-Los esposos se deben mutuamente fidelidad, confianza, amor y respeto. Tanto en la bonanza como en la adversidad. En la salud como en la enfermedad -nos dice a ambos, el encargado de llevar a cabo nuestras nupcias-. Nicci Leombardi, ¿aceptas como es...
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
El dolor, pero también la rabia y el enojo me sacuden por dentro. Impulsivamente, abro de un manotazo la puerta del cuarto y entro decidida. Decidida a que vea que no soy una cosa que mancillará a su antojo, y que por si se le olvidó, yo también puedo tener un carácter de mierda cuando me lo propongo.
Me apresuro a dónde se encuentra parado. Justo en el medio de este hermético refugio que adoptó como suyo hace casi un año, y que tanto detesto.
—Se te pasa por alto un pequeño detalle —mascullo, apuntando con mi dedo a su pecho, cubierto por la camisa y la chaqueta del traje.
—No me interesa oírte —dice entre dientes. Evitando mi mirada.
—Pues me importa un carajo si te interesa o no —replico con frustración. Demasiada frustración porque pese a que suena como un auténtico y desalmado cretino, se acerca a mí; tanto que debo bajar el dedo y alzar la cabeza para observarlo—. Nunca podrás hacer de cuenta que no existe un nosotros —recalco—. Porque tienes un hijo, conmigo, eres mi marido hace ya tres años y aún te amo. Vive con eso.
—Ni... —suelta un suspiro—. Nicci...
—No —intervengo con determinación—. Estoy aquí, siguiéndote como una estúpida y humillándome de la peor forma para que me escuches. Tengo contados los días en que me tratas de la manera que te prometiste jamás tratarme: con desprecio e ignorancia. Y me confundes a pesar de todo. No sé si estás actuándome un papel brillante, si me mientes o si por el contrario eres la peor escoria de este planeta —hago una pausa y tomo distancia. Quiero que me vea segura, no a punto de quebrarme—. Aunque te cueste creerlo yo también te conozco bien a ti. Te conozco muchísimo y no me asombraría descubrir que todo esto que haces conmigo y con Ismaíl es una muralla que alzaste para no sentirte vulnerable ni expuesto.
Se da la vuelta, cabizbajo.
—V-vete —me ordena en un balbuceo más que gruñido.
Me atrevería a decir que un temeroso balbuceo.
—No me voy a mover de acá hasta que me hables con la verdad —le desafío.
—¿Nunca te das por vencida? —pregunta, tratando de sonar frívolo—. ¿Siempre tendrás que quedarte con la última palabra?
—Te estás equivocando —con el desconcierto que me producen sus cambios bruscos de actitud, le rodeo, me aproximo a él y sostengo su rostro entre mis manos. Es la primera vez en casi un año que acuno su cara y lo que siento no me gusta. Sus facciones están muchísimo más pronunciadas, casi filosas. Sus pómulos, la línea de su mandíbula, por debajo de sus ojos... Ha bajado de peso—. No se trata de necedad ni capricho, sólo quiero pelear por ti, como tú has peleado por mí —miro fijamente sus ojos negros, que aún en la penumbra ya no se vislumbran fríos e indiferentes, sino tristes—. No eres este hombre Rashid. No eres el bastardo que estás fingiendo ser.