-Los esposos se deben mutuamente fidelidad, confianza, amor y respeto. Tanto en la bonanza como en la adversidad. En la salud como en la enfermedad -nos dice a ambos, el encargado de llevar a cabo nuestras nupcias-. Nicci Leombardi, ¿aceptas como es...
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RASHID
No me gusta verla llorar.
Cómo la vi hace rato, sumida en interminables lágrimas, en la angustia que no la dejaba siquiera hablar, juro que no quiero volver a verla.
Todavía no se me va el nudo que se me hizo en el pecho, y ese amargor que me quemó la garganta.
El querer con todas mis fuerzas ser su consuelo y no haber podido lograr que dejara de llorar sino todo lo contrario, me hizo sentir aún más inútil.
—Rashid, ¿necesitas algo?
Meredith me habla y yo la miro.
Es una mujer que me intriga. Me observa como si me tuviera miedo y a la vez como si quisiera abrazarme.
—No —le paso por al lado—, pero gracias.
Ella, que estaba rígida y muy tensa suelta el aire y se relaja.
Eso me hace gracia. Ya pasó poco más de una semana que merodeo por aquí, pero para esta señora, mi amnesia es como una bomba atómica. Cada que me ve cerca, cree que tiene a un monstruo delante y no a la persona que crió desde niño.
—Nicci salió con el pequeño, si regresa...
—Si regresa —corcorto—e avisas que estoy en el jardín de atrás, tomando un poco de aire fresco.
Ya sé que fue a visitar a Bruna, y a llevarle a Ismaíl para que pase la tarde con ella. También le pedí que retirara mi medicación semanal, así que supongo que se va a demorar un buen rato.
—Bien, Rashid.
Camino hasta la puerta doble, de vidrios ahumados y antes de salir, me vuelvo hacia Meredith.
—Nicci me contó que de pequeño me preparabas un platillo y que se volvió mi favorito.
Su rostro regordete, de piel blanquecina y pómulos rosados se tuerce una sonrisa que acentúa sus hoyuelos.
—Pan de anís en leche de almendras y flores de azahar —dice—. Te fascinaba. Una vez te empachaste de eso. Tu padre te castigó porque...
—Prepáralo —me doy cuenta de que acabo de ser bastante grosero, así que carraspeo y me corrijo—. Prepáralo, Meredith, por favor.
Trago saliva y con las manos en los bolsillos de mis joggins salgo al jardín.
Es muy grande y a lo lejos hay varios árboles y arbustos.
Camino hasta allí. Necesito un momento de absoluta soledad y silencio. Quiero esconderme por un rato y quedarme a expensas de mis pensamientos.
Me meto en la frondosidad de los arbustos como si fuera un ladrón escondiéndome y me quedo quieto, con el hombro recargado en un tronco grueso y viejo, de espaldas a la casa, al patio y a la inmensidad del jardín.