-Los esposos se deben mutuamente fidelidad, confianza, amor y respeto. Tanto en la bonanza como en la adversidad. En la salud como en la enfermedad -nos dice a ambos, el encargado de llevar a cabo nuestras nupcias-. Nicci Leombardi, ¿aceptas como es...
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Dos años atrás
RASHID
De a poco voy abriendo los ojos. Siento pesadez en mi cabeza y un fuerte dolor en todo mi cuerpo.
—¡Pero qué mierda! —me quejo de más dolor y molestia cuando abro los ojos y la luz blanca, brillante, desagradable me encandila—. ¿En dónde carajos estoy? —cierro los ojos de nuevo e intento con todas mis fuerzas recordar cómo fue que vine a parar a ésto.
—Señor Ghazaleh —escucho la voz de una mujer, así que pestañeo y vuelvo a mirar a mi alrededor, esta vez, con la iluminación más tenue—. Señor Ghazaleh, ¿me oye?
Arrugo el ceño y mientras miro lo que me rodea, afirmo.
Me encuentro en una sala de hospital y como si fuera un puto chiste yo estoy acostado en la cama, no hay ningún enfermo, sólo yo.
A mi lado, un médico me mira, me analiza, me pone malditamente nervioso. Y peor me pongo cuando la busco a ella, a los dos, pero no los veo.
Despacio empiezo a enderezarme y me siento en la camilla.
Mi gitana dio a luz, mi hijo nació y como buen marica me desmayé de la impresión.
Qué decepción.
Nicci debe estar como loca preguntando por mí y yo acá, dándome el gustazo del año: perder el sentido cuando mi hijo acabó de nacer.
—Tengo que ver a mi bebé —bajo la vista y me altero al notar que en mi mano inyectaron una jodida aguja—. ¡Sáquenme eso! ¡Necesito ver a mi esposa, a mi hijo, y saber cómo están!
Preso de la ansiedad y el desconcierto trato de quitarme la vía que me colocaron pero el médico se acerca, impidiéndolo.
—Su esposa se encuentra perfectamente. El pequeño está excelente —acomoda la vía y ojea la planilla que está sosteniendo—. Buen peso, buenas medidas —palmea suavemente mi hombro, mientras yo me muero por saltar de la camilla, salir corriendo de la sala e ir al cuarto dónde están los dos para abrazarlos y besarlos—. Felicidades.
Sonrío conmocionado.
Sin dudas este es el día más feliz de mi vida. Patético por lo que me sucedió, pero feliz. Feliz por mi hijo.
—Gracias, doctor —me bajo de la camilla y bufo al percatarme de que una simple bata me cubre, que mi ropa se encuentra en una silla y que literalmente estoy en pelotas—. Cargue a mi nombre en la cuenta del hospital lo que cueste esta consulta —me río y con esfuerzo comienzo a vestirme; frente al médico, me importa una mierda, sólo quiero irme—. Nunca imaginé que ver nacer a Ismaíl fuese a afectarme así. Créame que he visto cosas realmente peores y horrendas —vuelvo a reír—. Pero en fin.
Doy algunos pasos hacia la puerta de la sala pero el especializado, muy serio y determinado me detiene y no me deja salir.
—¿A dónde cree que va? —me pregunta con autoridad.