho lo correcto al llevar a la señorita Moretti allí, aunque suponía que su jefe y amigo, Luciano Cavalcanti, no lo veía así de momento. Esperó unos segundos en el pasillo y no oyó nada. Se imaginó al hombre y a la mujer que había en el despacho midiéndose con sendas miradas, suspiró cansado y decidió irse a casa.
Llevaba demasiados días sin dormir más de dos horas seguidas. Ya tendría que estar acostumbrado a las pesadillas, pero desde esa maldita noche en la biblioteca habían aumentado. Todo había acabado bien, Siena, a la que él consideraba una hermana, estaba sana y salva y Jack y ella estaban arreglando las cosas. A Jack iba a resultarle difícil recomponerse después de lo sucedido, pero Valenti confiaba en su amigo. Quizá llevaran años sin verse y sin hablarse, pero sabía que Jack era el hombre más valiente y más terco que había conocido nunca e iba a salir adelante. El hijo de puta de Tabone estaba muerto y la policía por fin les había dejado en paz. Los negocios iban viento en popa, tanto los de Cavalcanti como los suyos, y uno de sus proyectos más queridos pronto vería la luz.
Todo iba bien.
Sacó la moneda del bolsillo y la miró.
Todo iba bien, que él se sintiera como si tuviese ganas de gritar o que se despertase empapado de sudor no tenía nada que ver con eso. Llevaba meses, años, trabajando demasiado y nunca se había permitido ningún periodo de duelo por su pérdida. Era normal que ver a Siena en manos de ese asesino, con una navaja en el cuello, trajese de vuelta los recuerdos.
Guardó la moneda en el bolsillo y pensó que tenía que meterla en un sobre y mandársela a Sandy, era su turno, aunque quizá esta vez la recibiría con unos días de retraso. Se pasó las manos por el pelo ignorando que estaban temblando y se despidió de Toni. A pesar de las órdenes del señor Cavalcanti, Toni había decidido instalarse en uno de los dormitorios para invitados y, a decir verdad, a Valenti le parecía una decisión acertada.
Entró en el coche y tomó la carretera que lo llevaría al infierno.
Catalina Moretti sabía que esa iba a ser la única oportunidad que iba a tener de hacer reaccionar a Luciano, por eso no podía equivocarse. Tenía que ser completamente sincera con él y confiar en que entonces él lo sería con ella. Le sudaban las manos, no estaba ni la mitad de segura de lo que había intentado aparentar. Los efectos que ese hombre tenía siempre en su ella eran ridículos, pensó mientras intentaba ordenar los pensamientos. Hacía cinco años que le conocía y había pasado de despreciarle a estar intrigada por él, de desearle a amarle como nunca había creído posible. Pero él no lo sabía, ella se había esforzado mucho en ocultárselo.
Ese había sido su mayor error, su única defensa era que estaba asustada. Ella había creído estar enamorada una vez. Dario había sido su mejor amigo, un chico dulce y encantador que había muerto por sus ideales. A Catalina le había costado mucho recuperarse, pero a medida que rehacía la vida en Nueva York no podía evitar caer en la cuenta de que Dario jamás habría encajado allí y que no le habría gustado que ella lo hiciera. Una noche, años atrás, se dio cuenta de que no habría sido feliz con Dario. Fue la noche que Luciano la besó por primera vez (y ella lo abofeteó), y cuando Luciano se fue del apartamento hecho un basilisco Catalina lloró durante horas.
—Deberías irte, Catalina —le dijo Luciano sin moverse de donde estaba—. Iré a buscar a Toni y le pediré que te lleve de regreso a tu casa.
Ella suspiró, él había vuelto a llamarla por su nombre y a ella el corazón había vuelto a latirle. No iba a irse de allí.
—¿Qué estás haciendo, Cian?
Él entrecerró los ojos, solo ella lo llamaba así.
—Iré a buscar a Toni —repitió, pero esta vez empezó a caminar y se dirigió hacia la puerta. Catalina le cogió por la muñeca cuando pasó por su lado.
—No me iré.
—Suéltame —farfulló Luciano con la mirada fija en la pared.
—¿Qué ha pasado? ¿Ha venido a verte otra vez la policía? ¿Es la gente de Chicago? —Le costó formular la última pregunta. Tuvo que tragar para aflojar el nudo que tenía en la garganta.
Luciano se dio cuenta, soltó el aire que tenía en los pulmones y se giró a mirarla.
—Chicago siempre formará parte de mi vida y tú ni siquiera puedes hablar de ello sin temblar. Suéltame, Catalina.
Ella levantó la cabeza. Él era mucho más alto, y estudió aquel rostro que tanto significaba para ella.
—¿Por eso me dejaste el otro día? ¿Por Chicago? —No le soltó la muñeca y levantó la otra mano para acariciarle el rostro. Él respiró entre dientes.
—No, Chicago no tiene nada qué ver. Ya te dije que…
—Sí, recuerdo perfectamente lo que me dijiste —«y lo mucho que había odiado cada una de sus palabras»— recuerdo que dijiste que te aburrías conmigo, que preferías variar y que no querías hacerme daño con tus infidelidades. —Así es.
Luciano palideció, su cuerpo lo estaba traicionando. Por mucho que lo había intentado había sido incapaz de apartarse de la caricia de Catalina. Aunque solo fuera durante unos segundos necesitaba sentir la mano de ella sobre su piel.
—¿Y bien?
—¿Y bien qué? —Luciano no podía pensar.
—¿Dónde está la cabaretera o la actriz de turno? ¿Te está esperando en el dormitorio? —Si él le contestaba que sí, no podría soportarlo, pero lograría fingir y no se derrumbaría hasta que estuviera a solas.
—Yo… —Tragó saliva y tuvo que humedecerse los labios—… no hay nadie. —Ella le sonrió y él comprendió que había cometido un error—. No vienen a casa, los hoteles son mucho más cómodos.
Catalina perdió la sonrisa, su corazón acusó el golpe. Hasta que vio que los ojos de Luciano se oscurecían y el marrón oscuro adquiría el tono caoba de sus emociones.
—Está bien, te creo —afirmó ella arriesgándose como nunca—. Te acuestas cada día con una chica de la edad de tu sobrina y a mí ni me necesitas ni me has echado de menos. —Exacto.
—Pero dime, Cian.
—No me llames así —farfulló.
—¿Te sirve de algo, Cian? —Le soltó la muñeca y él no se movió de donde estaba, parecía petrificado, incluso incapaz de parpadear. Se puso de puntillas y le sujetó el rostro entre las manos—. Yo diría que no, yo diría que te has pasado estas últimas semanas encerrado en esta casa sin apenas comer y dormir. Diría que tu comportamiento tiene a tu sobrina tan preocupada que se plantea si es culpa suya que estés así y que tus empleados están tan perdidos que incluso han acudido a mí.
—Vete a casa, Catalina —dijo tenso entre dientes—. No deberías de haber venido. No quiero que estés aquí.
Catalina no le escuchó. Hizo lo que le pedía siempre a cualquiera de sus alumnos cuando no lograba tocar bien una melodía, le tocó. Buscó la verdad en los ojos de Luciano, en el modo en que tensó los hombros, en cómo el torso de él subió y bajó rozando el de ella, en la sien que palpitó bajo su mirada.
—Deja de mentirme y cuéntame qué te pasa.
—¿Entonces te irás? —Tenía la espalda rígida y apretaba los puños, rezando para que ella no se diese cuenta.
—Entonces me iré. —Apartó las manos del rostro de él, pero no retrocedió—. Si me dices la verdad.
Luciano suspiró exhausto y resignado se dirigió al mueble donde guardaba el whisky para servir dos vasos. Quería ofrecerle uno a Catalina, pero descartó la idea porque no se veía capaz de volver a acercarse a ella y no besarla. O hacerle el amor allí mismo.
—Chicago no desaparecerá nunca. Puedo haberme retirado y te juro por lo más sagrado que lo he hecho, no tengo intención de vulnerar ni la más estúpida e insignificante de las leyes de este país, y las hay de muy estúpidas, créeme. —Bebió el whisky—. Y aun así, aunque me convierta en un ciudadano modélico, aunque me convirtiese en el jodido alcalde de esta ciudad, Chicago seguirá existiendo.
Catalina tuvo que tragarse las lágrimas porque podía adivinar qué le estaba diciendo Luciano y se negaba a aceptarlo.
—No es posible que me estés diciendo que me has dejado por mi bien. —Llegó adonde estaba él y vació el vaso que aún tenía whisky—. Y me niego a creerme que ahora, semanas después de lo que le sucedió a Siena, te sientas culpable o hayas decidido convertirte en un estúpido mártir.
—Tú no lo entiendes…
Le dio una bofetada. El rostro de Luciano giró casi noventa grados y Catalina se llevó horrorizada la mano a los labios, le escocía de la fuerza del golpe.
—¡No me digas que lo entiendo! ¡No te atrevas a decirme tal cosa, Cian! ¿Qué ha cambiado? Fuiste tú el que me dijo que teníamos que darnos una oportunidad, fuiste tú el que me pidió que confiase en ti. Y mírame, soy una idiota, confié en ti, te di una oportunidad y ahora… —Se secó dos lágrimas que le surcaban la mejilla—. A mí puedes dejarme, pero no te encierres en esta casa. Sal, has luchado mucho para tener una vida, vívela. Cuida a Siena y sé feliz con ella y con —se le rompió la voz— con quien tú quieras.
Tras esa última frase, Catalina supo que si quería conservar como mínimo una parte del corazón intacta tenía que irse de allí. Se dio media vuelta y caminó hasta donde había dejado los guantes y el abrigo. No corrió, se los puso despacio porque quería demostrarse que podía sobrevivir sin él. Quizá lo amara durante el resto de su vida, pero no se pasaría esa vida escondiéndose.
—Adiós, Cian —le dijo de espaldas al llegar a la puerta—. Le pediré a Toni que me lleve a casa —suspiró—. Procura salir a cenar algo y aféitate, tal vez así tu sobrina y Valenti dejaran de preocuparse por ti y no vuelvan a traerme aquí para ver si puedo hacerte entrar en razón. Cuídate.
Abrió la puerta y dio un paso.
No pudo dar un segundo.
Luciano cerró la puerta, la sujetó por la cintura y la giró para besarla. La besó dolido, furioso, excitado, preso de la confusión y del miedo y también de un amor que nunca había logrado comprender y al que no había podido resistirse.
—Me has pegado, Catalina —susurró entre dos besos.
—Te estabas comportando como un estúpido mártir. Vuelve a besarme.
Luciano sonrió y obedeció, y empezó a desabrocharle sin ninguna finura los botones del abrigo.
—¿Por qué diablos has venido? —Lanzó el abrigo al suelo y se dedicó al vestido—. Joder, Catalina, para una vez que intento hacer lo correcto.
—No es verdad. —Ella le desabrochó la camisa—. Dime la verdad.
—Ven aquí, aún no puedo pensar.
La levantó el brazos y la llevó al sofá que tenía en el despacho y en el que tantas veces se había imaginado haciéndole el amor a esa mujer. Solo a esa mujer.
—Cian…
Luciano perdió la calma y entró dentro de ella al mismo tiempo que quedaban tumbados en los cojines de piel y seda negros.
—Siempre habrá un Tabone, alguien a quién ofendí o jodí en el pasado que quiera hacerme daño.
—Lo sé —susurró ella besándolo.
—O quizá será alguien que busque vengarse de mi hermano.
—Cállate. —Catalina deslizó las manos por debajo de la camisa y él se estremeció perdido en los siguientes besos.
No era el momento de hablar, era el momento de reconocer por fin lo que eran el uno para el otro. Lo eran todo.
Al terminar, Luciano se quedó observando los ojos de Catalina y sin decir ni una palabra la levantó del sofá y la llevó en brazos hasta su dormitorio. Allí volvieron a hacer el amor, se entregaron el uno al otro en silencio y sin dejar de mirarse. Él no le ocultó nada y se permitió sentirla sin ningún remordimiento.
Después, cuando sus cuerpos pudieran soportar separarse, iba a dejarla de nuevo.
—No permitiré que me eches de tu vida, Cian —le dijo ella al oído adivinándole el pensamiento. Estaban desnudos, abrazados bajo la sábana—. Te amo.
Él cerró los ojos, ella nunca se lo había dicho, se había dicho que no le importaba, que podía entender que no sintiera amor por él, eso ella lo había sentido por el perfecto y santo Dario. Luciano se había dicho infinidad de veces que no le importaba, que se conformaba con el deseo, un sentimiento mucho más adulto y propio de su edad. Se había dicho muchas estupideces para ocultar la verdad, tenía miedo de que Catalina jamás pudiera amarlo.
Y tenía miedo de no poder amarla.
—No es verdad —farfulló Luciano a la defensiva. Estaba al borde del infarto y buscó instintivamente el arma que guardaba en la mesilla de noche, jamás había tenido tanto miedo.
—Por supuesto que es verdad. Te amo, Cian. Créeme.
Luciano se obligó a apartarse de ella y apoyándose en las palmas de las manos la miró. Se le paró el corazón. No tenía un infarto, él también la amaba.
—Yo… —balbuceó. Un hombre de su edad y balbuceó.
—¿Dime una cosa? —Catalina le acarició el pelo y él movió el rostro para besarle la piel del interior del brazo—. Si tienes razón y aparece alguien de tu pasado, ¿por qué iba a tener que venir tras de mí?
Él enarcó una ceja y la miró.
—Sabes perfectamente por qué.
—Y si esa persona me encuentra y me hace daño, ¿qué pasará?
—Ni se te ocurra.
Ella levantó la otra mano y capturó el rostro de él entre ellas.
—Mañana puedo estar muerta, Cian, y tú también. Quizá no será nadie de tu pasado, quizá iré en un tranvía y tendré un accidente o quizá me pondré enferma. La vida es así y lo sabes. Sé que lo sabes porque tú me obligaste a reconocerlo, tú me has devuelto a la vida con tu insistencia, tus discusiones, tus besos y… —Le brillaron los ojos y se humedeció los labios—. Eres un hombre listo y te amo, así que dime, ¿quieres estar conmigo si o no? Porque si quieres estarlo…
No la dejó terminar, volvió a besarla y sus cuerpos buscaron instintivamente el modo de quedar completamente unidos.
—Te amo, Catalina.
Ella sonrió y no dejó de besarlo y él no dejó de repetir «te amo, Catalina» una y otra vez. Llevaba demasiados años guardándolo.
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Vanderbilt Avenue
RomanceEl día que Jack cumplió dieciocho años descubrió un secreto que le destrozó la vida. Abandonó Little Italy, a su familia y a sus mejores amigos y se convirtió en lo que ellos más odiaban: un policía. Diez años más tarde, Jack vuelve al barrio para r...