Capítulo XI

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Amaia se levantó en una cama ardiendo con un cuerpo ardiente contra ella. Se giró y se encontró con la cara de la persona que dormía junto a ella y su corazón do un brinco al ver la cara de Alfred García soñando. Su pecho descansaba sobre su cuerpo y podía sentir sus músculos de su torso definido (pero no demasiado). Su pelo estaba revuelto y estaba adorable pero atractivo a la vez. Su brazo le rodeaba sin demasiada fuerza, su mano posada sobre su cadera mientras que sus piernas estaban enredadas en el otro.

Con indecisión, Amaia extendió su brazo para pasar las manos por sus rizos castaños, pasando después a acariciar sus mejillas y terminar en sus labios. Alfred se removió con sus caricias, tomando su mano y dejó pequeños besos en sus dedos. Amaia le observó sin decir nada. Simplemente disfrutando de él. Sí, era un poco raro, pero no estaba incómoda. Solo tenía que acostumbrarse al hecho de estar enamorada de su profesor de historia.

Como había dicho él, tampoco era tan mayor. Sus ojos oscuros estudiaban todas sus expresiones mientras ella le miraba. No necesitaban palabras, las miradas y el silencio eran suficientes para comunicarse. Alfred movió sus dedos en círculos sobre su piel, levantando un poco su camiseta para acariciar su cadera. Tenía marcas suaves aún, resultado del fuerte agarre de él a ella la noche anterior.

Alfred separó los labios para hablar y romper el silencio, pero no encontró las palabras para comenzar.

—¿Qué te parece... Te parece bien... esto?— preguntó, intentando que Amaia no se sintiese incómoda. No quería hacerle más difícil el curso.

—¿Nosotros?— respondió Amaia, deslizando su mano hasta descansarla sobre su brazo. Él asintió—Supongo, no tengo monos en la cara o algo así— rio Amaia y él no pudo evitar sonreír.

—Me alegro— replicó, tomando su mandíbula entre sus dedos para dejar un beso sobre sus labios. Amaia sonrió contra su boca y rodeó su cuello con sus brazos, dejando pequeñas caricias en su nuca y pegándole más a ella.

—Por mucho que me encantaría seguir con esto— comenzó él, ahogando un gemido cuando ella atacó su cuello con besos lentos— Me gustaría llevarte a desayunar, así que puedes ir a la ducha— Amaia se revolvió cuando le empezó a hacer cosquillas.

Hizo una mueca y recogió la ropa que había llevado la noche anterior. Por suerte, Alfred tenía ropa y zapatos de Miriam por si su hermanastra se quedaba alguna noche allí y curioseó en el armario para coger un vaquero y una blusa negra estampada. Se dirigió al baño y cerró la puerta con cuidado tras ella. Dejó la ropa en la esquina y comprobó las notificaciones del móvil antes de entrar en la ducha.

No se sorprendió al ver que no se había perdido demasiado, Ángela diciéndole que estaría fuera todo el fin de semana y las fotos de sus amigos de fiesta en el grupo en el que estaban todos. Frunció el ceño al ver que Martí había salido del grupo, pero ninguno había dicho nada al respecto y no iba a ser ella quien lo comentase. Dejó el móvil junto al lavabo, poniendo música antes de desnudarse y meterse en la ducha.

Se sonrojó al ver las marcas de los mordiscos y chupetones, recordando cómo sus labios habían recorrido todo su cuerpo. Cómo se habían deslizado por sus curvas, sus manos firmes en sus caderas y su boca allí donde ella más le necesitaba. Amaia apretó los puños con esas imágenes en su mente. Alfred era demasiado adictivo. Cerró la mampara de la ducha y abrió el agua, dejando que le empapase el cuerpo y el pelo.

Cogió la toalla del estante al lado de la ducha y se sacó rápido, poniéndose el vaquero con prisa y salió terminando de abrocharse la blusa. Se miró al espejo de la habitación y volvió al baño, rebuscando hasta encontrar el maquillaje de Miriam para taparse las heridas de guerra. Se calzó las deportivas del día anterior y se dirigió al salón, donde le esperaba Alfred tocando el piano. Amaia se apoyó en el marco de la puerta, observando cómo sus dedos se deslizaban, un poco torpes, sobre las teclas, tocando una melodía sencilla. Podría haberse quedado allí horas.

—¿Estás lista?—le preguntó al verla y ella asintió con una sonrisa— Genial— respondió Alfred, levantándose y cogiendo las llaves del casa. Amaia se fijó en la gorra oscura que llevaba, dándole un toque distinto a lo que estaba acostumbrada. Pero no dejaba de estar increíblemente guapo. ¿Y si en vez de salir nos quedamos aquí, sobre la mesa o el piano? Alfred se quedó frente a ella, con una sonrisa torcida.

Puso su mano en su mandíbula, alzándola un poco para que ella le mirase a los ojos, brillantes. Ambos sonreían, en su universo infinito, y él hizo desaparecer la distancia entre ellos, besándola lentamente antes de entrelazar sus dedos y caminar hacia la puerta. Se dirigieron al ascensor y bajaron al garaje, al llegar al coche él le abrió la puerta del copiloto y ella se dejó caer sobre el asiento. Alfred arrancó y enseguida se perdieron entre las calles de la ciudad.

Aún era temprano y no había demasiada gente paseando, así que había pocas probabilidades de encontrarse con alguien conocido. No querían encontrarse con alguien y que empezase a hacer preguntas incómodas. Amaia miraba distraída por la ventana, y Alfred sólo la miraba a ella en un semáforo en rojo. Sonrió tímida al girar la cabeza y verle concentrado en ella, sonrojándose un poco. Alfred soltó una carcajada y volvió a fijarse en la carretera, nunca se cansaría de su inocencia y timidez.

Aparcó el coche cerca del pequeño restaurante al que iba a menudo y le dio la mano a Amaia para caminar hacia él. Los nervios corrían por sus venas con su movimiento, a pesar de los movimientos circulares tranquilizadores de su pulgar sobre su mano. Empujó la puerta del establecimiento y el olor a café recién hecho y magdalenas enseguida le hizo sonreír. Se relajó con calidez del ambiente y Alfred le señaló una mesa en la esquina, junto al ventanal.

—Siéntate, voy a pedir el café— susurró en su oreja y besó su mejilla. Amaia asintió y se sentó en la mesa indicada.

Se sacó la cazadora, dejándola sobre la silla y se sentó, mirando por la ventana a la calle, que poco a poco se iba llenando de gente. Amaia alzó la vista cuando Alfred regresó con dos tazas humeantes de café y cogió la suya, disfrutando del aroma. Alfred sonrió y no le quitó los ojos de encima cuando ella dio un pequeño sorbo. Ella respiró profundamente antes de empezar a hablar, buscando las palabras adecuadas.

—¿Qué esperas de mí después de... después de esto?— frunció el ceño, nerviosa y frustrada por no encontrar las palabras adecuadas.

—No espero nada— contestó Alfred, con una mirada tranquila y sincera— Bueno, quizás que apruebes historia este cuatrimestre­— añadió con su sonrisa torcida y ella rio.

—Me refiero... En plan... A nosotros— explicó Amaia y él asintió, lo había entendido desde el primer momento.

—Ya lo he dicho, nada. Solo que no sea cosa de una noche y ya— admitió casi en un susurro y lo decía de verdad. Amaia le gustaba de verdad y sentía que su corazón estaba empezando a ceder al amor y al deseo por ella.

—Me cuesta un poco entender lo que siento por ti— reconoció Amaia, insegura de sus palabras al pronunciarlas en voz alta.

—Todo ha ido demasiado rápido, creo— Alfred entendió cómo se sentía, podía imaginárselo. Quería darle tiempo para asimilarlo, entenderlo y entenderse a ella misma y dejarla decidir, aunque tenía que reconocer que le dolería si al final no quisiese estar con él— Quiero que sepas que...— Alfred dudó sobre cómo describir sus sentimientos, porque sentía demasiado por ella— Estoy siguiendo a mi corazón, y ha escogido el camino hacia ti— alzó la mirada para encontrarse con sus ojos de color miel mirándole con dulzura. Para Amaia, habían sido sinceridad pura y no pudo reprimir la sonrisa. Alfred cogió su mano, acariciándola suavemente y dejó un beso sobre sus nudillos— Gracias.

El camarero llegó a su mesa y Alfred tosió para aclararse la garganta antes de soltar su mano. Pidió el desayuno para los dos, ya que Amaia solo podía mirar al hombre sentado frente a ella, que prácticamente había admitido que la quería. Hizo que su corazón latiese más rápido, la sangre corriendo veloz por sus venas y las mariposas no dejaban de revolotear en su estómago. Nadie le había hecho sentir así, ni siquiera Martí.



Hm, ha sido corto pero bueno. Lo siento por haberos hecho esperar, he estado algo enferma estos días pero espero que al menos os haya gustado un poquito. 

¡Nos leemos pronto!

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