6: "Revelación"

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Había comenzado a llover, el agradable aroma a tierra mojada dejaba su estela penetrante por cada ventanal que se encontraba abierto esa tarde en la parroquia. Aquel día debido a los diversos casos recientes de catarro que habían infestado al pueblo, no había tenido la oportunidad de charlar con Augusto. Con paciencia, esperando a que terminase su deber, empezó a formular todas las interrogantes que le lanzaría al joven doctor sobre la llegada de su prometida.

Dos misas habían sido celebradas durante la jornada, aún quedaba por concretar el rosario de novena que él mismo dirigía para honrar la memoria de un difunto. Encaminando sus pensamientos a su amigo sonrió increpando su mente con las diversas hipótesis de como habría sido el encuentro con su amada. Aquel hombre merecía toda la felicidad posible.

Notó el suelo de la iglesia infestado de pisadas aún húmedas y lodosas de sus feligreses, comprendiendo que el templo del señor debería estar en perfectas condiciones para su próxima horda de hambrientos de oración, se dispuso a limpiar. Cargando por los pasillos el balde con agua perfumada a base de químicos dejó que esta inundase la nave central, dejando a su paso una agradable fragancia a lavanda. Aquella no era su tarea favorita, pero debería cumplir con ella si quería seguir teniendo la estima que el pueblo brindaba agradecido. Pronto los antes manchados pisos quedaron radiantes, los banquillos lustrados y los folletos litúrgicos desparramados estratégicamente en el lugar que ocuparía cada fiel de la parroquia de San Fernando.

Notando el tronar del cielo que en agónicos alaridos avecinaba una tormenta, cerró la puerta. No sin antes colgar un cartel que avisara a toda persona interesada que la iglesia permanecía abierta. Un poco de lástima surgió de su perfeccionista corazón, el piso había quedado demasiado lustroso para ser opacado nuevamente por las huellas de algún niño con los zapatos sucios. Rememorando en su memoria que podría hacer, una idea lo atacó, un gran pedazo de cartón había sobrado de la obra pascual que los niños habían celebrado. Apresurado fue a buscarlo al deposito para luego regresar a el único lugar que él mismo ahora podría llamar hogar.

—No me digas que ahora te dedicas a las manualidades, Tomás— Riendo, Augusto lo miraba desde la puerta que conectaba la iglesia a las aulas catequísticas y su consultorio. —Espera, te ayudaré— En pasos largos, se acercó a su amigo, ayudándolo a cargar aquel gigantesco pedazo de papel prensado hasta la entrada.

Una vez que ambos lo depositaron al pie del portal Augusto no tardó en darle una palmada a su compañero en señal de saludo para luego, sin prisa, sentarse en el último banquillo de la parroquia.

Tomás, interesado en una larga charla, buscó su lado izquierdo. Ambos compartieron asiento mientras que una ansiada conversación comenzaba a surgir.

—¿Día duro?—

—No te imaginas cuanto, hoy parece que todo el mundo ha decidido enfermarse. ¿Y el tuyo?—

Tomás suspiró, mostrando aquella sonrisa nostálgica que solo quien lo conocieran de verdad, sabía que lo caracterizaba. —Igual, la señora Guzmán está empeñada en hacer un bingo el sábado.—

—Suena divertido, aunque no te imagino girando las bolas numeradas anunciando las cifras ganadoras.— Augusto reía con libertad, ansiaba aquellas francas charlas que solo con su amigo podía librar en sus momentos de ocio.

—Ni yo tampoco...— Sintiendo la venidera pena que aquella acción causaría, desvió el tema a lo que realmente importaba. — Y dime... ¿Cómo fue el encuentro con la señorita?—

—Ella...— Augusto suspiró mirando el viejo techo de la iglesia, encomendándose a algún cálido sentimiento que él solo podía sentir como brotaba en su pecho. —Cuando la vi, digamos que por un momento el mundo dejo de importar. Aunque llegó bastante cansada, solo comimos algo y nos acostamos. El viaje la mareó mucho—

Perdóname, Amelia (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora