Esa mujer que se mostraba fría antes, la que de manera sutil expresaba su desprecio de manera constante a los infortunios del tiempo. Ahora recorría el pasado, trayendo la pasión olvidada con la fuerza de sus besos.
Perfecta, con cada una de sus cicatrices, enaltecida en cantos de lamentos, resurgiendo entre sus cenizas y prendiéndose fuego. Amelia siempre sería suya, al igual que él le pertenecía. Las culpas no pesaban y por fin las ausencias ya no dolían.
La cargaba en sus brazos, como tantas veces lo había hecho, devorando su boca y muriendo gracias al veneno de su saliva. No importaba lo que sucediera, ambos lo necesitaban, un alma atormentada y una mujer despechada esa noche nuevamente se juntaban.
Sentía el calor emanando de su pequeño cuerpo, atrapándolo, quemándolo en su hoguera propia de infinitas vanidades. La amaba, con la fuerza de un deseo frustrado, Amelia volvía nuevamente a su cuerpo con su furia para dejarlo devastado.
No quería soltarla, tres años habían pasado desde la última vez que ella lo renacía, no tenía tiempo para negarla, tampoco podía. Sintiendo como ella lo pegaba aún más a su frágil cuerpo la cargó por el camino hacia la mesa consagrada, el sendero era eterno, estaba desesperado.
Cuando por fin sintió el duro tacto de la mesada donde tantas veces había bendito y santiguado, sonrió, ahora su alma nuevamente se unía con los pedazos marchitos que florecían gracias al roce de un ángel.
Con calma, la sentó como una muñeca, de aquellas que te sonríen desde una repisa. Notando como su vestido lo llamaba a destrozarlo y como ella con sus encendidos ojos nuevamente cobraba vida en una expresión, que suponía, hace mucho tiempo no hacía.
Quería observarla y grabarla en su memoria, justamente así, con su pequeño pecho agitado y sus ojos entrecerrados. El cabello húmedo y sus labios casi pálidos suplicando por un poco de color.
Eso haría por ella, le devolvería la fuerza del viento, le daría todo el color que antes le había arrebatado. Tiñéndola con los fulgores de pasiones lejanas, bañándola en las estelas de besos aún presentes, amándola como debió haber sido siempre.
Amelia besaba su piel y a veces mordía su cuello, necesitaba el dolor de su pasión martirizándolo, suspiraba cada vez que ella pronunciaba su nombre mientras que la succión de sus labios podía escucharse por todo el recinto sagrado.
Se había quedado quieto, disfrutando el momento, sintiendo como ella forcejeaba con su camisa y lo envolvía en la locura de su deseo.
—Vamos, Tommy. Te necesito...—
Sonríe al escucharla, por más que cualquiera de los dos lo disimulara, esa química casi inexplicable siempre estaría presente. Consagrándolos en incienso y trayendo a su memoria festividades con indicios de droga. —Toda mi vida te necesité, no solamente para esto—
Amelia se había detenido y abría sus piernas sentada en borde del altar, atrayéndolo a posarse en el medio de ambas, quemándolo con la lujuria de su sexo, clamando por libertad. —Cállate, claro que me necesitas para esto— Sin sentir alguna pena, ella acaricia su pecho y desciende con sus delicados dedos hasta el cierre de su pantalón, tocando todo aquello que ahora se endurecía solo por su presencia. Al notar su firmeza ella se relame los labios, advirtiendo que próximamente el infierno se desataría a su paso. —¿Aún te tocas pensando en mí?—
—Ca... Cada miércoles— Debía cerrar los ojos ante aquel tacto ajeno, su corazón se aceleraba y la cordura se perdía ante ese ser celestial dueño de sus deseos. —¿Tu... Tú me extrañas?—
—No, de hecho, cuando partí del convento con Facundo terminé follándomelo en el asiento trasero de su auto. Ni siquiera recordaba tu nombre—
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Perdóname, Amelia (BORRADOR)
Romantik2° libro. Tomás Valencia, un hombre confinado al silencio de sus emociones, convive con el martirio de tener aún presente el fantasma de una pasión pasada. Lucha por sobrellevar su pena y si único aliento es el recuerdo de quien alguna vez fue el a...