Capítulo VII

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—¿Amaia? ¿Qué haces aquí?

Alfred la miró desconcertado. Frente a él, se encontraba Amaia, con un vestido de fiesta, el maquillaje corrido y los ojos hinchados. Respiraba agitadamente, intentando calmar los sollozos, pero estaba tan nerviosa que era prácticamente imposible. Amaia se mordió el labio al escuchar a su profesor con voz ronca, de recién levantado. Vestía únicamente un pantalón azul de pijama, sin camiseta y pudo apreciar con detenimiento su cuerpo, el que tantas veces se había imaginado que había bajo su camisa y suspiró al comprobar que era mucho mejor de lo que había soñado.

—Y-Yo... Estaba perdida y...— no pudo terminar su frase porque Alfred cogió su mano y tiró de ella hacia dentro. Cerró la puerta y miró a la chica preocupado.
—¿Te ha pasado algo? ¿Alguien te he hecho daño? Podemos ir a denunciar a la comisaría...
—No, no. Estoy bien. Es que... Iba a quedarme a dormir a casa de un amigo pero se han complicado las cosas...— intentó mentir y él no pareció no creerla, pero lo pasó por alto— Y he salido de su casa pero no conozco esta zona y no sabía volver a mi casa y...— Alfred alzó una ceja pero se mantuvo en silencio. Amaia estaba cansada, agotada, su cabeza estaba a punto de explotar. En solo una semana, había conseguido poner todo al revés y ni ella misma sabía cómo había llegado hasta su casa.  Ella siempre había sido una chica decidida, con carácter y no solía callarse nada. Pero esta vez, él le estaba superando. No sabía cómo explicarle cómo se sentía cerca de él, por qué no era capaz de quitárselo de la cabeza.— Lo siento, no sabía a dónde ir. Seguro que te estoy molestando, estabas durmiendo y yo aquí, llamando a tu puerta a las cinco de la mañana— se levantó dispuesta a irse, pero Alfred fue más rápido y le obligó a volver a sentarse.

—¿Crees que te voy a dejar irte así?— murmuró, acercándose un poco a ella.— Parece que acabas de salir de un after después de beberte hasta el agua de los floreros.
—Pero eres mi profesor y... Debería irme a casa, pediré un taxi— intentó coger el móvil y Alfred puso la mano en su mentón, obligándola a mirarle.
—¿En serio piensas que para mí eres más que una alumna?— susurró, mirándola a los ojos. Amaia se mordió el labio al recordar la última vez que había estado en esa casa. Cómo él le había curado la herida de la rodilla y, con el beso de después, otra en su corazón. Cómo ella se había sentido más viva que nunca. Cerró los labios, intentando volver a disfrutar del sabor de sus labios, de las chispas que sintió, de las típicas mariposas en el estómago. Volvió a abrirlos y sonrió, sin poder evitarlo. La luz del amanecer se colaba por claraboya iluminaba su rostro, también sonriente. Ambos sabían lo que sentían por el otro, pero tenían el mismo miedo en reconocerlo— Déjame al menos invitarte a desayunar, no cocino demasiado pero sé hacer café y tostadas.— soltó una carcajada y Amaia no pudo resistirse.

Se levantó y Amaia aprovechó para fijarse más en la decoración, la última vez no se había percatado del orden absoluto que reinaba. Justo como yo. El sofá oscuro contrastaba con las paredes blancas. La televisión de plasma estaba pegada a la pared y a la derecha había un piano de pared. Amaia miró a Alfred, sorprendida.
—¿Tocas el piano?— le preguntó cuando se acercaba para observarlo con detenimiento.
—Sí, al menos lo intento— contestó con una risotada— ¿Tú?
—Digamos que también lo intento— se encogió de hombros y volvió a mirarle— Me gustaría oírte.
—Bueno, eso ya lo veremos— posó su mano en su cintura, un gesto tan familiar para ella que ni se inmutó— Deberías ducharte, hueles un poco a...
—A sobaco— le interrumpió ella, y enseguida se arrepintió. Madre mía, Amaia, contrólate por favor que así no te va a tomar en serio— Dios mío, lo siento, me ha salido solo...— Alfred apenas podía contener la risa, entrando en su cuarto.
—A ver, yo no quería decirlo así pero un poco sí, a sobaco— rio y abrió su armario, igual de impoluto que el resto de la casa— Te puedo dejar algo de ropa, tengo cosas de... mi prima. Que se lo olvidó la última vez que estuvo aquí— se sonrojó un poco, pero Amaia no pareció cazar la mentira y sacó unas mallas negras y una sudadera gris, un poco vieja. Se lo entregó a Amaia, que ya se había soltado el moño y su melena caía hasta casi la mitad de la espalda— El baño está allí— señaló una puerta en el lateral y Amaia le sonrió antes de entrar.

Contradicciones |AU-Almaia|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora