27: "Aleluya"

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Apretando el plástico botón, dejó que sus males se evaporaran. Vistiendo una vieja sudadera de su colegio y revistiendo su vulgaridad con ropa interior masculina, prestada, ella sacudía su cadera. La música era potente y se enredaba en su cabello, ancestrales melodías ultrajadas con solos de guitarra provocaban el disfrute entre convulsiones. La sangre se calentaba y los pensamientos afloraban cada vez que imaginaba a un tímido pecador contemplando su danza.

Seducía al aire y se enamoraba de la ausencia de palabras, la mañana ahora también era suya, la noche ya le pertenecía. Contoneando cada paso y sacudiendo su melena, entendió cuál era el retorno a sus orígenes. En los cielos bailaría, rompiendo nubes con sus tacones y dejando que sus plumas atestaran el mundo del único ser lo suficientemente capaz como para abrazar su humanidad, un sacerdote. La euforia volvía en cada sinfonía que quebraba su cuerpo, estaba lista para arder, prenderse fuego y arrojar sus cenizas al viento. Esperando renacer en las agujas del tiempo, quedando en su memoria de manera eterna.

Cuando las campanas de la iglesia resuenan entre el llanto de un teclado, él la llama sin pronunciar una sola palabra, esperando que acuda a su encuentro. ¡Aleluya! Ahora puede anidar en sus piernas todos los pecados acumulados por el tiempo, quemando como una hoguera, deseados en un eterno anhelo; Exorcizando, ignorando la estampa de una cruz, volteando a la virgen María de cabeza, nuevamente Tomás tendría a su Amelia.

Mientras que la música suena, ella junta sus manos para orar, aquella oración no irá dirigida a un par celestial, sino a la noche misma. Clamando por un nuevo momento para lanzarse a sus brazos y depredarlo con una ansiada necesidad de acecho. Cuando el reloj del templo marque la hora indicada, el también unirá sus manos para rezar, clamando por las deidades divinas que habitan en una esquina de la iglesia. Después de todo, Tomás es un buen cristiano, su deber es amar al prójimo. Amelia ríe, sobre todo cuando recuerda que la verdadera formar de amor de Tomás es pedirle que se dé vuelta.

Encendida ante la lujuria de sus rezos, continúa bailando, haciendo que la biblia arda y los santos inunden el piso con sus lágrimas. Se sentía soberbia, nuevamente estaba en el aire, las pasiones prohibidas se arremolinaban y en su vientre la lascivia ya había sido sembrada. ¡Aleluya! Por todos los coros de querubines que cantaban para ellos en los edredones de una sábana, bendito los demonios que llegaron a perturbar su cama, santificados en la gloria de un gemido y poseídos por la potencia de un romance corrompido.

Quería ver a cristo entre las llamas, sumergirse entre su cabello y sembrar nuevamente en su mente telarañas, lamer con ternura la sangre de su espada. Con una cruz encima de su almohada, arrancar su inocencia con un tierno beso bañado en el veneno que de sus propios labios emana. Para ellos, el sexo sería una batalla, pero la verdadera derrota se encontraba en el amor que es una guerra. Entre el fuego de una cama, ellos encontrarían la depuración conjunta de los males que en su corazón aún existan.

Sin previo aviso, la música había parado y con ella acabó su pequeña fantasía. Seguía en aquella casa alejada de los lujos urbanos, observada por la atenta mirada de un hombre, que con una sonrisa la contemplaba.

—Vonnie, es muy temprano para que pongas la música tan alta—

Relajando su corazón y escondiendo nuevamente sus males, Amelia sonrió. —Si... Discúlpame, me deje llevar—

Alejándose del marco de donde se encontraba, Augusto caminó de retorno a la habitación que ambos compartían. Ciñendo el nudo de su corbata, volvió a hablar. —¿No te vestirás?—

—No, aún tengo tiempo, es muy temprano para ir al local—

—Pensé que vendrías conmigo, para hablar con Tomás—

Perdóname, Amelia (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora