CAPÍTULO DIECIOCHO

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RASHID

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RASHID

Tres horas.

Tres horas que para mi cerebro han sido un total martirio.

Tres horas pasaron desde que la avioneta alzó vuelo en la pista corta, a los pies de la colina del Vittoriano.

Después de tres horas y con mis nervios hechos trizas, puedo ver la ciudad de Lisboa deslumbrando con sus luces.

Estoy deseando aterrizar de una buena vez pero los pilotos ni miras tienen de descender por el momento. Suponen que dentro de quince o veinte minutos estaremos tocando suelo portugués.

Honestamente, ya no soporto ver la tristeza y el temor en la cara de mi mujer. Sus ojos empañados, que retienen las lágrimas desde que partimos de Roma se pierden en la inmensidad de un cielo negro y estrellado... Y no lo aguanto.

Permanece en silencio, con un semblante que contra todo pronóstico quiere lucir inexpresivo. Nicci parece estar en otra dimensión, completamente ausente y sumergida en sus recónditos pensamientos pero más hermosa que siempre.

Incluso así de perdida, de agobiada y de preocupada ella no deja de verse preciosa.

Me la quedo mirando un buen rato; también a mi campeón, dormido, con la cabeza en su regazo y las piernas en el asiento contiguo, y a Meredith que no despega los ojos de un libro que sostiene en sus manos ni por un instante.

El ruido que hace la portezuela corrediza de la cabina al abrirse es lo que desvía mi atención hacia el piloto, que asoma la cabeza.

—Aterrizaje en cinco minutos —su informe, preciso y breve alcanza para que yo asienta y él regrese a su posición.

Me reclino en el asiento y rechino los dientes cuando la avioneta empieza a descender.

Los pilotos han hecho un notable trabajo que les voy a recompensar apenas salga de este horrendo lugar. Pudieron evitarme las náuseas, el dolor de cabeza y los vómitos en el despegue, el viaje y por el momento, también en el aterrizaje.

Respiro profundo, agarro el vaso de agua que está a mi lado y me lo bebo de dos tragos. Con ésto engaño a mi estómago para no acabar vomitando hasta mis ideas.

El sacudón que da la avioneta en el segundo que las ruedas tocan el pavimento me roban varios jadeos de impresión pero recobro mi compostura cuando nos detenemos de forma absoluta.

Desabrocho mi cinturón y me levanto. Meredith me observa precavida y guarda su libro en la cartera que tiene en sus piernas, Nicci por el contrario no se da cuenta de nada sino hasta que toco su hombro.

—¿Ya... Ya llegamos? —se sobresalta, mirándome a mí y a Ismaíl alternadamente.

—Sí, gitana —retrocedo y de mi asiento agarro mi gabardina negra. De ella mi chequera y los dos talones con el pago a mis pilotos, pronto.

Al Borde del Abismo © (FETICHES II) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora