Apretando su frente con la palma de su mano, sintió como todo su mundo tambaleaba a causa de los funestos nervios que lo invadían, aquellos que ahora volvían borrosa su mirada. Estaba sentado en un desconocido auto acompañado por quien ese día parecía sacudir el estandarte de esperanza; Facundo Parisi se había presentado a sí mismo como una salvación, promulgando un plan que parecía inefable. Con Dios de su lado, pronto tendría una respuesta a sus dudas temerarias, aquellas que parecían despedazar su alma.
El auto se encontraba estático, estacado a un costado de la rural carretera bordeada por el verde del pasto. A pocos metros, una distancia demasiado abismal para un corazón desesperado, estaba la clínica donde habitaba un ángel cautivo. Tomás suspiró de manera repentina al recordar su estrategia, evitaba a toda costa notar su reflejo en el parabrisas, nuevamente el negro cubría su pecho.
El uniforme clerical hacía aparición de nuevo, despojándolo del único derecho humano que perseguía, la libertad. El alzacuello apretaba y el rosario con su cruz de plata parecía quemarlo, atravesando su camisa y penetrando su carne indigna de la gloria. Todo aquello era una farsa.
—¿Nervioso?— Desde el otro lado, aun apoyando sus manos en el volante, Facundo habló.
—Un poco…— Aquello era un cinismo que intentaba conservar su hombría, la verdadera realidad se vislumbraba en sus manos temblorosas. Promulgando su verdad, Tomás volvió a hablar. —Tengo miedo.—
Con una sonrisa algo cómplice del dolor que se respiraba en la jaula metálica de ese auto, Facundo quiso transmitir un poco de su valor. —Tranquilo, todo saldrá bien. Yo entraré y dejaré las flores que le traje a Lia, verdaderamente son horribles— Carcajeando de manera lánguida, Facundo extrajo del asiento trasero un gran ramo de crisantemos amarillentos. —Pero son fáciles de reconocer— suspirando, continuó hablando. —Tu entra haciendo tu cantaleta de cura, di que vienes a socorrer a las almas perdidas o algo así… Busca las flores, sí las encuentras es porque descubriste el lugar donde habita nuestra Amelia.—
—¿Y sí no me dejan pasar?— Inseguro, cuestionó Tomás.
Al escucharlo, Facundo volteó a observarlo, en su mirada algo de tristeza se reflejaba. Los antes verdes ojos alegres que lo caracterizaban hoy parecían ser fango estancado en dos cuencas vacías, había preocupación en ellos. —Sí no te dejan pasar, bueno… Por lo menos lo intentamos. Ojalá que tu Dios nos de un poco de suerte—
La melancolía era compartida, pero la esperanza debía prevalecer. Tomás sabía, con la misma certeza de que algún día moriría, que no se marcharía de aquel lugar sin encontrarla. El corazón bombeaba y el coraje fluía en cada latido, no soportaría otra derrota. Intentando contagiar su ánimo, habló. —¿Crees en Dios, Facundo?—
—No… La verdad que no, pasé una vida demasiado jodida como para pensar que existe un Dios sádico que disfruta con mis lágrimas.—
Aquello resonó en su cabeza, Tomás trajo a su memoria los recuerdos de una niña de escuela con una boca lo suficientemente grande como para negar a Dios y una falda demasiado corta como para creer en los demonios. Con una minúscula sonrisa, respondió. —A veces suenas como Amelia…—
—Es mi mejor amiga. ¿Qué esperabas?— Contagiándose de su humor, Facundo prosiguió. —Sí ella no te hubiera conocido, seguramente ahora sería la radiante señora Parisi—
—Bueno… El plan de Dios a veces es un misterio— Acomodando el mechón de cabello que ahora atentaba contra su visión, Tomás sonrió ante los momentos vividos que ahora plagaban su cabeza. —Cuando todo esto termine espero que aceptes una invitación mía para ir a la iglesia. Quizás allí encuentres un poco de paz y puedas ver tu vida de otra manera.—
Aquella frase provocó demasiada gracia, aun tentado por una devastadora carcajada, Facundo tomó la palabra. —¿Me harás lo mismo qué le hiciste a Lia en la iglesia?—
Entendiendo a lo que se refería, Tomás solo rio sin vergüenza alguna, la humorada se necesitaba más que el pudor. —No, eso solo se lo hago a mi Ami—
—Es una lástima, Lia me contó de sus aventuras y lo bien que lo pasaron. En cierta parte sentí un poco de envidia. —Con un brillo de malicia en su rostro, Facundo fue atacado por una idea. —Sabes… Cuando tú te marchaste, Lia me pedía que la lleve a algún confesionario y que le dé duro con todo el poder de Cristo encima— Al notar como la mirada de su compañero mutaba a una expresión asesina, negó rápidamente sus palabras acompañando cada sílaba con su histriónica risa. —Es broma, es broma.—
Tomando una última bocanada de coraje, el ahora nuevamente sacerdote concluyó. —Deberíamos ir ya…—
—En ese caso, sal del auto… Yo iré primero, tu espera un minuto para llegar. No queremos que las cámaras de la entrada nos capten juntos— Facundo agarró el ramo de crisantemos fuertemente en sus manos y pareció cerrar los ojos un momento mandando una plegaria al infierno. —Espero que la encuentres…—
—Yo también lo espero…—
… … ...
Con el corazón aturdido, Tomás miraba su reloj intentando no caer desmayado al suelo a causa de sus nervios. Ya había pasado un tiempo de por demás correcto como para darle ventaja a Facundo, era hora de entrar.
El sanatorio mostraba su magnificencia, similar a un castillo por su gran fortaleza, sabía que nadie que haya permanecido solo entre sus muros hubiera podido salir por su propia cuenta. Inseguro, traspasó la reja con sus pisadas que ahora mutaban en zancadas de largos tramos, ya no aguantaba más la espera.
—¡Oiga! ¡Usted! ¿Qué necesita?— Desde un costado, una voz masculina resonó.
Tomás se volteó al escucharlo, un hombre recluido dentro de una cabina y con su uniforme rezando “seguridad” en su pecho, lo había increpado. El masculino uniformado al obsérvalo cambió su semblante, ahora notaba a la perfección a quién le estaba hablando.
—Oh… Disculpe, padre. No lo había notado en detalle. Usted debe entender que la seguridad aquí es muy estricta— Asomando su torso por la ventana de la cabina, el hombre continuó. —¿En qué puedo ayudarlo?—
—Yo… yo… Vengo a ofrecer mis servicios a los internos, me enviaron del arquidiócesis— Mintiendo, Tomás dijo lo primero que se le ocurrió.
El hombre sonrió como solo un devoto podía hacerlo, conocía esa expresión a la perfección después de tantos años de alimentar la fe del pueblo. —Entonces, vaya con Dios, padre.—
—Sí… Que tenga un excelente día— Ansioso por terminar aquella charla, Tomás intento no salir corriendo despavorido.
El sudor corría y sus manos temblaban, la entrada a la edificación se encontraba a pocos metros suyo. Con el ansia atravesando su corazón, se animó a penetrar el portal que ahora lo enfrentaba.
El interior, de lo que supuso que debería ser una recepción, lo atacó con su blanco brillante. Dos personas se encontraban albergadas por sus paredes; De un lado, una joven secretaria abarrotada detrás de un gran escritorio de granito y, del otro, un ya conocido joven de cabello claro que sostenía un ramo de flores.
—Claro, se lo diré, señor Parisi. Tenga por seguro que su mensaje será transmitido— Mencionó la mujer recibiendo el ramo de crisantemos, dando esa charla por concluida.
Tomás aguardó en un costado a que su momento llegara, no quería mostrar su desesperación. Observó como la joven se despedía de su cómplice mientras que éste mismo se retiraba sin siquiera mirarlo, Facundo, a diferencia de él, sí sabía montar una puesta de escena.
Pronto la soledad atacó a los dos únicos inquilinos de la sala. La secretaria, con una sonrisa amplia, al notar su presencia revestida en uniforme clerical, habló. —Disculpe la espera, padre. ¿En qué puedo ayudarlo?—
Acercándose a la mujer, intentó que las palabras ensayadas salieran de su boca con tintes veraces, no podía dejar que su nerviosismo refleje falsedad. —Ho… Hola, buenos días, soy el padre Exequiel… Me enviaron del arquidiócesis para brindar apoyo espiritual a los internos—
—Oh…— La mujer, ahora con un brillo de ilusión en sus ojos cafés, sonrió al escuchar sus palabras. —En ese caso no habría problema en que usted visite a algunos internos— Buscando algo entre los cajones escondidos debajo de su escritorio, la secretaria tomó una hoja que posteriormente fue pasada a sus manos. —Rellene el formulario de entrada y será despachado a la nave central— En conjunto con un bolígrafo, la tarea fue encomendada.
Aquella hoja rezaba diversos datos que debía inventar sí quería que su presencia no fuera descubierta por algún doctor demasiado quisquilloso. Escribiendo datos falsos cargados de detalles, Tomás comenzó a hacer escurrir la tinta por la planilla, prestando atención al no equivocarse.
Un enfermero se hizo presente, acercándose a la secretaria. Ella al notarlo lo saludó animada para luego extender el vulgar ramo que Facundo había traído. —Gonzalo, déjale esto a la señora Santana. Dile que su amigo Parisi le desea una pronta recuperación. ¿Sí? Luego regresa así llevas al padre a dar un recorrido por las instalaciones.—
—Sí, Mabel, no hay problema— El enfermero al notar al religioso, saludó respetuosamente con un movimiento de cabeza, para luego hablar. —En unos momentos volveré, padre—
—Sí, sí… No hay problema.— Respondió Tomás haciendo que su atención fuera disimulada.
Notó al oficiante marcharse, supo que el tiempo de su regreso determinaría la posición de Amelia. Sí demoraba más de la cuenta eso significaría que su niña estaba en alguno de los pisos superiores. Contando cada segundo transcurrido, Tomás entregó su planilla con el miedo de ser descubierto tatuado en sus pupilas.
La mujer lo leyó unos momentos, los cuales parecieron eternos, para luego sonreír. —Muy bien, padre.— Entregándole un gafete que, escrito con grandes letras claras, decía “Visitante” volvió a hablar. —Por favor, colóqueselo. Cuando retorne mi compañero él lo llevará a el área donde están los pacientes más tranquilos. Tendrá solo una hora, es una política del sanatorio—
Abrochando la placa plástica en su camisa, Tomás respondió. —No habrá ningún problema, se lo aseguro— Ansioso, miró a la puerta interna que poseía un seguro magnético. La espera ahora hacía surcos en su pecho.
Pronto el enfermero retornó con las manos vacías, supo que el ramo había sido entregado. Mirando a la secretaria, el oficiante cuestionó. —¿Ya puede entrar el padre?—
—Sí, Gonzalo, cuídalo—
—Eso haré— Moviendo su mano, el enfermero le indicó a Tomás que se acercara. Una vez a su lado, el hombre deslizó su tarjeta por la cerradura que unía la recepción con el ala de internos, la puerta despidió un pitido al ser abierta. —Irá a la parte más tranquila, padre. Así que no corre ningún peligro—
—No… No puedo correr peligro alguno sí Dios me guía— Intentando disimular, Tomás miró con atención el área ahora abierta. Pronto ambos se adentraron por el gran pasillo donde diversas habitaciones le daban la bienvenida.
Observando cada cuarto en búsqueda de las flores, Tomás notó el cuadro desgarrador que ese sanatorio brindaba. Mujeres llorosas permanecían tiradas en sus camas mientras que, algunos hombres, parecían pertenecer a otro planeta mirando por la ventana. Aguantando sus ganas de gritar, cuestionó. —Era un ramo muy hermoso el que trajo—
—Sí, era para una de las internas. ¿Cuál me dijo que era su nombre?—
—Exequiel…—Respondió Tomás intentando que la credibilidad saliera de su garganta. —De seguro la dueña de ese ramo extraña a su novio, debe necesitar más contención que nadie.—
—No, no lo creo— Mirando atentamente al fondo de una habitación donde un joven parecía querer romper su cama, Gonzalo respondió. —Las flores se las dejó un amigo. Sí me disculpa, padre, iré a atender a ese paciente. Cualquier inconveniente que tenga, puede buscarme—
—Sí… Muchas gracias— Al saberse solo, su alma descansó. Con paciencia esperó a que el enfermo dejara de mirarlo para luego encomendarse a su verdadera tarea.
Todo el pasillo fue revisado incansablemente, rostros extraños aparecieron cuestionando su presencia. A cada interno que se presentó ante él le cuestionó sobre el paradero de Amelia, pero ninguno parecía haber escuchado jamás ese nombre.
Los cuartos se acababan y solo los ventanales parecían brillar para él ese día, sintiendo algo de cólera al no hallarla, intentó elevar a los cielos una plegaria de auxilio, por más que mintiera sus intenciones eran puras.
Una puerta se atravesó en el camino, dividiendo el pasillo en dos partes. Se quedó estático ante ella, suponiendo que también estaba trabada, pero una voz femenina lo intercepto.
Una muchacha solitaria, con un hilo de voz, pronunció. —Está abierta, puede pasar—
Al escucharla, Tomás empujó el portal. La joven vestida de blanco no mentía, el paso estaba permitido. Sosteniendo el picaporte con su mano, habló. —Muchas gracias—
—No hay de qué…— Respondió la joven con su mirada divagante ahora perdida en una ventana.
—Disculpa…— Inseguro de lo que estaba haciendo, Tomás preguntó. —¿Conoces a una chica llamada Amelia?—
La mujer volteó a mirarlo, en su rostro una duda existía. —¿Cómo es?—
—Cómo de tu estatura, blanca, cabello oscuro y grandes ojos celestes— Intentando dar una descripción genérica de su amada, fácilmente entendida. Concluyó.
—¿La chica Santana?— La mujer se arrimó al portal y señaló con su dedo a una habitación. —Ese es su cuarto, pero de seguro debe estar en sus horas de taller—
—Oh…— Intentando no salir disparado a la dirección que la mujer marcaba, Tomás agradeció. —Gracias, eres muy amable—
La joven solo volvió a su propio mundo, notando el brillo del sol por el cristal. Sabiendo que no tendría respuesta alguna, se apresuró a llegar a la puerta señalada.
Ese cubículo era diferente al resto; Las sabanas no estaban amarillentas, ni las ventanas estaban empañadas, los detalles eran cuidados en conjunto a la sincronía, falsamente elegante, que adornaba el cuarto. Sobre la pequeña mesa de noche que custodiaba la cama desde un costado, Tomás notó un detalle que hizo a su corazón palpitar con la fuerza de un rayo. Recluido en un pequeño jarrón plástico, un ramo de crisantemos amarillentos se encontraba. Había encontrado la habitación correcta.
Apresurado, sin importarle quien lo viera, se introdujo en ese dormitorio. El nombre fue pronunciado varias veces, pero jamás hubo respuesta. —¿Ami? ¿Amelia?—
Revisó cuanto pudo, el espacio era pequeño, no había mucho lugar donde esconderse. El baño, al igual que debajo de la cama y detrás de las cortinas, estaba vacío. Aun con una mueca de esperanza grabada en su cara, supo que ella no podía estar lejos. Solo era cuestión de no perder su fe y seguir buscando, hasta en el mismísimo infierno sí era necesario, con tal de ser bendito con su presencia.
Apresurado, sabiendo que el tiempo no estaba de su lado y los minutos seguían circulando, continuó su búsqueda. El pasaje nuevamente fue transitado y las caras endebles de los pacientes seguían apareciendo, el camino parecía terminar, pero pronto otra puerta se interponía y detrás de ellas decenas de cabinas con almas atormentadas aparecían, en ninguna de ellas estaba su ángel.
Un débil susurro lo llamó, como quién arroja un suspiro al viento, un do sostenido por las teclas de un piano resonaban desde la distancia. Teniendo la certeza de un dogma, supo que debía seguir esa tonada. Atravesó el pasillo, con el desconsuelo del ansia atormentando su carne y la agonía del miedo penetrando su corazón, el ahora arpegio se escuchaba con más claridad, cada paso que daba lo acercaba aun más a la dueña de tan dulce don musical.
El pasillo llegó a su final, mostrando su conclusión por la aparición de una escalera y una pequeña sala de cristal donde dos siluetas se encontraban recluidas.
Podría haberla reconocido con los ojos cerrados, solo guiándose por la emoción de sus sentidos al estar cerca de su presencia. Esa frágil espalda, con su cabellera recogida , la reconocía a la perfección. La sudoración empezó en conjunto con las palpitaciones, el temor nacía en cada respiración.
Pronto reconoció la estructura de aquella jaula de cristal, el crucifijo lo miraba altivo desde el techo mientras que diversos banquillos de madera rodeaban una pequeña mesa que funcionaba a modo de altar. Su ángel tocaba el piano con la misma alegría de una letanía mortuoria, mientras que, a pocos pasos suyos, un varón desconocido la observaba en silencio.
Tragó saliva, intentando que por sus pies el coraje circulara y tuviera la valentía exacta para caminar. Pronto, luego de un pequeño rezo, se animó a llegar de una manera anormalmente tensa hasta donde ellos se encontraban.
Al hallarse a sí mismo también recluido en esa pequeña capilla, intentó que su presencia se notara con un suave carraspeo de garganta. El hombre volteó para descubrir el emisor de tan súbito sonido, a diferencia de Amelia, que solo permaneció quieta como una virgen de mármol, contra el piano.
—¿Sí? ¿En qué puedo ayudarlo, padre?—Cuestionó el enfermero, sin despegarse ni un momento del lugar donde se encontraba.
—Bueno... Yo...— Tomás, sabiendo que debería hacer resonar su voz con fuerza para que ella lo reconociera, habló, generando eco con sus palabras. —Me preguntaba sí la señorita quisiera recibir un poco de ayuda espiritual—
—No lo creo, disculpe... Ella no pued...— El oficiante intentó hablar, marcando una clara negativa, pero la tercera presencia escondida en aquella iglesia había cobrado vida.
volteó, mostrando una estampa que ningún corazón enamorado podría resistir. Descolorida, como un cadáver listo para ser entregado a la tierra se presentó. Sus grandes ojos, ahora rodeados por incontables arrugas de llantos, empezaron a cristalizarse al verlo. Su mirada estaba opaca, mientras que la languidez escondida en cada una de sus pecas marchitas hacía presencia. Esa no era su Amelia, aquella mujer que ahora observaba solo era el cuerpo de una niña que acababan de matar.
Apresurada, intentando no llorar ante la presencia del único hombre que amaba, interrumpió. —Quiero confesarme—
Tomás la miró en detenimiento, no hacía falta que ella abriera la boca para contar su sufrimiento, ahora él también lo vivía en carne propia. Intentando que sus miradas, ahora cruzadas y unidas por el lenguaje invisible de una relación, gritaran su necesidad de caricias interminables, se acercó a ella.
Cada paso que daba hasta su encuentro parecía atentar contra su propia razón, el único amor que había tenido en su vida estaba, al igual que una rosa, secándose. Los rasgos se hundían y sus labios dibujaban un mapa invisible en sus interminables grietas, Amelia estaba indudablemente enferma. Cuando la distancia se acortó y estuvo lo suficientemente cerca como para notar la dura realidad de su amada, habló. —Claro... Señorita, encantado la escucharé—
Amelia solo contuvo la gota crisálida que tambaleaba en sus pestañas, para luego hablar direccionando sus palabras al enfermero que aun permanecía en escena. —Vete, quiero estar a solas con él—
Apresurado a su respuesta, el oficiante sentenció. —Disculpe, ¿Padre...?—
—Exequiel— Respondió Tomás intentando ignorar la cara estupefacta que ahora Amelia pintaba en su rostro.
—Ésta interna es un poco violenta, padre. No le aconsejo quedar a solas con ella.— Concluyendo su mensaje, el enfermero guardó silencio.
—No lo creo, señor— Mirando a su ángel, Tomás continuó hablando. —Supongo que la señorita, al ser una mujer de fe, pondrá lo mejor de sí misma en su confesión. Además, le recuerdo que es un acto privado... Usted no puede estar presente.—
El enfermero solo contempló a su interna encargada unos momentos, para luego direccionarse a la puerta. —Estaré a fuera... Cualquier cosa que le suceda no diga que yo no se lo advertí, padre—
Ambos esperaron en silencio a que el empleado se marchase. Amelia fue la primera en ponerse de pie y aferrarse a el apoya-brazos de uno de los banquillos, para luego tomar lugar en el mismo. Tomás pudo jurar que nunca, ni en sus peores días de vicios, la había visto tan frágil, apresurado, se sentó a su lado.
Ella solo miraba al piso. Intentando que las palabras salieran, susurró. —Supliqué todas las noches a los ángeles y a los demonios que me encontrarás— Su voz empezó a quebrarse, realmente estaba conmocionada. Elevando sus ojos del suelo, Amelia lo increpó con su mirada carente de brillo. —No sé como me encontraste, Tomy... Pero, por favor... Sácame de aquí— Las lágrimas descendían por su mejilla, quiso abrazarla y envolverla con la tela de su camisa, pero aquello no sería posible sí quería que el vigilante que, ahora miraba detrás del cristal curioso, no sospechara.
—Ami... Claro que te encontraría, no le creí ni una sola palabra a Augusto...— De manera disimulada, tomó su mano, pronto la dureza de su piel le demostró su estado lánguido. —¿Qué te hiciste?—
—Tomy... Yo no me hice nada, por favor, te lo suplico, sácame de aquí—Sollozando, Amelia intentaba no alzar su voz para no ser escuchada. —No me dejan salir, sácame de aquí... No voy a aguantar mucho—Sus débiles dedos apretaron su muñeca, Tomás descendió su mirada ante ellos solo para horrorizarse. Tres de sus falanges no tenían uñas, mientras que el resto estaban cubiertos por incontables bandas médicas.
La nocividad de la imagen continuó con el recorrido ocular que realizaba sobre ella; Sus brazos estaban cubiertos de arañazos y moretones que parecían drásticos manchones de acuarelas, mientras que, en su cuello, diversas escaras dolorosas hasta para mirarlas, lo saludaban desde el nido de sus besos.
La tentación fue mucha, no pudo soportarla, tomó el coraje suficiente como para acariciar su mejilla. Ella apresó su extremidad con la fuerza de su cabeza contra su hombro, dando un excelente primer plano de los vacíos de su cabellera; Sus rizos estaban apelmazados y varios faltaban, mientras que la fuerza aumentaba encaminada hacia el tacto la caída fue inevitable. Como quien arroja una copa de cristal hacia el piso, ella se quebró en un espantoso llanto.
Ríos cristalinos brotaban de sus ojos mientras que los sollozos formaban palabras lo suficientemente preocupantes como para no escucharlas. —Él… Él está aquí—
Pensando que ella se refería a Augusto, Tomás respondió con la cólera de un amante engañado. —Te prometo que te sacaré, Augusto no te retendrá aquí contra tu voluntad… Te lo prometo, Ami. El pagará por todo—
La intensidad del llanto aumentaba, mientras que los movimientos negativos de su cabeza se hacían notar de manera nerviosa. —No… él no me preocupa— Con sus ojos enrojecidos lo miró con la devastación de una tormenta llenando sus pupilas. —To… Tomás, Lucas está aquí— Mientras hablaba su voz se quebraba, el miedo estaba presente en cada fibra de su piel. —Me dijo… Me dijo que me va a hacer cosas horribles.—
El mensaje fue claro, pero el entrevero de emociones fue demasiado para sopórtalo. Las palabras pronunciadas vinieron acompañadas por una puntada al corazón, conocía ese nombre a la perfección. Asustado y con su sangre al borde de la ebullición, cuestionó exasperado. —¿QUÉ?—
—Es… Es amigo de Augusto… Me va a lastimar, Tomy… Sácame de aquí— El mantra volvía, pero ahora no solo su salud corría peligro, también su vida.
Con la convicción en su pecho, Tomás habló firmemente intentando acallar a sus demonios. —Amelia, te lo juro por mi vida, por Dios y por el amor que te tengo… Te sacaré de aquí— Intentando que la jaqueca que lo atacaba no nublara su mirada, continuó. —Dime qué quieres que haga y lo haré…—
Recomponiéndose un poco, Amelia comenzó a dictar sus directrices. —Habla con papá… Dile la verdad. Por favor cuéntale que Augusto me encerró aquí contra mi voluntad para que no lo deje, nadie me evaluó… Yo no me quise matar, Tomy, te lo juro… Me equivoqué de caja…— Intentando tomar un poco de aire, Amelia parecía ser sacudida por diversos temblores, sus movimientos ahora mutaban en sismos. —Aquí me atan… Me lastiman. Luego llegó él con Augusto y… Y…— Nuevamente derrumbándose en su llanto, Amelia no pudo continuar.
—Por favor, dímelo…— Conteniendo sus propias lágrimas, Tomás habló.
—Él me sacó fotos, las va a vender— Inundando su rostro con cada lágrima, Amelia se esforzaba en pronunciar sus palabras. —Me dijo que lo espere limpia y dispuesta… Me va a lastimar y se va a cobrar lo de la última vez… Lo sé— Posteriormente, ella con su propia mano comenzó a rascar su cuello en movimientos nerviosos. Allí Tomás entendió el motivo de las lastimaduras que presentaba, su niña estaba siendo absorbida por sus propios miedos.
—Ami… Mi vida…— Con suavidad agarró su mano, no podía observar como se hacía daño sin hacer nada. —Para, por favor— Amelia solo lo miró con su alma destrozada.
—Yo te sacaré de aquí, te lo prometo… Él no te hará nada…— Aún con su mano agarrada, Tomás pensó en cualquier posible escapatoria. —Sé que esto es imposible para ti, no tendrías que pasar esto… Pero necesito que me escuches—
Moviendo su cabeza en una señal afirmativa, Amelia continuó temblando.
—Necesito que tengas una conducta ejemplar, Ami… No estás loca, no te comportes como una. Hay que demostrar tu salud… No quiero que en ningún momento estés sola. ¿Me entiendes? Habla con cada persona que veas, relaciónate como lo harías normalmente— suspirando, Tomás continuó. —Sí estás acompañada, el no podrá hacerte nada… Te prometo salir de aquí e ir corriendo a hablar a tu padre, Facundo está afuera… Ambos estábamos preocupados, sabía que mi instinto no me fallaba—
—Tomy… Necesito salir de aquí—
—Y lo harás, que no te quepa la menor duda, Ami. Pero, entiéndelo, no dejes que ellos te enfermen. Ahora mismo, cuando me marche, quiero que te cepilles el cabello y laves tu rostro, habla con los enfermeros, con los doctores, con quien sea. Demuestra que eres lo que yo más amo…—
—¿Qué soy yo, Tomás?— Insegura y colmada de nerviosismo, Amelia cuestionó.
—Mi ángel, Ami…— Acercándose más a ella sin levantar sospecha, Tomás susurró. —Sí él no te encuentra sola no podrá hacerte nada. No golpees a nadie, no ayudes a que Augusto te mantenga aquí… Tú estás bien, cuando tu padre vea eso te sacará al instante y sí no lo hace él lo haré yo, derribaré cada pared que se me cruce por delante—
Tomás bajó su mirada hasta sus ojos, en ellos el miedo seguía. No podía dejarla allí desprotegida. Sin saber qué hacer, buscó una respuesta en su rosario, pronto el crucifijo de plata que colgaba de él le dio una idea. Con cuidado de que nadie lo viera, agarró las cuencas del collar religioso y sostuvo firmemente la gran cruz para luego arrancarla y dársela con disimulo a su niña. —Tómala, Ami… Escóndela muy bien, sácale filo con la pata de alguna cama. Sí aún Lucas se empeña en hacerte algo, tienes todo mi permiso de clavársela en el cuello.—Entendiendo que aquellas palabras podían ser mal interpretadas, Tomás se rectificó a sí mismo. —Esa sería la última opción, pero no debes estar sola en ningún momento… No estás demente, Ami… No te conviertas en lo que ellos quieren que seas—
Intentando que sus manos no soltasen el crucifijo, Amelia lo introdujo debajo de su camiseta, agarrándolo de manera firme con el elástico de su sostén. Algo en su mente parecía haberse tranquilizado. —No quiero que te vayas…—
—Yo tampoco quiero irme, Ami. Pero volveré a sacarte de aquí, es una promesa—
Limpiándose las últimas lágrimas que aún rodaban por su rostro, Amelia sonrió con debilidad. —Le arruiné el rosario a un cura, me siento fatal—
Al escucharla con una dosis de alegría, Tomás sentía que su corazón volvía a palpitar. —Oh… Me olvidé de decírtelo, Ami… Esto es solo un disfraz, Facundo lo propuso. Yo… Yo dejé los hábitos para venirte a buscar y construir una vida juntos— Concluyendo esa oración con un pequeño roce en su mano, Tomás guardó silencio solo para notar como el cuerpo de la joven parecía cobrar vida.
—Tomy… No sé cómo lograste encontrarme, pero gracias…— Correspondiendo el débil tacto, Amelia entrelazó sus dedos con los suyos.
De manera desafortunada, la puerta de vidrio fue abierta. El enfermero que antes custodiaba a Amelia había vuelto. —Disculpe, padre. Me informaron de la recepción que ya debe marcharse—
Tomás suspiró, lamentablemente el tiempo no podía ser eterno. Debía disimularlo, lo sabía, pero su corazón se estaba desgarrando al dejarla sola. —Sí, comparto una última reflexión con la joven y partiré, muchas gracias—
El enfermero se quedó estático a un lado de la puerta, no tenía intención de marcharse, así que Tomás debió filtrar sus palabras solo para que su ángel las entendiera. —Señorita… Sea fuerte, volveré a verla, no dejaré que su fe se pierda, sepa que Dios la ama y que en ningún momento la abandonará. Por eso estoy aquí…—
… … …
Al abrirse la puerta del auto, Facundo salió de su letargo. Pronto las preguntas empezaron a salir disparadas mientras su acompañante se sentaba a su lado. —¿Y? ¿Cómo te fue? ¿La encontraste?—
Tomás solo aguardó unos momentos en la butaca, aquello que había presenciado había matado algo dentro de él. El silencio persistió unos segundos, hasta que el coraje ganó terreno ante la tristeza. —Sí… La encontré. Yo tenía razón, no está allí por gusto propio, está destrozada… Facundo… Está enferma, temo demasiado por ella, sí la vieras comprenderías mi impresión. Allí la van a lastimar peor de lo que ya lo han hecho—
Facundo al escucharlo, golpeó con fuerza su volante, la rabia atascada de un infante empezaba a salir a la luz. —¡Hijos de puta!—
—Augusto la retiene allí para que no lo deje, no sé cómo lo habrá logrado… Pero eso no es lo peor.— Intentando que aquellas palabras que ahora dirían no fueran un lamento, preguntó. —¿Amelia te contó alguna vez de Lucas?—
—No… No me suena ese nombre—
Mirándolo a los ojos, Tomás transmitió su miedo. —Es un hombre que solamente quiere lastimarla, un degenerado asqueroso. Es amigo del supuesto novio perfecto de Amelia que tu tanto defendiste.—
Facundo cayó en un repentino silencio que nubló todo el prado de donde estaban estacionados. Sin poder decir mucho más que transmitir la pena en su frente marchita, cuestionó. —¿Qué haremos?—
—Me pidió que hablemos con su padre, le digamos la verdad. Es el único que puede sacarla de allí legalmente—
Encendiendo el motor, Facundo empezó a hacer circular el vehículo con la mirada puesta en el camino. —Entonces ahora mismo iremos con Juan—-.-.-.-.-.-.-.-.-.-
Bueno, gente. ¿Conocen la ley de la tempestad? “Todo lo que puede salir mal, saldrá mal” Bueno, así estoy… El capítulo que ustedes, espero que puedan, haber leído fue subido con la ayuda de la iglesia. (Gracias @
un usuarioTOMASDIAZ12, me super salvaste. Gracias a ti hoy podrán leer éste cap) Porque no tengo internet.
La historia es muy graciosa, pero la contaré con más amplitud en otra instancia.
Quiero aprovechar para saludar a @PauBM08menciona un Quien es una gran lectora y parece una excelente persona. Preciosa, muchísimas gracias por estar conmigo.
Por cierto, empecé un apartado de recomendaciones dedicado a los editores, allí encontrarán a las personas que me han colaborado y me demostraron su talento. ¿Es mucho pedirles su apoyo con una estrella? De verdad se los agradecería.Sin más tiempo, me despido pecadoras.
Quien no quería dejarlas sin capitulo:
La reina de espinas.
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Perdóname, Amelia (BORRADOR)
Romance2° libro. Tomás Valencia, un hombre confinado al silencio de sus emociones, convive con el martirio de tener aún presente el fantasma de una pasión pasada. Lucha por sobrellevar su pena y si único aliento es el recuerdo de quien alguna vez fue el a...