Capítulo 3

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La campana tras la puerta suena y lo siguiente que veo es a tres doncellas retirar las cobijas de mi cuerpo e incorporarme. Ruedo los ojos y suspiro en silencio.
Un vestido de tonalidad rosa se enfunda en mi cuerpo. Holgado pero elegante e inmensamente caro.

Las tonalidades claras son las únicas que se nos permite utilizar por la mañana. Antes de que el sol caiga, podemos utilizar todos los colores mientras sean tonos pastel.
Mientras me peinan, me centro en las agujas del reloj. El tiempo pasa tan despacio aquí dentro.

Es como caminar en un sendero de rosas que no tiene fin. Cada día empieza y acaba de la misma manera.
Nada sale fuera de lugar, nada se escapa a las exclusivas y duras normas de la casa Real.
Suspiro de nuevo.
El reloj apenas se ha movido, un escaso minuto.

Me pongo de pie, me suben el cierre del vestido y mi pelo dorado cae por mi espalda.
Me subo a los tacones, bajos pero incómodos.
Y me dispongo a llegar al salón de desayuno de mi cárcel de oro.
¿No es irónico? cárcel de oro.

Como marca el protocolo, una de mis doncellas retira del camino a todos los hombres antes de que yo pise el pasillo.
Caminamos con lentitud, demasiada calma y silencio.
Las trompetas suenan anunciando mi llegada.

Padre, madre y hermana esperan de pie con las manos en la espalda hasta que entro.

A lo lejos, observo que se encuentra el soldado maleducado. Evito una pequeña sonrisa.
Durante una milésima de segundo, sus ojos me encuentran y me las ingenio para articular un "buenos días" sin que nadie me vea.
Como ya parece una costumbre, me ignora y pongo los ojos en blanco antes de sentarme con mi familia.

—¿Es necesaria su presencia? —Comenta mi hermana Elalba, hablando del único hombre allí presente.
—Sí. —Digo. Y por suerte lo digo tan bajo que no me escucha, ni tampoco los demás. Trago saliva y bendigo en voz baja mi buena suerte.

Desde hace algunos años, Elalba se ha ido distanciando de mí. Solíamos ser más amigas que hermanas.
Pero cuando cumplió los diez y yo los doce, las cosas cambiaron.
Su apego absoluto hacia las normas me ponía enferma.
Y mi rebeldía controlada era algo que ella no podía soportar.

—Elalba, por favor. —Pide mi padre.
Y ahí muere la conversación.

Las conversaciones familiares siempre nacen y mueren en escasas frases.
Es irónico como nos mostramos al mundo como la familia perfecta y vagamente logramos cruzar una frase entera.
Es una mentira Real. Nunca mejor dicho.

Una pequeña risa se me escapa ante mi propia broma interna y las miradas no tardan en posarse sobre mi. Carraspeo, como en un pasmoso silencio hasta que logro terminar y pido marcharme.

Cuando llego hasta el pasillo, el aire se abre paso en mis pulmones y me apoyo en la pared.
El ambiente en la casa es, sin duda, la parte que más detesto.
El frío y la distancia con las personas que se supone son mi familia.
El amargo sabor del tiempo que "compartimos" juntos.
Más todas las cosas impuestas por mi madre.

Espero a que todo el mundo se retire. Boca arriba sobre mi cama, manos en el estómago y suspiros tristes de vez en cuando.
—Que aburrimiento. —Me incorporo de golpe y suelto un bufido.
Maritza me mira con una sonrisa de comprensión.
—Princesa, ¿por qué no disfruta su vida? millones de personas desearían estar en su lugar.
—Vuelvo a bufar.

—Pues se la regalo. —De mi cabeza saco la corona antes de ponerme de pie y abrir la puerta.
—¿A dónde va? —Casi me grita. Me descalzo y atravieso la puerta antes de hablar por última vez.
—¡A hacer algo divertido!

Tomo mi vestido entre mis manos y lo elevo en el aire antes de salir corriendo.
Paso por el despacho del señor Greten, cerciorándome de que se encuentra allí encerrado como casi todo el tiempo.

Llego hasta la sala principal y me muerdo el labio antes de cruzar la puerta.
—Buenos días. —Me pongo frente al soldado y percibo que me ignora como siempre. Comienzo a pasear delante de él, pensando.

Le saco la lengua y hago un sonido extraño, tratando de llamar su atención. Mi plan falla y bufo antes de cruzarme de brazos.
Le miro detenidamente, agachándome y poniéndome de puntillas para no dejarle mirar a donde sea que mire. Pero su gesto no cambia.

—¡Lalalalalala! —Me tapo los oídos y comienzo a tararear semi gritando.
Pongo ambas manos bajo mis axilas, simulando ser una gallina y comienzo a cacarear mientras me pavoneo a su alrededor. Nada.

Es como estar frente a una estatua.

Y así prosigo un rato más hasta que mi fuerzas fallan y comienzo a aburrirme de la situación. Suspiro cargadamente.
—¡Tú ganas! pero sólo por esta vez. —Alzo los brazos en señal de rendimiento.

Y antes de salir de la sala, al pasar por su lado, añado; —ni pienses que voy a rendirme. Conseguiré que me dirijas la palabra tarde o temprano.

Las reglas de la princesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora